—Beba un poco— dijo la misma voz—, le hará bien.
Obedeció, pues no tenía otra alternativa. Cuando el cálido cognac llegó a su garganta se le aclararon los ojos y mirando hacia arriba, vio que el inglés le sostenía la copa. Recordaba su nombre: Lord Hartcourt.
—Lo siento— musitó enrojeciendo de pena al comprender que la - había llevado en brazos al sofá.
—Está usted bien— replicó é—, imagino que la cansó el viaje. ¿Cuándo fue la última vez que comió?
—Hace mucho. No pude pagar los alimentos del tren y no quise bajarme en ninguna estación.
—Lo supuse— añadió Lord Hartcourt con voz seca. Separando la copa de los labios de Gardenia, abrió la puerta de la habitación y ella lo escuchó hablar con alguien afuera. Miró en torno suyo y supuso que aquella debía ser la sala de estar o la biblioteca que daba al vestíbulo.
Haciendo un esfuerzo se sentó llevándose instintivamente las manos a I despeinado cabello.
—No se mueva. He ordenado algo de comer.
—No puedo quedarme aquí— respondió Gardenia con voz débil. Debo encontrar a mi tía y explicarle el motivo de mi llegada.
—¿Es realmente sobrina de la Duquesa?— preguntó Lord Hartcourt.
—Sí, aunque su amigo no me crea. ¿Por qué se comportó de una manera tan extraña? Supongo que estuvo bromeando.
—Creo que sí. Estas cosas suceden con mucha frecuencia en las fiestas
—Sí, por supuesto— continuó Gardenia, recordando que había asistido a pocas fiestas y a ninguna en que los caballeros se emborracharan y las damas tuvieran que ser subidas a cuestas.
—¿Le hizo saber a su tía que vendría?— preguntó Lord Hartcourt.
—Me fue imposible. Verá…— se arrepintió de lo que iba a decir y añadió—, tuve razones para venir de inmediato. No hubo tiempo de avisarle.
—Me atrevo a decirle que se sorprenderá al verla— repuso Lord Hartcourt en voz baja, a lo que Gardenia respondió enojada:
— ¡Estoy segura de que tía Lily se alegrará de verme!
Parecía que Lord Hartcourt iba a decir algo importante, cuando se abrió la puerta y entró un lacayo con una bandeja de plata que contenía diferentes platillos. Había trufas en áspic, verduras decoradas con puntas de espárragos y pate de fois gras, langosta con mayonesa dorada y muchas otras delicadezas de aspecto delicioso que Gardenia no conocía. El lacayo depositó la bandeja en una pequeña mesa al lado de ella.
—¡Pero, jamás podría terminarme todo esto!
—Coma lo que pueda— le aconsejó Lord Hartcourt se sentirá mejor después.
Al hablar, Lord Hartcourt se dirigió a un extremo de la habitación y, situándose junto a un escritorio, jugueteó con los numerosos objetos de arte que allí se veían.
Gardenia no podía decir si él trataba de comportarse con discreción al permitirle comer sin observarla o si, por el contrario, ver comer a alguien a esas horas de la noche le provocaba náuseas. De todos modos, se sentía tan hambrienta que enderezándose comenzó a comer. Primero, probó la langosta; después, una de las verduras. Pero no pudo terminar ninguna: era demasiada comida. Sin embargo, tal como anticipó Lord Hartcourt, después de unos cuantos bocados se sintió mejor. Le alegró ver un vaso de agua en la bandeja. Lo bebió y, colocando el cuchillo y el tenedor sobre el plato, volvió la cabeza con un gesto de desafío y miró al hombre parado tras ella.
—Me siento mucho mejor— dijo—, gracias por ordenar la comida.
Lord Hartcourt se acercó deteniéndose a su lado.
—Me pregunto si permite que le dé un consejo…— no era lo que Gardenia esperaba oír, por lo que alzó los ojos pensativos y preguntó:
—¿Qué clase de consejo?
