Capítulo 7 Mundos opuestos

1589 Words
Al día siguiente, Hellen dejó todo preparado desde la mañana en la casa, para poder ir a donde vivía su tía, aunque le gustaba que la llamaran madrina. Advirtió a sus hermanos, que podría demorarse. Utilizó el servicio del bus, porque los taxis cobraban muy caro. Al final, tuvo que caminar, porque no llegaba hacia el sitio donde iba. El sol intenso la acaloraba. Los pies, ya la ardían, por el asfalto caliente. Sin embargo, el propósito que la motiva a seguir avanzando, era mucho más fuerte, que cualquier malestar que pudiera sentir. La seguridad de la casa se notaba, con el número cuerpo de vigilantes, custodiaban la bella arquitectura. —Buenos días —dijo Hellen, saludando al corpulento e intimidante vigilante que estaba en la caseta de gran tamaño. Hellen sabía que a su madrina le gustaba exhibir su riqueza desde lo menos vistoso, hasta lo más importante que tenía. Era por eso que su mansión resaltaba a la vista. —Buen día. ¿Necesita algo? —interrogó el guardia, con una voz ronca y áspera, que jamás había escuchado. Parecía que los músculos de los brazos se le iban a explotar. Admiraba y respetaba a los atletas, pero de esa manera exagerada, no lograba encontrarle el encanto. —¿Se encuentra la señora? —preguntó Hellen, con tono apacible y manso—. Soy su ahijada. Ya trabajé aquí hace un tiempo. —La gran señora Radne no está en la mansión. Casi no está la gran parte del día y solo viene en las noches. Puede venir en otro momento —dijo el guardia, de forma amable. Hellen miró el camino por donde había venido. ¿Y si volvía a venir y no estaba? No había tiempo para perder, tenía que esperarla. Así, estuvo el resto de la tarde. El vigilante le ofreció sentarse en una las sillas, adentro de la caseta. Suspiró, pudiendo descansar del cansancio de sus pies. Veía, a través de la ventana de la cabina, el paisaje de la ciudad. El ocaso se pintaba en las alturas. El anaranjado del atardecer, se colocó de gris, al avecinarse una lluvia, con truenos que querían quebrar el cielo y relámpagos, que lo incendiaban por efímeros momentos. Quizás, eso auguraba su fortuna. Varios minutos pasaron, hasta que la precipitación cesó. Pronto se transformó en la oscuridad de la noche. La brillante luna, otorgaba su tenue luz. ¿Cuánto había pasado? No tenía ni la menor idea. Era imprescindible, poder hablar con su madrina. Se levantó de su puesto, para estirarse. Su cuerpo se había puesto rígido y su estómago rugió, por el hambre que sentía. No había almorzado ni cenado. Sintió un leve dolor de cabeza, porque no había bebido ni una gota de agua desde la mañana. —¿Todavía no ha llegado la señora? —preguntó Hellen, cansada y sin energías. Se había colocado un pantalón jean índigo, una blusa gris y un saco azul turquí, que estaba recogido hasta por sus codos. Sus pies estaban cubiertos por unas sandalias de gladiador y en su cuello, se sostenían las largas tiras de un bolso pequeño, que le caía por la cintura, en su lado izquierdo. —La señora ha informado que hoy no vendrá —dijo el vigilante—. Lo siento, no puede quedarse aquí. Debe marcharse. Puede venir mañana. Hellen salió de la caseta y al avanzar escasos metros, la lluvia empezó a caer de nuevo. Era como si estuviera esperando, a que decidiera marcharse. Las heladas gotas le empaparon la ropa. El viento gélido, le hacía temblar la mandíbula. No había traído un paraguas y había estado esperando casi todo el día para nada. Sus lágrimas se mezclaron y se camuflaron con la humedad de la tormenta. Era creyente y confiaba en la existencia de un ente divino en el mundo espiritual, pero, su padre celestial la había abandonado. Sus labios temblaban, por el frío. Sentía un vacío y un ardor en la barriga, por el hambre. Se abrazó a sí misma, para darse un poco de calor. Un auto pasó a gran velocidad y provocó que el agua que se había acumulado en la carretera, la salpicara de forma brusca. Alzó su cara al cielo. Observó las estrellas, con añoranza. El firmamento distante, se veía hermoso. Levantó la mano, como si quisiera tocar el cielo. Ojalá, de su espalda brotaran coloridas y preciosas alas, como la de una mariposa, para poder volar y tocar paraíso. Pero, sus sueños habían sido cortados, desde el momento en que había nacido. Así que, jamás podría llegar a tocar el edén con sus manos. Sollozaba sin consuelo y sin poder detener su sufrimiento. Su piel estaba empapada por la tormenta. Las piernas le dolían. Caminaba como un muerto viviente. ¿Cuánto tiempo había marchado? ¿Qué hora era? Sus parpados le pesaban, tenía hambre, sed y se