20.

627 Words
20. El hombre yace en el suelo frío y polvoriento. Y yo, que solo puedo observarle mientras espero con aburrimiento a que llegue Mikael al encuentro, me acomodo cerca de él, divagando, buscando una explicación para que se haya desvanecido. Seguramente el jefe va a pensar que tengo la culpa, pues no, esta vez no he sido yo, jefe. Ya puedo sentirlo; afuera, las puestas de sol y el amanecer son magníficas vetas de ámbar luminoso que atraviesan el cielo tratando de escapar de un mundo en ruinas. Por lo que sé, unos cuántos humanos consiguieron escapar de la masacre, pero también sé que quedarán rezagados entre las dunas del desierto, sin alimento, sin agua, no durarán más que un par de semanas, si es que la carroña que habita por esos lados no los devoran antes. Es una reverenda mierda lo que está pasando. Toda esta porquería ha empezado el lunes, el día de mi descanso, me ha llamado el jefe por la mañana y me ha dicho lo siguiente: —¡Toma el desayuno y ven volando para mi oficina! —Pero jefe… —“hoy es mi día libre” pensaba excusarme, ya que no es raro que se haya equivocado de día y haya creído que era martes o viernes. —¡Tráeme un par de empanadas, que no he descansado nada! Pero él solo se hacía al de los oídos sordos. No me ha quedado más que fruncir el entrecejo, y ponerle mala cara, aprovechando que no deseaba verme, ya que considera que porque soy mujer estaba mal que con su visión remota pudiera acceder a verme a través de mis ojos. Que tenga ese cuidado conmigo, solo por que soy mujer, Es algo a mi favor, aunque no me guste admitirlo. —Como diga, jefe—le dije, —¡¿Pero qué es lo que esperas?! ¡Mueve el trasero! —Allá voy, jefe. Colgué la llamada, porque si no lo habría hecho en ese momento, estaba segura que comenzaría a soltarme toda la lista de adjetivos calificativos negativos que tenía preparado para cuando decidiera que me lo merecía. Suspiré libremente haciendo ruidos de nena llorona, el jefe me había arruinado el plan de comilona que tenía para ese día. Ya podía ir despidiéndome de mi riquísimo helado que había comprado en el Heaven de la esquina, que es una de las heladerías más caras que conozco, es todo un lujo, pero bien vale la pena. Y lo tenía, ahí, listo para mí, en el refrigerador esperando a ser devorado. —¡A la mierda! —dije, y casi grité histérica. Fui al refrigerador y lo saqué. Lo miré con deseos en los ojos. —Te llevaré conmigo —le dije. Y conduje devorándolo, hasta que llegué a la oficina del jefe. Me lo he devorado hasta la última gota, faltó decir que era un pote de tres kilos. No me arrepiento por nada. Lo he dicho. El jefe recibió las dos empanadas sin decir una sola palabra y fue comiendo a la ves que revisaba varios archivos. —Si no le importa, tomaré asiento, jefe… El jefe afirmó con la boca llena y me acomodé en la silla. Siempre que estaba ahí, a solas con él era para llevarme uno de sus sermones interminables, de los que casi siempre dejaba la oficina con lágrimas en los ojos, lo curioso y hasta tierno es que todos aquí creen que es porque el jefe me ha traumado, que ha sido bastante duro conmigo, pero no, lo que no saben de mí es que siempre que tengo sueño lagrimeo, ese esa es la verdad, idiotas. Los gritos del jefe no son nada para mí, o, mejor dicho, casi nada…
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