CAPÍTULO I-1
CAPÍTULO I
—¿Es ésta la casa?— preguntó Gardenia en francés algo nerviosa, mientras el viejo fiacre (1) disminuía la velocidad al llegar frente al portal de una enorme mansión, situada a la orilla del camino que corría paralelo a los Campos Elíseos.
—Sí, madeimoselle— respondió el cochero—, este es el lugar; sería difícil equivocarse— al hablar, detuvo el caballo y luego dio una violenta palmada al otro lado del carruaje.
Gardenia sintió un escalofrío. Le aterraban tanto los modales insolentes del hombre, como el hecho de que la casa fuera una llamarada de luces y se estuviera celebrando una fiesta.
Era muy difícil acercarse a la puerta principal. Lo impedían los relucientes automóviles estacionados en el camino de grava y las elegantes berlinas cuyos caballos llevaban frenos de plata. A su cuidado, se encontraba todo un ejército de choferes de elegantes polainas, uniformes cruzados y anteojos colocados sobre la parte alta de las gorras; cocheros- que llevaban escarapela y capas sobre los abrigos de viaje; pajes con uniforme color vino que para los inexpertos ojos de Gardenia resultaban extravagantes.
El cochero descendió por la parte delantera de su anticuado vehículo, sin esforzarse mucho en enganchar las riendas ya que su caballo, cuyos huesos asomaban bajo la piel, estaba demasiado cansado para moverse.
—Este es el lugar que me indicó, madeimoselle— dijo—, a no ser por supuesto, que haya cambiado de idea.
De nuevo un destello en sus ojos y algo en el tono de su voz hicieron que Gardenia se pusiera instintivamente rígida.
—No, creo que me trajo a la dirección correcta— replicó cortante—. por favor, dígame cuánto le debo.
El cochero le pidió una cantidad que le pareció exorbitante. Titubeó, pero era vergonzoso discutir delante de tanta gente. Muchos de los choferes y cocheros la miraban curiosos, sin el menor disimulo. Le alegró ver que llevaba suficiente dinero en da bolsa y aunque le llevó casi todo lo que poseía, entregó una pequeña propina como un gesto de cortesía, aunque no creyó que el hombre se la mereciera.
—¿Puede traer mi equipaje, por favor?— dijo con voz tranquila y educada, logrando que el hombre obedeciera sin añadir más comentarios y, Gardenia caminó delante de él por los anchos escalones de piedra. Por la puerta principal que estaba entrecerrada, podía escucharse ahora la alegre y exquisita música de los violines, la que se ahogaba, sin embargo, entre el ruido de las voces chillonas y las risas groseras y desbordadas.
Pero había poco tiempo para observar detalles. La puerta era abierta y cerrada por un reluciente lacayo vestido con la misma librea color vino que los pajes, el abrigo adornado con innumerables botones y bandas de cordones dorados. Llevaba en la cabeza una peluca empolvada, pantalones hasta la rodilla y guantes blancos que parecían quedarle grandes. Estaba parado, atento y rígido, el mentón hacia arriba y ojos que miraban sobre la cabeza de Gardenia quien descubrió que su voz temblaba inesperadamente al decir:
—Deseo ver a la Duquesa de Mabillon.
El lacayo no respondió. Otro individuo más reluciente aún que portaba un bastón de mando, propio de un mayordomo o un sirviente de mayor categoría, se aproximó.
—¿Milady la espera, mademoiselle— preguntó con un tono que demostraba a las claras sus dudas al respecto.
—Me temo que no— repuso—, pero si le menciona a milady mi nombre, sé que me recibirá.
—Milady está ocupada esta tarde— añadió el mayordomo con altivez—, si desea regresar mañana…— dejó de hablar y volvió la vista escandalizada hacia el cochero que subía con dificultad los escalones portando un gastado baúl de cuero sobre la espalda. Observó cómo el hombre lo fajaba, lo estrellaba contra el piso de mármol dando luego un paso hacia adelante.
—¡Imbécil! —le espetó en un patois que a Gardenia le costaba trá- bajo comprender—. ¿Te imaginas que puedes traer esa basura aquí? ¡Sácala de inmediato! ¡Llévatela!
—Hice lo que me ordenó— replicó el cochero de mal humor—. “Sube el-equipaje”, dice la dama y es lo que hice.