estaba congelando. Metió la llave en la ranura de la puerta de su casa modesta, y entró, por fin, resguardándose de la precipitación. Se dirigió a su habitación, mientras gotas de su vestimenta, mojaban el piso. Hadriel estaba en la confortable seguridad de su suite de lujo. Era inmensa, para un solo hombre. Se había cambiado su traje de sastre elegante, para colocarse una sudadera negra, un suéter sin mangas y tenis deportivos; todo el conjunto de color n***o. Su frente estaba empapada de sudor y su pecho, se llenaba y se desinflaba con rapidez. Estaba en su gimnasia personal y corría en la máquina caminadora eléctrica. Apenas tenía tiempo para ejercitarse en la madrugada y en la noche. Su piel ardía y brillaba, como un auténtico dios. Apagó la herramienta y agarró una toalla para limpiarse. Se puso un par de guantes artes mixtas y comenzó a darles golpes a un costal, que estaba sujeto con una cadena de acero en el techo. Al finalizar su sesión de lucha, se quitó los protectores y se levantó la camiseta de entrenamiento, que estaba empapada de su abundante traspiración por la rigurosa práctica. Su abdomen marcado se mostró de manera espléndida. Los bíceps y los tríceps se le notaban duro y sobresalientes. Su atuendo elegante, ocultaba su estado físico atlético y lo hacía parece solo delgado y sencillo. Estaba en el nivel más alto del rascacielos, por lo que la lluvia, sentía cerca y fuerte. Salió a la terraza y observó el paisaje de la ciudad en la noche, mientras un intenso aguacero descendía del cielo. Respiraba, de forma uniforme, por la agitación. Las luces de las pantallas, las motocicletas y de los vehículos, lo hacían relejar. Sacó de su bolsillo la pulsera de aquella mujer. No podía dejar de pensar en que debía encontrarla; había algo extraño. Se decía que los ojos eran la ventana de nuestras almas, y en el breve momento que la miró, pudo ver tristeza, sufrimiento y dolor; hasta pudo escuchar los lamentos y el llanto, que estaba padeciendo en ese instante. Era un inconveniente no ser omnipotente, y no saberlo todo, porque así podría conocer la identidad de su misteriosa mariposa. Si Jareth no lo hubiera llamado, pudo haberla encontrado. Aunque, su prioridad era la reunión ejecutiva, así que tampoco había sido culpa de Jareth, si no, de las circunstancias en se vieron. Por poco su chofer la atropellaba; esa era una manera interesante y poco casual de conocer a alguien. Esperó a reposarse y se dirigió a la ducha. Se despojó de sus implementos, mostrándose sin prenda alguna. El torso ancho y ejercitado, se manifestaba de modo provocador. Su cuerpo estaba cálido por las horas de acondicionamiento. Era figura esbelta y firme; necesitaba frialdad, para poder equilibrar la balanza. En algunas ocasiones, el hielo llegaba a quemar. Hellen se había desnudado, justo en el mismo momento que Hadriel lo había hecho. Ambos estaban solos, en la privacidad de sus baños. Sus cuerpos desnudos estaban al descubierto. Uno varonil y marcado, que demostraba poder y fortaleza, y otro femenino, con atributos modestos y figura esbelta. El agua de la fregadera los abrazaba con agrado y al final salía por el desagüé, luego de haber tenido la dicha de acariciarlos a cada uno de ellos. Hadriel miraba con fijeza a la pared y sus ojos azules brillaron con vigor. Necesitaba encontrar a la mujer mariposa. Ni siquiera le había visto el rostro, ni sabía quién era, pero no dejaba de pensar en ella. Hellen se limpiaba con jabón, mientras su mandíbula se estremecía. Su cuerpo estaba gélido, voluminoso y blando; necesitaba calidez y ser abrazada, para sentirse protegida, mientras le susurraban al oído, que todo estaba bien. Siempre había estado para su familia y para los demás, por lo que no había tenido tiempo para ella misma. Al menos por una vez en la vida, quería sentirse abrigada y en tranquilidad. Trató de imaginarse al doctor, porque le gustaba, pero sus memorias se cambiaron por sí solas, para mostrarle el vago recuerdo con aquel desconocido, de rostro borroso y voz distorsionada, como la de un robot, en una grabación dañada. ¿Quién era ese hombre del auto? Era el primero, en extenderla la mano, para ayudarla en momento crítico. Pero, solo había sido una vez y por una casi desastrosa forma de hacerlo, ya que por poco ocurre un accidente, por haber quedado absorta con la noticia de la enfermedad de su madre. El tiempo se había convertido en su mortal enemigo, y cada vez que la manecilla del reloj daba una vuelta, era peor para ella y para su madre Dahlia.
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