Parado directamente bajo los chorros de agua caliente que expulsaba la ducha, Ansel pensaba con horror lo que eran los hábitos.
En cierta parte, sabía que no debía de estar tan sorprendido, después de todo, llevaba diecinueve años siendo entrenado por su padre para ser el omega perfecto, moldeado por sus propias manos para cumplir con sus propios gustos.
Un año sin sentir sus fríos ojos observando cuidadosamente cada uno de sus movimientos no iba a hacer que olvidara mágicamente el entrenamiento que había tenido.
Y aunque odiara que todo su cuerpo hubiera reaccionado con cada palabra, mirada y respiración del alfa mayor, al menos agradecía que gracias a esto, pudo evitar que su padre descubriera la realidad, su verdad.
Y es que a diferencia de lo que su padre creía, aquel suceso que ocurrió hacía un año atrás no terminó por romperlo como tanto ansiaba este, no.
Tan pronto como Ansel había descubierto que estaba embarazado, un montón de emociones lo habían embargado, donde el temor de lo que sería de su cachorro y él reinaron cada día desde los nueve meses de gestación.
No hubo ni un solo día, en el que el omega no dudara y pensara con temor sobre el futuro de ambos, pero tan pronto como había tenido a su precioso hijo entre sus brazos y contempló aquellos hermosos ojos azul grisáceo, que Ansel simplemente supo la respuesta.
Ellos saldrían de ahí.
Se quitaría los costosos grilletes que rodeaban sus tobillos, y saldría de la jaula hecha de oro que su padre había construido a su alrededor por el bien de su cachorro y el propio.
¿Cómo lo haría? Ese era un plan que Ansel estaba armando lentamente, sin presura.
Después de todo, cualquier error, no le afectaría solo a él, sino que involucraría directamente a su hijo, y el omega no podía permitirse aquello.
Era precisamente por eso que le convenía fingir que toda su voluntad seguía rota y profundamente pisoteada por su padre, que el arduo entrenamiento desde temprana edad seguía funcionando en él, convirtiéndolo en la perfecta muñeca que Antoni movía a su antojo tirando de sus hilos.
Era por ello que los hábitos serían un gran aliado para él en ese momento, ya que no podía fingir completamente que seguía creyendo que no sería absolutamente nadie sin su padre a su lado y que nunca lograría nada solo por ser un omega.
Su lavado de cerebro había dejado de funcionar hacía un año, y con su bebé entre sus brazos, su resolución y decisión solo aumentó.
—Un poco más... —murmuró, comenzando a mover sus manos para comenzar a tallar su cuerpo—. Solo necesitamos fingir ser la débil cosita sin pensamiento por un tiempo más —se alentó a sí mismo.
Solo tenía que soportar una noche llena de sonrisas falsas, asqueroso coqueteo, maliciosos comentarios, y miradas que iban desde el desdén, el odio, celos y lujuria.
Un mundo oscuro, hipócrita y lleno de víboras, al cual ya estaba acostumbrado a estar rodeado.
Retomando la misma rutina de siempre para su baño, el omega lavó minuciosamente su cuerpo, asegurándose de limpiar, tallar y lavar cada parte con dedicación, hasta dejar un leve rubor en su piel suavemente bronceada por naturaleza.
Cuando estuvo satisfecho de ello, observó cada parte de sí mismo, casi como si estuviera buscando alguna mancha que se le había quedado escondida por ahí.
Para algunos, sería una exageración que estuviera prestando tanta atención y cuidado en su baño, cuando más de alguno usaba aquel momento para relajarse más que nada, pero para Ansel no era así.
Si quería mantener su fachada de perfecto hijo sumiso, tenía que seguir a la perfección su rutina de antes.
Y con un estricto padre que veía el más mínimo detalle, el omega tenía que revisar hasta tres veces las cosas para asegurarse de que no se le pasaba nada por alto, o entonces tendría aquel chasquido de lengua molesto que indicaba que no había podido hacerlo bien, como siempre.
Porque ante los ojos de Antoni Crowell, nada podía hacer bien a menos que lo hiciera siguiendo directamente sus palabras, y aun así, si cometía algún error con ello, la culpa recaía completamente en él.
Lo que significaba que el diablo comenzaba a prestarle más atención para asegurarse de que su muñeca fuera perfecta, y su atención no era lo que deseaba en ese momento.
Cortando el agua de la ducha, el omega salió y cogió una mullida toalla para secar su cuerpo antes de envolverla alrededor de su cintura.
Tomando otra más pequeña, Ansel la colocó sobre su cabeza y se secó su rubio cabello húmedo y luego se acercó al extenso lavamanos que estaba frente a él.
Observando su reflejo, su mirada viajó inevitablemente hacia su estómago, contemplando las suaves líneas rosadas que ahora decoraban la zona donde su cachorro había estado cuatro meses atrás, creciendo lentamente dentro de él.
Esas eran las marcas de que un ser vivo había estado ahí.
Un dulce niño que le había dado las fuerzas necesarias para seguir adelante a pesar del infierno en el cual vivía.
