El colapsó de Gisela

1946 Words
Todas las llamadas de Gisela, Diego las desviaba, sentía un odio repulsivo atravesado en su pecho. Por todo lo que esa mujer había hecho le prohibió que se acercara al hospital. Estaba lleno de irritación y si era capaz de aparecer por ahí, no sabría cómo reaccionar, por ello prefería mantenerla lejos. Su esposa se había comportado de una manera cruel, hacia su propia hija, incluso lo había orillado a él, hacer lo mismo. Lleno de angustia caminaba de un lado a otro, traqueteaba sus dedos con desesperación. Por ratos llevaba sus manos al rostro y presionaba su piel con cólera. Se maldecía así mismo por haber permitido que Gisela mantuviera encerrada a Erika. Todo para tapar la vergüenza que causaba en la sociedad. Angustioso esperó la respuesta del doctor. Cuando este salió y lo vio ir en su dirección se quedó perplejo. Mientras tanto en el convento, Piedad se encontraba vestida de monja. Como la corrieron de la hacienda y no tenía donde ir, porque esa casa había sido su hogar desde siempre, ya que su madre y su padre, (padrastro) trabajaron muchos años en la mansión Intriago, y nunca había tenido la necesidad de salir de ahí. Ahora no tenía dónde vivir, por ello decidió quedarse en el convento para acercarse a Dios y lograr obtener el perdón que necesitaba. Las monjas la aceptaron ya que la mujer parecía tener la devoción. Por la mañana salió a dar un recorrido por las instalaciones. Llegaron donde se encontraban los niños abandonados. Sintió una presión en su pecho, todos esos niños habían sido abandonados por sus madres, o quizás robados y apartados de ellas como lo hizo con el hijo de Erika. Recorrió la mirada en busca del hijo de Erika, sin embargo, no lo encontró. Había niños menores de tres años, otros tenían meses de nacidos, pero recién nacidos no había. —¿Estos son todos? ¿No hay recién nacidos? —Si. Estos son todos—, respondió una monja. Frunciendo el ceño, Piedad se quedó pensando, ¿Acaso se equivocó de orfanato? ¡No era posible! Era el mismo lugar donde dejó al niño. ¿Cómo era posible que no hubiera ningún recién nacido si en la noche dejó al hijo de Erika? —Los recién nacidos llegan y se van. Ellos no duran más de un día aquí—. Informo otra monja —Por la noche nos encontramos en la puerta a un recién nacido. Después de dos horas, ya tenía padres. —Los recién nacidos son los más afortunados, cuando llegan ya están de camino a un hogar. Esa confesión causó una fuerte punzada en el pecho de Piedad. Enterarse que, el bebé de Erika ya había sido adoptado, derrumbó todas las esperanzas que tenía de encontrarlo. Perdida en sus pensamientos se quedó, preguntándose ¿Cómo iba a recuperar el hijo de su niña? Una solitaria lágrima salió de sus ojos, intentó limpiarla antes que las mujeres a su lado la notaran, pero sus compañeras ya la habían visto. —Es triste, pero te acostumbrarás. Piedad forzó una sonrisa, mientras trataba de limpiar el gajo de lágrimas que cayó de sus ojos. Las monjas creían que lloraba por los niños abandonados. Aunque por una parte si le dolía al pensar como las madres despiadadas abandonaban a sus hijos. Pero sus lágrimas, eran de culpa, de dolor por haberle arrebatado él hijo a Erika. Después de varios días, Gisela lloraba tras el patio de su casa y frente a una lápida. En esta se encontraba tallado el nombre de… “DESCANZA EN PAZ, ERIKA INTRIAGO” Las lágrimas sedantes y sus gritos de agonía le hacían maldecirse a sí misma. Por su arrogancia y prejuicio había perdido a su única hija. La muerte de Erika había desgarrado su alma por completo. Tras de haber perdido a Erika, también perdió su esposo, este la abandonó y le pidió el divorcio, luego de eso se marchó al extranjero. Gisela se quedó sola. Llorando en medio de esa enorme mansión. Pasaba sus noches en vela esperando que Erika regresara. Pero su amada hija nunca más volvió, salió en los brazos de su padre y no regresó. Aunque pidió perdón varias veces, el alma de Gisela no estaba conforme. Se encontraba lamentándose por todo lo que había hecho cuando el timbre de la puerta sonó. Ignoró los primeros timbrados. Quizás era esperanza de que fuera su hija la que le obligó a levantarse e ir a abrir la puerta. Sin fuerzas en sus piernas caminó hasta esta. Cuando abrió, se encontró con Piedad. Sintió alegría, pero no la demostró. En cuanto a Piedad, sintió pesar por su media hermana, la mujer parada frente de ella parecía una completa desconocida. Ya no era la Gisela que ella conoció, estaba totalmente acabada. Restándole importancia ingresó a la mansión. —¿Qué haces aquí? Preguntó con la voz apagada Gisela. —Quiero ver a Erika. Ya no le temía, sus miedos se habían ido. Los meses en el convento le había ayudado a perder el terror que sentía de Gisela. Esta última, se quedó parada como una estatua mirando hacia el lejano portón. Sonrió como una loca y de golpe cerró la puerta. Regresando la mirada a piedad, comunicó. —Erika se encuentra en el patio trasero. Aunque le parecía extraño que su exjefa no se opusiera a que viera a Erika, Piedad se dirigió al jardín. Al llegar recorrió la mirada, al no encontrar a su niña, soltó un suspiro y regresó la mirada a Gisela. —¿Dónde está? Quiero verla, deja de bromear. La manera en que Gisela la miró, le dejó pensante. Detenidamente la observó de