—¡Entonces, vuélvelo a sacar!— ordenó el mayordomo lleno de furia—. Obstruye la entrada, interrumpe el paso de los invitados. ¿Crees que toleraremos a gentuza como tú?
El cochero lanzó un juramento que retumbó por todo el vestíbulo.
Gardenia dio un paso hacia adelante.
—El hombre obedeció mis instrucciones— dijo—, no le hable de ese modo. Tenga la bondad de anunciarme de inmediato a mi tía.
Hubo un momento de estupor.
—¿Su tía, mademoiselle?— la voz del mayordomo ahora era más baja; hablaba con incredulidad mezclada con cierto respeto.
—Soy la sobrina de milady. ¿Le informará por favor que he llegado y despedirá al coche? Ya no lo necesito.
El cochero no se hizo repetir la orden.
—A votre service, mademoiselle— replicó llevándose la mano al deshecho sombrero y, con una mueca se marchó arrastrando los pies hacia su coche.
El mayordomo titubeó.
—Múdame tiene una fiesta, como puede ver, madeimoselle.
—Como puedo ver y escuchar, pero estoy segura de que cuando le explique por qué estoy aquí, milady comprenderá.
El mayordomo se dirigió hacia la ancha escalera recubierta por gruesa alfombra que conducía al primer piso, de donde provenía la música. Algunos invitados vestidos con traje de etiqueta, descendían por la escalera hacia un enorme salón al final del vestíbulo lleno de mesas cubiertas con manteles blancos y servicio de plata.
Gardenia se sintió turbada al quedarse sola en el vestíbulo. El mayordomo no le había sugerido otro sitio para esperar ni le ofreció una silla. El vestíbulo estaba ahora desierto, con la única excepción del rígido lacayo parado en la puerta, que se encontraba parcialmente abierta. Pudo parecer valiente al lidiar con la pelea que estuvo a punto de estallar entre el mayordomo y el cochero, pero el esfuerzo hizo latir alterado su corazón y se le secaron los labios.
«¿Por qué» se preguntó? No había enviado una carta a su tía antes de llegar. ¿O mandó un telegrama? Sabía la respuesta: no podía permitirse esperar y no tenía dinero para un telegrama.
No había comido desde que salió de Dover una mañana muy temprano, por lo que la música y el ruido la hacían sentirse mareada. Temerosa de ser mal recibida en aquella extraña y aterradora casa, se sentó en la orilla del baúl, reparando de pronto en el gastado cuero y en las esquinas maltratadas. Ella misma después de viajar todo el día, necesitaba con urgencia un buen baño. Hizo lo que pudo para lavarse en el tren, pero los servicios sanitarios eran muy deficientes y no quiso esperar en la estación por temor de perder su baúl cuando lo descargaban del camión del equipaje.
Escogió el fiacre más corriente y maltratado que encontró, pensando que sería más barato que un carruaje de alquiler bien equipado.
Arriba se escuchaban súbitas risotadas y Gardenia interrumpió sus pensamientos para mirar asombrada a una mujer que, elegantemente vestida, el desnudo cuello cubierto de diamantes, bajaba a toda prisa levantándose la falda de encajes por encima de los tobillos. La seguían tres hombres jóvenes de almidonadas camisas blancas y altos cuellos que llevaban los faldones de sus trajes de etiqueta oscilando tras ellos, mientras la perseguían. La alcanzaron al pie de la escalera en medio del alboroto de ásperas risas y fuertes protestas casi histéricas.
Era difícil comprender lo que decían, pero Gardenia pescó al vuelo la palabra “escoger”, mencionada varias veces por los caballeros, seguida de una respuesta que los hizo reír aún más. Finalmente, tomando a la dama en brazos, la subieron de nuevo.
Gardenia los miró incrédula. No estaba habituada a las costumbres del mundo elegante. El hecho de que un caballero llevara a la dama por los pies y otros dos la sostuvieran por los hombros, le parecía atrevido y hasta escandaloso. Estaba tan atenta a lo que sucedía en la escalera, que la sorprendió oír la voz de un hombre que decía:
—¡Mon Dieu ¿Quién es esta preciosidad que Lily nos ha traído?
