Era extraño, pero no le hacía mal, al contrario, hasta podría decir que le comenzaba a gustar ese ritmo en donde todos se sentaban en una gigantesca mesa en medio de aquel comedor.
Se había acostumbrado a vivir en ese extraño edificio subterráneo, a salir solo algunas horas cada tres días para poder absorber un poco de luz solar, a compartir tardes con Aly y el pequeño Oliver o entrenar junto a Marcel mejorando sus casi inexistentes habilidades de defensa.
Solo había una cosa, una pequeña cosita que seguía fuera de lugar. Es que con Ian apenas si podían hablar, casi no se miraban y bastante le costaba recordar el último beso que habían compartido. No encontraba la forma de derribar el muro que ella misma había construido, por eso, caminando junto a su lince en busca de algo para comer, decidió que algo debía hacer, que no podían continuar así.
—Solo es de queso —dijo señalando el pan que Ian había tomado.
—Ah, sí —respondió con esa timidez que lo acompañaba desde que Paulette se enteró de todo, dejando el pan de queso para tomar otro que estuviese relleno de carne—. ¿Quieres agua o jugo? —le preguntó y apenitas si la miró. Es que ya no podía mantener la mirada sin sentir que quería desintegrarse, que su estupidez había vuelto a arruinar todo entre ellos.
—Agua —respondió y sonrió tan bonito como siempre.
—Bien —susurró con voz estrangulada.
Dios, se sentía morir, deseaba desaparecer del mundo y retornar siendo mejor, sabiéndose merecedor real del amor de su preciosa lobita.
Caminaron uno al lado del otro, sin hablarse, mucho menos mirarse. Se sentaron junto al enorme grupo con el que ya convivían como familia y escucharon las extrañas explicaciones que Cló le daba a su compañero respecto a cómo cargar al dulce Oliver.
—Prueba ésta ensalada —le dijo Paulette en un tierno susurro.
Ian la contempló de reojo, asegurándose de que le estuviera hablando a él y se inclinó apenitas para recibir aquel tenedor cargado de verduras varias y algo de queso.
Masticó con ganas, sin dejar de observar a esa lobita preciosa que le sonreía intentando enviar un mensaje que él no sabía si estaba bien interpretando. Tragó y sonrió de lado, algo afectado.
—Está deliciosa, cariño —respondió y casi llora allí, frente a todos en cuanto sintió los deditos de Paulette enlazarse con los suyos que reposaba sobre su rodilla, bien ocultos por la mesa gris.
—Me alegra que te guste. Puedo compartirte la mitad —propuso alegre e Ian solo asintió con la cabeza, incapaz de decir nada, de emitir una sola palabra ante tanto cariño que comenzaba a regresarle.
—Me encantaría —aseguró y se inclinó para besarla en la frente, dejando sus labios pegados a esa piel deliciosa demasiado tiempo, aunque el necesario para poder volver a unirse apenitas a ella, a su hermosa Paulette.
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Se había recuperado, no al cien por ciento, pero ya le permitían salir de la cama.
A paso rápido ingresó a su oficina solo para toparse con dos personas que lo esperaban con burlescas sonrisas en los rostros.
—No sé qué hacen aquí, pero no me siento cómodo —aseguró sin mirarlas, pasando de ellas solo para ir hasta su escritorio y sentarse en aquel sillón mullido que jamás sería tan cómodo como el regazo de su hermoso lobito.
—Hola, Nate. Pensé que te alegraría vernos de nuevo reunidos los tres, como en los viejos tiempos —aseguró Cristina Paez.
—Querida, todos sabemos que no están aquí por eso —afirmó y clavó sus ojos en Alma.
—Solo vinimos a comprobar que Marcel te cuidó como corresponde —respondió la Beta.
—¿Y desde cuándo me cuidan ustedes dos?
—Vamos, Nate, desde el secundario que nos conocemos —respondió divertida Cristina—. Y jamás, ninguna, te ha visto tan embobado por nadie. Así que —dijo sentándose mejor en su silla—, cuenta cómo van las cosas con el lobo.
—No quiero —respondió Nate.
—¿Vamos a volver a hacer lo mismo que cuando éramos adolescentes? Mira que bien sabemos cómo hacerte hablar —dijo Alma con cierta amenaza en su tono.