arriba y abajo. Le extrañaba ver a Gisela despeinada, mal vestida, con unos harapos sucios. Y por el hedor que manaba de su cuerpo, deducía que no se había bañado desde algunos días. Gisela alzó la mano y apuntó el lugar donde se encontraba la tumba de Erika. Sus ojos volvieron a cristalizarse, aunque ya no le quedaban fuerzas para llorar, las lágrimas seguían brotando de sus ojos. —¡Ahí está! Con el ceño fruncido, Piedad miró en la dirección señalada, era el mismo lugar donde inventó una lápida para el bebé de Erika. Abrió sus ojos con asombro, cuando se fijó que había otra lápida. —¿Que significa esto? —Solo ve hasta ella—, aconsejó la mujer. Un frío recorrió el cuerpo de Piedad. La curiosidad por saber de quién era esa lápida la llevó hacia ese lugar. Con el paso acelerado y temerosa se acercó. Cuando leyó el nombre de Erika, sintió la sangre caer a sus pies, segundo después se repuso, acto seguido, sonrió con desagrado. —Inventaste una tumba para engañarme ¿verdad? Quieres que crea que Erika está muerta igual que le hiciste creer que su bebé había muerto. Que mente retorcida tienes al inventar tumbas se tu nieto e hija, Gisela. —¡Se murió!, ¡mi hija se murió desangrada! ¡No escuché cuando me dijiste!, ¡no hice caso a tu advertencia y eso la llevó a la muerte! —, el grito retumbó sobre los árboles del jardín. —¡Mientes! Ella no puede estar muerta. —Si no me crees, búscala. Piedad se dio la vuelta y empezó a llamarla. —¡Erika!, ¡Erika!, ¡mi niña!, estoy aquí, he vuelto por ti, cariño ¿Dónde estás? —. Le llamaba con ternura mientras subía hasta la habitación. Solo el eco de la voz se escuchaba. Al no obtener respuesta, Piedad ingresó a la habitación. Al abrir la puerta y ver la habitación vacía sintió un escalofrío. Gisela no había ordenado la habitación, todo seguía como la última vez que piedad, estuvo ahí. Al perder a su hija, Gisela quiso guardar los últimos recuerdos. Cada vez que una empleada intentaba limpiar, ella la sacaba a gritos, por tal razón, toda la servidumbre renunció. El olor que salía de la habitación era desagradable. Al no encontrar a Erika por ninguna parte, Piedad tragó grueso, se paró en la ventana, miró hacia el patio. Al ver a Gisela lloraron sobre la lápida de Erika, comprendió que no mentía, que era cierto, que su niña había muerto. Chiquito y arrugado se le hizo el corazón. Las lágrimas empezaron a rodar una tras otra. Se dejó caer mientras rodaba la mano sobre el frío vidrio de la ventana. —¡No es cierto! ¡Tiene que ser una broma! ¡Erika!, ¡mi niña!, ¡mi niña hermosa dime no estás muerta!, ¡dime que no es cierto, por favor!, ¡aparece y dime que todo es invento de esa bruja. Sollozaba tratando de asimilar la noticia, que hizo trizas su corazón. Minutos después, Gisela subió, se paró en la puerta y desde ahí contempló con tristeza a su media hermana. Sabía que, después de ella y su esposo, Piedad era la tercera persona que amaba a Erika. —Se nos fue—. Verbalizó con dolor —¡Yo no lo quería así! ¡yo solo quería evitar la vergüenza de que fuera señalada! ¡Yo solo quería que mi niña no criara a otro niño! Era muy chica para ser madre… Se lanzó sobre la sangre seca que había quedado de Erika. Piedad le regresó a ver con desprecio. Sus ojos se llenaron de reproches y las señaló como culpable. —¡Tú fuiste culpable! Nunca le llevaste a un control, le hiciste parir con una partera aprendiz. ¡No te victimices! —¡No! Yo no la maté—, se repetía así misma, mientras movía la cabeza de ambos lados —¡No! ¡yo no la maté! —. Gritó al tiempo que tapaba los oídos y metía su cabeza en medio de las rodillas. Piedad llamó a un centro de locos. El estado en que se encontraba Gisela le preocupó. A pesar de lo mala que fue con ella en el pasado, no podía dejarla así. Después de que los médicos se llevaran a Gisela, se quedó llorando amargamente en esas cuatro paredes. —Si me hubiera enfrentado a tu madre estarías viva. Si no hubiera llevado a tu hijo al orfanato no habría pasado esto. Si no te hubiera mentido estuvieras viva. Agarrando con fuerza tierra en sus puños, Piedad lloró y gritó con mucha fuerza frente a la tumba de su niña. Después de un largo rato salió de la mansión. Cerró las puertas de la inmensa casa. Desde la lejanía se detuvo y se giró a ver la enorme mansión. Por un momento recordó lo feliz que fue al vivir en ese lugar. Cuando llegó al convento se encerró en su habitación. Se arrodilló ante el Cristo crucificado y pidió perdón por la muerte ocasionada. Sentía que era su culpa que Erika hubiera muerto. Cinco largos años pasaron. En el manicomio, Gisela se preparaba para salir, había recuperado la cordura. Al salir, cerró sus ojos y sintió el fuerte viento acariciar su rostro. Se sintió desdichada al no ver a nadie esperando por ella. Diego, su esposo, se había marchado y no supo más de él. Piedad no la había visitado desde la última vez que estuvo en su casa. Su hija estaba muerta y nunca más la volvería a ver. Tras soltar un suspiro subió a un taxi y se encaminó hacia la mansión. Al entrar sintió un frío recorrer su cuerpo, pasó sus dedos por los muebles polvorientos. Entrecerró los ojos, centró la mente en el pasado y parecía escuchar la voz de su hija cuando era una niña, la imaginó corriendo por toda la sala.
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