—Que se vaya y regrese mañana— al observar su sorpresa, Lord Hartcourt añadió—¸ su tía está ocupada. Tiene aquí a muchos invitados y éste no es el momento de recibir a ninguno de sus parientes, por más bienvenidos que sean.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no? Puede irse a algún hotel respetable o tal vez no le parezca conveniente. Puedo llevarla a un convento que conozco, muy cerca de aquí. Las monjas son muy hospitalarias con las personas en apuros.
Gardenia se puso tensa.
—No dudo que sus intenciones sean buenas Lord Hartcourt, pero he viajado desde París para ver a mi tía y estoy segura que cuando sepa que estoy aquí, se alegrará.
Cuando terminó de hablar, le asaltó la idea dé que quizá no sería tan bien recibida como esperaba. Se había repetido mil veces en el tren que tía Lily se alegraría de verla. Ahora lo dudaba, pero no permitiría que Lord Hartcourt adivinara sus pensamientos. Y además, ¿cómo podría decirle a un extraño que no tenía dinero? Su bolso estaba vacío, con excepción de dos o tres francos que le sobraban del dinero inglés que cambió en Calais.
—Me quedaré aquí— dijo con firmeza—, ya me siento mejor; quizá pueda subirá buscar a mi tía. Temo que el mayordomo, o quien haya sido, no le dio mi mensaje.
—Le repito que sería un error— recalcó Lord Hartcourt.
—¿Es usted un buen amigo de mi tía?
—Temo que no gozo de ese privilegio, pero por supuesto que la conozco, como todo París. Es muy…— buscando la palabra adecuada—, hospitalaria.
—Entonces, debo esperar que extenderá su hospitalidad a su única sobrina— levantándose del sofá, Gardenia recogió su sombrero del suelo—, le agradezco su bondad al traerme aquí y pedir que me trajeran comida. Le pediré a mi tía, mañana, que se lo agradezca también— musitó y como Lord Hartcourt no le respondió, le extendió la mano. Un instante después agregó—, creo que antes de desmayarme, usted quería marcharse. Por favor, Lord Hartcourt no permita que lo entretenga.
El, tomándola de la mano, dijo de pronto con voz desprovista de emoción:
—¿Me permite decirle a los sirvientes que la lleven arriba y le enseñen su habitación? Por la mañana, cuando despierte su tía, le alegrará más verla que en este momento.
—Creo que asume demasiadas responsabilidades— dijo ella con frialdad—, lejos de subir por la parte de atrás como usted parece sugerir, abrigo la intención de ver a mi tía de inmediato.
—Muy bien— replicó Lord Hartcourt—, en ese caso, le deseo que pase buena noche. Pero, reflexione antes de cometer una tontería; si algún invitado la ve con esa ropa, se llevará la misma impresión que mi amigo, el Conde André de Grenelle.
Al decir aquello, se dirigió hacia la puerta y la cerró tras él.
Gardenia se quedó mirándolo. Después, pensó en sus palabras y se sintió lastimada. Se tocó las mejillas ardientes. ¿Cómo se atrevió él a burlarse de ella? ¿Cómo se atrevió a despreciar su ropa y a criticar su apariencia? Sintió que odiaba a aquel engreído aristócrata, a aquel inglés de fríos modales que retorcía la boca con cinismo. ¡Qué impertinencia sugerir que no sería bien recibida en casa de su tía, o que no valía lo suficiente para sus elegantes amigos, aquellos que escandalizaban en la planta alta!
Luego, tan súbitamente como surgió, se enojo desapareció. ¡Por supuesto, él tenía razón! Fue la forma de decirlo lo que le molestó. Había sido un choque de voluntades: Lord Hartcourt estaba decidido a impedir que viera a su tía esa noche y ella empeñada en lo contrario. Ganó él, al atacarla como mujer, en su punto más vulnerable, su aspecto personal.