—¿Puedo saber por qué creen que se pueden meter en mi vida?
—No solo es por tí —respondió Cristina—. En realidad nos preocupa más el lobo que tú —explicó divertida.
—Marcel, se llama Marcel, no lobo. Y ya Alma debe saberlo todo, para qué quieren que yo les diga lo que ya conocen.
—Querido, no es mi culpa que la información me llegue tan fácil —aseguró la Beta—. Pero lo que queremos es que nos digas tú, saber de tu boca lo que sucede.
—En serio —dijo apoyándose mejor en su respaldo, endureciendo tanto el tono como la mirada—. ¿Qué quieren?
—Nate, vemos lo embobado que estás, pero te conocemos de siempre, sabemos tus miedos, y no deseamos que tu estupidez te termine dañando a tí y a Marcel —aseguró Cristina.
Y Nate sabía que tenían razón, que esas dos a quién había conocido a sus tiernos trece años, se habían convertido en sus mayores confidentes aunque la vida adulta los mantenía distanciados, por suerte la comunicación nunca se había cortado.
A Cristina la había conocido cuando ambos ingresaron a un internado de los más exclusivos, ambos siendo prácticamente abandonados por sus familias que preferían viajar por el mundo y trabajar sin descanso, antes que hacerse cargo de sus propios hijos. Por eso aquel par se convirtió casi en hermanos, compartiendo cumpleaños, navidades y años nuevos durante cinco años. Habían aprendido a entenderse, a acompañarse en silencio y enfrentarse cuando alguno realizaba alguna estupidez sin sentido.
A Alma la conocieron por cosas del destino. La muchacha, quien había huido de su familia violenta junto con su hermano mayor, se encargaba de robar comida de la cocina de aquella institución solo para que ella y Matt pudieran degustar algo que los llenara.
Una noche cualquiera Nate y Cristina se habían colado a deshora en la cocina, buscando unas botellas de vino que bien sabían estaban escondidas allí. Se toparon casi sin querer con Alma, una joven unos años menor que los desafió a dar la señal de alarma, a alertar a todo el mundo de su presencia allí.
Ni Nate ni Cristina hicieron aquello, solo la ayudaron a cargar con más comida de la que podría devorar y le enseñaron un sitio abandonado dentro de aquella prestigiosa institución.
Así Alma y Matt se alojaron en un cuarto devenido a menos, colándose en la cocina para obtener comida y en los baños para poder darse una ducha decente. También se metieron en los registros de estudiantes, se colocaron como alumnos de aquel lugar y falsificaron sus propios certificados de egreso. Si bien con ambos hermanos se llevaban bien, fue con Alma con quien más se relacionaron ya que Matt pasaba, o demasiadas horas frente a la computadora o se escabullía hacia el exterior solo para ir a dar una vuelta por la enorme ciudad.
Más de una vez Alma salvó a su hermano de terminar gravemente herido culpa de las estúpidas peleas en las que se involucraba, ganándose el respeto de varios en la calle, generando una red extensísima de gente que estaba dispuesta a darle cualquier información que ella deseara.
—No voy a dañarlo —aseguró de mal humor Nate.
—Ahora repítelo convencido de tus palabras —ordenó Alma.
—Alma —advirtió Nate de mal humor.
—Alma, nada. ¿Acaso no sabes lo mal que le hace a los lobos no enlazarse cuando ya ha encontrado a su compañero? —indagó la leona de mal humor—. Llevas casi un año con él y, puedo apostar mi mano derecha, que ni siquiera le debes haber dicho que lo quieres —afirmó con mal humor.
Porque a Alma Hernán algo le había comentado, le había explicado que para ellos era muy difícil mantenerse bien cuando esa otra parte de su alma estaba allí, bien cerquita, pero no podían enlazarse. A Hernán le preocupaba tanto Marcel como Paulette, porque ambos estaban en esa extraña situación y no sabía cuánto tiempo más los lobos podrían mantenerse bien, cuánto podrían evitar la depresión y el malestar.
—Tú haces lo mismo —gruñó Nate.
—Para nada —dijo la Beta y mostró un poquito de su cuello, esa suave marca que se mostraba allí.
—¿Cuándo te enlazaste? —indagó impactado.
—Hace unos días, luego te cuento. Ahora, explica por qué estás tan asustado —ordenó.
