POV Roberta Quinn
Arrastro mi maleta en medio de jadeos que me trago debido a lo pesada que está. El aeropuerto está hecho un caos, y llevar una maleta de casi treinta kilos gracias a mi calculado sistema de ordenar meticulosamente cada prenda, junto a cada artículo, zapatos, bolsos, gorros, guantes y sí, mi consolador, es un arduo trabajo, pero efectivo.
Me niego a pagar por otra maleta, prefiero pagar algo extra por el peso y ya. Y no es que sea tacaña, joder. Es que soy pobre, carajo.
Para millonaria, mi hermana. Ella es la que tiene quien le arrastre las maletas gracias a que se casó con un multimillonario y se ha ahorrado todo este desmadre de viajar en clase turista en pleno mes de diciembre.
«Bueno, yo también me hubiera ahorrado esto si hubiera aceptado el boleto en primera clase que me obsequió y que por orgullosa rechacé».
Y no es que lo haya rechazado porque odie a su esposo. Al contrario, amo demasiado a Jack porque ama a mi hermana con locura. La hace feliz, la consciente y lo mejor de todo, es que la sacó del campo para darle una vida mejor.
«Bueno, tampoco es que somos del campo, pero hay mucha diferencia de nuestro pueblo a Nueva York».
Jack es el mejor cuñado que he tenido. A pesar de ser un respingado, es sumamente agradable, gracioso y soporta a mi hermana a pesar de ser una amargada.
Bastó llegar a la cafetería del pueblo por un chocolate caliente dos navidades atrás, para que cayera rendido a los pies de mi hermana.
Y mi linda y amargada Rachel no se la puso fácil, claro. Haciendo honor a su personalidad, mi simpática hermana lo hizo sufrir por meses.
¿Y tanto para qué? Pues para que al final terminara ella rendida a su encanto, comprometiéndose meses después, casándose un año atrás para estas fechas y teniéndome a mí en esta odisea navideña.
¿Acaso no podían celebrar las fiestas en su mansión en Nueva York?
¿Qué necesidad de mover a una familia entera a Vancouver, dónde estarán en otra mansión?
Jamás entenderé a los millonarios y sus cosas. Por suerte, mi Rachel, sí que los supo entender y encajó rápidamente.
Ella es la esposa perfecta. La nuera perfecta. La futura madre perfecta. Toda la familia de Jack la ama, ¿y yo?
«Pues yo soy la hermana graciosa».
Sonrío al pensar en esas palabras. Así me describían en la escuela. A diferencia de mí, Rach heredó la belleza sutil y delicada de nuestra madre. Piel hermosa, ojos claros, cabello castaño con destellos dorados y un cuerpo demasiado perfecto como para ser natural.
Yo heredé todo lo irlandés existente en este mundo gracias a nuestro padre. Pelirroja, el rostro lleno de pecas, piel demasiado pálida y una tendencia muy cuestionable a las prendas de cuadros y colores otoñales. Ah, y lo que me negaron en curvas, lo compensaron con mi abundante cabello.
De las dos, yo siempre fui la “rara”, la “graciosa”, la “buena onda”. Pero jamás la sexi, llamativa y picarona como Rachel.
Y no me quejo, amo todo lo que tengo, mi personalidad, gustos y proposiciones. Pero no puedo negar que un día quisiera ser vista como la mujer más sensual del mundo.
Me vuelvo a reír por semejante tontería, porque hasta tosca soy para ser sensual. No se me da, no me sale y, cuando lo intenté una vez, yo misma me ridiculicé.
Desde ese día, jamás he vuelto a hacer un baile erótico. Aún tengo la cicatriz en la cabeza por andar de calenturienta.
Continúo arrastrando mi maleta como si fuese la cruz del Señor y de repente soy llevada por el medio como si nada.
Mi maleta cae al suelo porque la he soltado y, para colmo, se le ha roto la maldita cosa que me permite arrastrarla.
—¡Idiota! —Le grito al tipo sin importarme un carajo que todos me estén mirando—. ¡Me has roto la maleta, imbécil!
No se detiene, él sigue su camino sin mirar atrás y ahora yo estoy en medio del abarrotado aeropuerto con una maleta que pesa más de lo que debería gracias a mi sistema ahorrador.
«Carajo».
—Sí, definitivamente, este viaje será muy especial —murmuro y me acerco a mi maleta—. A ver maleta, vas a tener que soportar, ser arrastrada en todo el viaje, porque no pienso cargarte, ¿ok?