Volvió a experimentar el mismo terror que sintió cuando los brazos
del Conde la rodearon y buscó su boca. ¿Cómo pudo imaginarse él que ella fuera una simple actriz de un teatro de variedades que venía a divertir a los invitados? ¿Y qué había dicho acerca de que se metiera dentro de un baúl?
Se tapó los oídos como si tratara de olvidar su voz. Deseó también poder olvidar la expresión de sus ojos. Y sin embargo, si no iba con su tía, ¿qué podía hacer? ¡Aunque Lord Hartcóurt tenía razón! Si entraba en el salón de baile, vestida con ropa de viaje, llamaría la atención, se convertiría en objeto de curiosidad y de la especulación de todos.
Se había mostrado desafiante con Lord Hartcóurt porque resintió su actitud, pero ahora que se había marchado, supo que no tendría valor para hacer lo que se proponía.
—Una cosa es cierta— se dijo con sensatez--, no puedo permanecer en esta habitación toda la noche.
Pensó dirigirse al vestíbulo y preguntar por el mayordomo, pero recordó que lo inadecuado de su traje había ya provocado su desprecio.
—Si tuviera dinero— pensó desesperada—, podría darle una propina. Con eso al menos me respetaría.
Pero sabía que los pocos francos que le quedaban, significarían muy poco para el mayordomo o para el resto de los estirados y arrogantes lacayos de pelucas empolvadas.
Se dirigió hacia la repisa de la chimenea y tiró del cordón de la campanilla, que era una hermosa pieza de tapicería que colgaba de la cornisa. No pudo evitar pensar que, con sólo lo que costaba aquel cordón, podría comprarse un vestido. Por unos minutos, nadie respondió a su llamado. Iba a llamar de nuevo, cuando se abrió la puerta.
Entró un lacayo. Por un momento, Gardenia titubeó y después dijo, en un francés excelente:
—¿Podría pedirle al ama de llaves que me ayude? No me siento en condiciones de participar en la fiesta de milady y quisiera que me prepararan una habitación arriba.
El lacayo hizo una reverencia.
—Veré si puedo encontrar al ama de llaves, mademoiselle.
Fue una larga espera. Más tarde, Gardenia se preguntó si el ama de llaves no estaría dormida y se había visto obligada a levantarse y vestirse de nuevo. Por fin apareció una mujer desaliñada, de pecho enorme y pelo gris algo desarreglado, muy distinta del ama de llaves inglesa, que dé alguna forma Gardenia esperó encontrar.
—Bonjour, mademoiselle. Tengo entendido que es usted sobrina de múdame —replicó el ama de llaves.
—Está en lo correcto— replicó Gardenia—, pero temo haber llegado en un momento un poco inoportuno. Por supuesto, tengo muchos deseos de ver a mi tía, pero como me encuentro indispuesta y cansada después de un viaje tan largo, creo que será mejor esperar hasta mañana, cuando ella esté menos ocupada.
—Será más prudente— añadió el ama de llaves—, si viene conmigo mademoiselle, le mostraré su habitación. Ya le pedí al lacayo que llevara su equipaje.
—Muchas gracias— añadió Gardenia.
El ama de llaves se volvió hacia la puerta y la abrió. A Gardenia le pareció que un torbellino penetraba en la habitación. Se escuchaban fuertes voces, hombres que gritaban, el quejido de una mujer y un golpe como de un objeto pesado seguido por una explosión de risa. Gardenia no podía imaginar qué sucedía afuera, en el vestíbulo.
El ama de llaves cerró la puerta.
—Creo, mademoiselle, que será mejor que se digne venir por la parte trasera. Hay una puerta en esta habitación que conduce a la escalera de atrás.
—Sí, me parece más sensato— afirmó Gardenia. No le hubiera gustado que Lord Hartcourt la juzgara cobarde, pero todos los nervios de su cuerpo se tensaron al pensar en enfrentarse a aquel ruido y alboroto, a sentir de cerca el impacto de aquella penetrante, insistente risa.