Observando las cremas para el cuidado de su piel, el omega ignoró directamente aquellas que su padre le había entregado a través de Mordis, el mayordomo y su fiel mano derecha, para que se deshiciera de las estrías en su cuerpo.
Por más que las odiara Antoni, para Ansel eran su trofeo por tener a su hijo y no se desharía de ellas simplemente por el deseo de su padre para que volviera a ser la perfecta muñeca que modelar ante los demás.
Suficiente había sufrido ya con la estricta dieta y la serie de ejercicios que le obligó a seguir para recuperar su peso y figura, no permitiría que le quitara aquello.
Terminando de esparcir toda la crema por su cuerpo, dejándola suave y humectante, el omega salió del baño, dejando atrás ese típico tono blanco aburrido y monótono solo para encontrarse con uno similar en su habitación.
Con la única diferencia, que había un ligero toque gris en algunas paredes y algo de café claro debido a la alfombra bajo su cama y los sofás ubicados en una esquina.
Si era sincero, a Ansel le gustaba más la guardería de su cachorro, donde había un poco más de colores gracias a que su padre no había puesto verdadera atención en su hijo.
Dirigiéndose a las puertas de vidrio que lo llevaban hacia el cuarto donde se encontraba toda su ropa, calzados y joyas, el omega se colocó ropa interior y abandonó la toalla justo a tiempo para el momento en que la puerta de su habitación era tocada.
Saliendo, observó sin sorpresa a Mordis entrar sin su expreso permiso e ignorarlo para dirigirse a su cama, donde dejó un enfundado traje sobre esta.
—El señor Crowell le ha enviado esto, joven Ansel —anunció el viejo beta, dedicándole la misma mirada aburrida de siempre antes de abandonar su habitación sin más palabras.
No es que aquello fuera un comportamiento nuevo, en lo que a Mordis respectaba, solo la palabra de su padre era la que contaba y quien se merecía todo su respeto, apoyo y devoción.
Acercándose a su cama, la mirada de Ansel viajó por un momento hacia la cuna a su costado, a pesar de que sabía que su pequeño cachorro no se encontraba ahí, ya que Sofía lo había tomado para llevarlo a la guardería que estaba al lado de su habitación para que así pudiera prepararse tranquilamente sin problemas.
Lo cual agradecía, pero a la vez odiaba, ya que su pequeño Ian era quien realmente le daba la fuerza para seguir adelante.
Volviendo la mirada hacia la cama, Ansel contempló la bolsa negra destacando en el cubrecamas gris y bajó el cierre para revelar el traje.
Sacándolo, el omega colocó cada pieza en sobre el colchón, y a medida que se fue colocando cada una de las prendas, los músculos de Ansel se comenzaron a tensar y se sintió como si se estuviera atrapando así mismo.
Vestido con un traje a medida, el omega se movió con un caminar tenso y casi robótico hasta el espejo de cuerpo completo que estaba en su habitación y observó todo su reflejo.
Con unos pantalones de tela, una simple camisa blanca y una chaqueta corta y negra como sus pantalones, no parecía haber nada especial o llamativo.
Pero tan pronto como su mirada reparó en el grueso cinturón de seda, el rostro de Ansel se arrugó al contemplar que este marcaba su nuevamente estrecha y pequeña cintura con una bonita curva que muchos omegas varones celaban y que más de un alfa expresó su deseo por tocar.
Odiaba totalmente, con todo su corazón, que ese simple detalle lo hizo ver perfecto, sensual, elegante y apetecible para los ojos de todos los alfas que estarían en aquella fiesta y que su padre intentaría acercarse utilizándolo como excusa.
Al menos, debería de agradecer que Antoni había elegido un traje relativamente modesto para su entrada en ese cruel mundo nuevamente, lo cual era sorpresivo considerando los trajes que le había obligado a utilizar en el pasado.
Lo cual, solo le decía dos cosas.
O su padre ya tenía en mente a la persona a la cual deseaba que se acercara y lo había arreglado según los gustos personales de este, o simplemente estaba preocupado de que pudieran encontrar alguna imperfección, un error, en su perfecta muñeca que anunciara que ese año que desapareció, fue en realidad por cuidar de su hijo en su vientre.
Ansel quiso pensar que se trataba de la segunda opción, ya que realmente no se encontraba listo para ser arrojado directamente a la boca del león luego de haber sido empujado hacia la jaula de este.
Así como se encontraba ahora, temía que tuviera una pequeña batalla consigo mismo para lograr ser la perfecta muñeca complaciente de Antoni.
—Wow... Te ves... Diferente —comentó Sofía, entrando en su habitación a través de las puertas que lo conectaban a la guardería de su pequeño.
Alejándose del espejo, Ansel se dio vuelta y enfrentó a su joven amiga.
—No es a lo que estás acostumbrada a verme, ¿no? —pronunció con una pequeña sonrisa, acercándose tan pronto como observó a su cachorro mover sus bracitos y piernas tras reconocer su voz.
—No con esa clase de ropa —reconoció, entregándole con cuidado al cachorro—. Sé que toda la ropa que has estado utilizando hasta el momento es cara y de marca, pero hay una diferencia entre utilizar camisetas, suéteres y pantalones chándal que verte usar un traje así, casi te ves como...
