Escuché las palabras de Benedict desde afuera, y un escalofrío recorrió mi espalda al darme cuenta de lo que había pronunciado. Sus palabras resonaban en mi cabeza como un eco incesante, imposible de ignorar. No podía creer lo que estaba oyendo.
Retrocedí unos pasos, apenas consciente de mi entorno, cuando, de repente, choqué contra algo o alguien. El estruendo de una bandeja metálica cayendo al suelo me sacó del trance. Me giré y allí estaba una enfermera, con los ojos abiertos de sorpresa y una expresión de incredulidad en su rostro.
—¡Lo siento! —exclamé, inclinándome rápidamente para ayudarla a recoger los instrumentos que se habían esparcido por el suelo brillante y pulido.
—No se preocupe, señorita —me respondió con una sonrisa amable, su voz suave como la seda—. Yo me encargo.
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