Levantando la vista, vio a dos hombres que la observaban. El que habló era obviamente francés; moreno, joven, bien parecido, y sus ojos parecían fijarse en cada detalle de su arrugado vestido n***o de algodón y en el sencillo sombrero también n***o volteado hacia arriba, bajo el cual su pelo debido a los azares del viaje, escapaba en pequeños rizos.
—¡Pero si es encantadora!— dijo el francés, hablando en inglés.
Gardenia, sintiendo que el color subía a sus mejillas miró al otro hombre, quien decidió, era sin duda inglés. También era apuesto, pero había una profunda reserva en su severo casi cínico rostro que la hizo estar segura de que se trataba de un compatriota. Curiosamente algo en esos ojos la hizo bajar los suyos. Le pareció que eran despreciativos o, ¿se equivocaría?
—Debe ser una nueva diversión— dijo el francés dirigiéndose al otro caballero—, no podemos irnos todavía Lord Hartcourt. Esto será divertido.
—Lo dudo— musitó el joven inglés en voz baja y casi lenta—, y de cualquier modo mi querido Conde. La fiesta ya ha durado demasiado.
—No, no, se equivoca— replicó el Conde. Para sorpresa de Gardenia, tomó una mano de ella entre las suyas.
—Vous etes charmante— dijo—. Quel role jouez-vous?
—Temo, señor, que no comprendo.
—Veo que es usted inglesa— interrumpió Lord Hartcourt—, mi amigo está ansioso por saber cuál es su actuación. El viejo baúl en el que está sentada, ¿contiene juegos de magia o toca algún instrumento?
Gardenia abrió los labios para hablar, pero antes de poder decir nada el francés la interrumpió.
—¡No, no! ¡No diga nada! Déjeme adivinar. Trata de parecer una jeune filie salida de un convento; se mete al baúl vestida como está y cuando sale, ¡pouff!— besó sus propios dedos en el aire—, lleva poco, muy poco puesto y lo que lleva es oro brillante, ¿estoy en lo cierto?
Gardenia retiró la mano y se puso de pie.
—Debo ser muy tonta— replicó—, pero no imagino de qué habla. Estoy esperando que le lleven un mensaje a mi tía diciéndole que acabo de llegar inesperadamente —contuvo la respiración en la última palabra y lanzó una mirada implorante no al Conde, sino a Lord Hartcourt.
El Conde echó la cabeza hacia atrás y se río.
—¡Maravilloso! ¡Magnífico!— dijo—, usted será la comidilla de París Vaya, la visitaré mañana. ¿En qué otro lugar actúa? ¿En el Mayol? ¿O en el Moulin Rouge? Donde quiera que sea, es usted la chica más linda que he visto en mucho tiempo y quiero ser el primero en darle la bienvenida a esta casa.
Puso la mano bajo la barbilla de Gardenia y ella notó horrorizada, que estaba a punto de besarla. Alejando el cabeza justo a tiempo, lo empujó con las dos manos y luchó para librarse de él.
—¡No, no!— exclamó—, está usted equivocado. No comprende.
—¡Es encantadora!— agregó de nuevo el francés. Indefensa, Gardenia se dio cuenta de que los brazos de él la rodeaban estrechándola cada vez más.
—¡No, no! ¡Por favor, escúcheme!— lo golpeó en vano y se percató por el aliento sobre su mejilla, que estaba borracho y que al oponerse lo exacerbaba aún. más.
—¡Por favor! ¡Por favor— gritó.
De pronto, una calmada voz inglesa dijo:
—Espere un momento Conde. Creo que está cometiendo un error —para su sorpresa, Gardenia se liberó cuando Lord Hartcourt se interpuso entre ella y el francés.
—Hágalo entender— :musitó temblorosa.
Luego horrorizada, sintió que las palabras se apagaban en sus labios y el vestíbulo le daba vueltas. Comprendió que iba a desmayarse. Trató de buscar apoyo, sintió el brazo de un hombre a su alrededor, pero esta vez le proporcionó una instintiva seguridad al deslizarse en una oscuridad que parecía surgir del suelo y que la rodeaba por completo
Al despertar, se encontró recostada en el sofá de una habitación desconocida. Estaba sin el sombrero puesto y su cabeza descansaba sobre un montón de cojines de satén. Alguien acercó una copa a sus labios.
—Beba esto— le ordenó una voz.
Tomó un sorbo y se estremeció.
—No tomo alcohol— trató de decir, pero sintió más cerca la presión del cristal.