—Una muñeca —completó Ansel, observando con una sonrisa enamorada a su hijo.
—Yo no diría exactamente una muñeca —pronunció con sus labios torcidos.
—Está bien decirlo, Sofía, sé que me veo de esa forma y ante los ojos de los demás, soy así —expresó, besando la frente de su hijo—. Aunque este no es el tipo de ropa que usaría, al menos agradezco que me cubra más que otros —comentó.
—¿No entiendo? ¿No lo elegiste tú? —preguntó la beta, insegura.
—Nada de lo que hay en esta habitación lo he elegido yo exactamente, en especial mi ropa —explicó, observándola—. Cuando te dije que mi padre me controla, quise decir que maneja cada aspecto de mi vida también —reveló y su amiga le observó con tristeza y simpatía.
Una mirada que no había recibido en mucho tiempo.
—¿Estarás bien? —preguntó Sofía.
—Desde los ocho años que estoy viviendo en ese mundo, Sofia, mi mejor arma para sobrevivir es ser lo que mi padre quiere que sea —expresó.
—Pero eso... No está bien —pronunció bajo—. Los demás hablan cosas que no son reales por eso —informó preocupada.
—Lo sé —asintió, contemplando a su bebé—. Pero las palabras no me matarán y mientras me siga comportando de la misma manera, no tiene sentido quejarme al respecto, me volvería un hipócrita como todos ellos —indicó—. Y no soy igual a ellos —anunció, observándola.
—Lo sé —asintió la joven empleada—. Desde el primer día que fui contratada para ayudarte, supe que eras diferente a lo que decían todos, a lo que me habían advertido —expresó.
—Solo es gracias a este pequeño —pronunció, besando la frente de su bebé—. Antes de que Ian llegara a mi vida, realmente era como todos decían, pero por esta cosita decidí cambiar y enfrentar mis demonios para poder mantenernos a salvo —explicó y se acercó entregándole a su cachorro—. Si no fuera por él, probablemente sería la muñeca rota y perfecta que mi padre quiere.
—Los hijos siempre dan la fuerza que uno necesita para seguir adelante —pronunció Sofía.
—Cuídalo mientras no estoy, no le dejes solo y no permitas que nadie más se acerque a él —pidió Ansel—. En esta casa, tú eres la única en quien confío, mi amiga y aliada.
—Lo cuidaré con mi alma —asintió la beta.
Acariciando la cabeza de su bebé, el omega se alejó y tomó de la cuna la mantita de su hijo, la cual llenó de su aroma antes de entregársela.
Observando a su cachorro aferrarse con sus pequeños bracitos y restregar su rostro en ella, Ansel sonrió quedándose con esa imagen en su mente antes de finalmente alejarse.
Volviendo al cuarto con su ropa, se colocó sus zapatos y seguido el conjunto de joyas que le había indicado su padre, que no era más que un hermoso juego de anillos, pulseras y una cadena.
Saliendo de la habitación, observó a su hijo por última vez.
—Yo... —pronunció Sofía, mostrándole su teléfono.
—No —rechazó el omega.
—Pero intentarás hacerlo hoy, ¿no? —preguntó.
—Veré si se me presenta la oportunidad —aceptó—. Pero no puedo tener tu teléfono, mi padre enfurecerá si me ve con uno y no puedo perderte —explicó—. Ya me sé de memoria tu número, por lo que no hay problema —aseguró.
—Suerte —alentó su amiga y Ansel le regalo una pequeña sonrisa sincera, porque realmente la necesitaría.
Saliendo de su habitación, el omega recorrió los desérticos pasillos con la misma decoración ostentosa e innecesaria, encontrándose con uno y que otro empleado hasta que llegó a la escalera principal.
Observando a su padre esperar en la entrada, Ansel tomó una profunda respiración para entrar en su papel.
Llevaba años siendo el perfecto hijo de Antoni, su hermosa muñeca que podía manejar a su antojo, los hábitos y su propia determinación le ayudarían a volver a entrar en ese papel por el bien de su cachorro y propio.
Bajando las escaleras, la mirada de Antoni inmediatamente recayó en él y le observó calculadoramente.
Cuando llegó abajo, chasqueó sus dedos y Mordis se acercó.
—Quítate las pulseras, son excesivas —ordenó y Ansel obedeció entregándoselas al mayordomo.
Seguido extendió sus brazos a los costados y separó sus piernas, permitiendo que el mayordomo registrara su cuerpo.
—Limpio —anunció Mordis, retrocediendo y volviendo con una hoja para Ansel.
—Es el tipo de omega que serás esta noche —anunció su padre, dándole la espalda—. Y recuerda, ante los demás, te ausentaste por un viaje alrededor del país como regalo de cumpleaños —indicó antes de cruzar la puerta.
Observado el papel en sus manos, Ansel se lo entregó al mayordomo y siguió a su padre silenciosamente.
Solo tenía que aguantar unas horas y entonces podría volver a su habitación con su bebé.