El ama de llaves atravesó la habitación. Debió tocar un botón secreto, ya que una parte del librero se abrió y apareció una puerta que conducía a un largo y estrecho pasillo. Sin hacer comentario alguno, hizo que Gardenia la siguiera a través de la abertura y empujó suavemente el librero. Después, la condujo por el pasillo hacia arriba, por una angosta y oscura escalera. Llegaron al primer piso, pero ella siguió subiendo hasta detenerse en el segundo. Pareció disponerse a abrir una puerta, pero titubeó. Luego, después de fingir escuchar por unos segundos, dijo:
—Creo que será mejor una habitación en el piso que sigue, mademoiselle.
Volvieron a subir y esta vez el ama de llaves abrió la puerta al final dé la escalera que conducía a un pasillo alfombrado y muy iluminado. Desviándose, llegaron a la escalera principal. Gardenia, mirando a través de los barandales, distinguió a un gran número de hombres y mujeres que inundaban los pisos de abajo. El ruido de sus voces era ensordecedor y a duras penas podía escuchar los violines entre el bullicio de sus risas.
Había algo aterrador en aquellas carcajadas. Parecían sin control, como si los que se reían hubieran bebido demasiado. Al instante, Gardenia apartó sus pensamientos de la mente. Era desagradable y desleal, se dijo, había que tener en cuenta que se trataba de franceses, y los latinos no eran tan reservados como los ingleses en circunstancias similares. En aquel
momento, tuvo que salir casi corriendo desde los barandales para seguir al ama de llaves, quien había abierto la puerta de una habitación pequeña.
—Estoy segura, mademoiselle, que mañana milady ordenará que se le prepare una habitación mejor y más grande— dijo el ama de llaves—, por esta noche, es lo mejor que podemos hacer. Cometí un error al indicar a los hombres que llevaran su baúl a otra habitación. Los buscaré y mandaré traerlo aquí de inmediato. ¿Desea algo más?
—No, gracias. Le agradezco las molestias que se tomó.
—No es ninguna molestia, mademoiselle. Le pediré a la doncella personal de milady que le avise cuando ella despierte. Milady no deseará que se le moleste, por lo menos antes del mediodía.
—Entiendo. Es normal, después de una fiesta— musitó Gardenia.
El ama de llaves encogió los hombros.
—Aquí siempre hay fiestas— dijo y salió de la habitación.
Gardenia se sentó sobre la cama. Sus rodillas estaban tan débiles que apenas podía sostenerse. “Aquí siempre hay fiestas” ¿Qué significaría eso? ¿Se esperaría que ella viviera con tanta presión, que se uniera a aquellas locas multitudes, cuyas risas parecían aumentar, en vez de disminuir, aunque pasaban de las dos de la mañana? ¿Cometería un error al venir? Sintió como si una mano helada le oprimiera el corazón. Pero, ¿qué otra cosa pudo hacer? ¿Adónde más podía ir?
Repentinamente, tocaron a la puerta.
—¿Quién está ahí?— no comprendía por qué se sentía tan asustada.
- Era sólo que, por un momento, la estremeció oír aquellas risas abajo y se puso de pie vacilante, la voz temblorosa, el corazón saltándole en medio del pecho.
—Su equipaje, mademoiselle.
—¡Oh, sí! Por supuesto— olvido que su baúl había sido enviado a otra habitación. Abrió la puerta. Dos lacayos transportaban el maltrecho baúl y lo colocaron junto a la cama. Después de desatar las gastadas correas, haciendo una reverencia, salieron de la habitación.
—Buenas noches, mademoiselle.
—Buenas noches y gracias.
Al cerrarse la puerta, Gardenia se levantó de la cama atravesando la habitación, giró la manija y cerró con llave. Era la primera vez en su vida que hacía-algo parecido, pero se encerró por dentro y pasó cuanto cerrojo encontró. Por alguna razón, sólo así se sintió segura. Al apretar la llave en sus manos temblorosas, se sintió a salvo de las risas y el ruido de abajo. No podrían absorberla, ¡Ni acercársele!
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