—Yo… Dios… Tengo miedo —susurró bajando la mirada.
—Nate —llamó Cristina con dulzura—, no lo lastimarás si eres consciente de tu situación —dijo y le sonrió suavemente.
—Jamás nadie me ha dado tanto amor. No sé qué hacer con todo eso… No sé…
—Eres un idiota miedoso y no te reconozco —aseguró Alma con voz firme.
Nate clavó sus ojos en ella y sonrió. Sí, no acostumbraba a ser un cobarde, no eran esas sus maneras. Bueno, mejor tener valor, mejor moverse antes de dañar a su hermoso lobito.
—Y tú sigues siendo una mandona insoportable —aseguró con cariño.
—Suerte que nos tienes para cuidarte, sino no sé qué sería de tí —afirmó la Beta.
—Seguro que alguien mucho más feliz —bromeó notando las sonrisas de sus amigas extenderse con cariño.
Sí, los tres se habían acompañado desde un lugar bastante extraño, poco definido. Los tres se sentían cercanos, pero también se mantenían cautos, no por desconfianza, sino por costumbre, por siempre mantenerse alertas, atentos al peligro. Se querían, bastante a decir verdad, pero también creían que lo más sensato era no involucrarse demasiado con nadie porque no sabían en qué momento los abandonarían o deberían huir de algún lugar que podría haber sido un hogar. Ninguno sabía qué hacer con tanto amor desinteresado, con todo eso que le ofrecían a cambio de nada, por eso preferían evitarlo, hacer como que no sabían. Bueno, a Nate ya no le quedaban opciones, o se decidía a avanzar o perdería a su lobo para siempre.
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Lo había hablado con Bruno, lo conversó con su hermana, Luca le dió su opinión aunque jamás se la pidió y los mellizos le aseguraron que le haría bien, así que allí estaba, en la puerta de aquel consultorio sintiendo que se moriría de los nervios. Mierda, no quería hablar con desconocidos sobre sus pensamientos, pero ya no podía seguir así, no era sano, no serviría para el trabajo por hacer y tampoco estaba dispuesta a volverse una demente teniendo a un lindo sobrino para disfrutar.
Golpeó suavemente y aquella puerta se abrió dándole la bienvenida a un espacio que al instante la hizo sentir cómoda, con esa humana que olía a confianza, mismo olor que se mezclaba con el perfume que emanaba un sahumerio bien ubicado en el otro extremo del lugar.
—Hola, Cló —saludó la doctora—. He oído mucho de tí. Todas cosas buenas —aseguró.
Cló supuso que Bruno había mencionado su nombre una que otra vez, seguramente también Ian y el imbécil de Nate -poco podía sospechar que éste último no se atendía con aquella doctora por el vínculo cercano que los unía-. Jamás imaginó que su nombre se colaba con frecuencia cuando cierto león acudía a sus sesiones, cuando Arton, consumido por la culpa, no dejaba de nombrarla con anhelo, con ganas de volver a tenerla para él, solo para él.
Cló jamás imaginó las interminables horas que la doctora había invertido para desarmar aquel pensamiento que comenzaba a ser compulsivo y se formaba una y otra vez en la mente del ex Alfa. Nunca supo que Arton necesitó de montañas de tiempo para aceptar su nuevo rol en la vida de esa leona hermosa que ya lo había superado, que contaba con una compañero mil veces mejor que él y que la hacía feliz, verdadera y sinceramente feliz.
—Ahora cuéntame de qué te trae por aquí —pidió Cristina y se dedicó a escuchar cada pensamiento, cada descripción que salía de los labios de aquella mujer, misma que sentía la paranoia crecer en su interior, el miedo gobernarla y la culpa consumirla.
Bueno, no era tarea fácil, pero un buen acompañamiento lograría excelentes resultados, sobre todo porque la doctora Paez sabía sobre la urgente necesidad de tener a esa mujer con todas sus luces bien encendidas, porque era esencial en el plan de Nate, porque necesitaban acabar con tanta locura antes de que los integrantes de ese Concejo de mierdas terminara intentando subyugar a los humanos por considerarlos inferiores. No, Cristina se encargaría de aportar desde su lugar, dejaría la mente de aquella importante mujer en las mejores condiciones posibles y la mandaría directo a pisar la cabeza de aquellos imbéciles inservibles.