Tres minutos después, aquí ando, cargando esta maleta con todas mis fuerzas hasta el chequeo.
Lo hago con rabia, con estrés, con ganas de encontrar al imbécil que me llevó por el medio como si fuese un estorbo en su camino. Juro que, si me lo topo en el camino, lo voy a matar. Lo mataré.
Luego de todo el protocolo que pasé para poder abordar el avión, fin estoy en mi asiento dispuesta a dormirme. Son seis horas de vuelo, no quiero ver una película ni mucho menos leer un libro. Solo quiero aprovechar de dormir porque anoche me desvelé trabajando y lo menos que quiero es oír los reclamos de mi madre junto a los de Rachel por mis ojeras.
Ya puedo imaginarlas llamándome la atención porque me desvelo, pero lo que no entienden es que, si no lo hago, no gano. Y si no gano, no tengo dinero para cubrir mis gastos.
Podría hacer uso del dinero que Rachel me deposita a mi cuenta cada mes desde que es millonaria, como toda hermana mayor que me cuida. Podría hacer uso del que mis padres me dirigen para los gastos de la universidad y demás, pero simplemente no puedo.
No me siento cómoda haciéndolo y me considero lo bastante capaz de trabajar y generar ingresos con lo que hago cada noche frente a mi computadora, que tener que gastarme el dinero de mi lindo cuñado o el de mis padres.
Soy un adulto independiente con gustos bien raros que solo yo debo costearme. De día estudio para finalizar mi carrera, de noche trabajo para mis gustos de mujer adulta.
No le rindo cuentas a nadie. No debo pedir permiso, no debo dar explicaciones. Y todo eso se iría al carajo si yo toco el mínimo centavo de ese dinero.
—Podría haberme pagado un asiento en primera clase, en vez de estar aquí luchando por acomodarme —murmuro con molestia, removiéndome como lombriz bañada en sal—. O mejor aún, pude haber aceptado el boleto de Rach, carajo…
Resoplo, esto es imposible.
Bajo la cabeza y me inclino para soltarme el cinturón y así poder ir al baño, cuando de la nada recibo un golpetazo que me sacude tanto, al punto de reiniciarme el software.
—¡Mierda!
—¡Lo siento, señorita! —exclama una mujer, pero yo sigo siendo sometida por el asiento erótico que se empecina con dejarme con la cabeza gacha—. ¡Lo lamento! ¡Ya casi, ya casi!
—¡Pero qué carajos!
—¡Listo! —dice desesperada y con alivio—. Ha sido mi hijo, cuando lo siento. Por favor, discúlpame, yo no…
—¡¿Y qué edad tiene su hijo?! ¿Acaso no sabe que tiene personas sentadas detrás? —Pregunto molesta, sobándome la cabeza, pero cuando la levanto al fin para enfrentar al mocoso, un pequeño angelito de ojos azules me mira con ganas de llorar por lo que hizo—. ¿Sabes qué?, olvídalo —le digo, tragándome el reclamo, porque, al final, es solo un niño. Incluso le otorgo una leve sonrisa—. No ha pasado nada.
—¿Pero estás bien?
Veo la preocupación en su cara y termino asintiendo solo ahora llevar la fiesta en paz.
—Tranquila —murmuro para cerrar el tema—. Solo ha sido un accidente y los niños suelen ser muy intranquilos en espacios cerrados. Iré al baño, no ha pasado nada.
Avanzo bajo la atenta mirada burlesca de muchos, pero me hago la digna. Una digna que sigue acariciándose la cabeza.
Cuando entro al pequeño lugar, lo primero que hago es mirarme en el espejo en busca de alguna herida. Para mi suerte, no hay nada más que un tumulto que palpita a la par con mi corazón.
Resoplo, pienso en que solo es un mal momento. Que lo sucedido con mi maleta y esto, no son una cadena de desafortunados eventos que se están enlazando para el anuncio de una Navidad desastrosa.
«Nada que ver, todo irá bien».
Lavo mis manos y, gracias al sonido del agua, me dan ganas de hacer pis. Así que cubro toda la tapa con papel higiénico, bajo mi pantalón junto con mis pantis y me siento para dejar salir todo el líquido dentro de mí y así liberar mi vejiga.
—Dios, qué placer… —ronroneo satisfecha. Pero la satisfacción no dura ni dos segundos—. ¡Pero qué carajos! —grito alarmada cuando la puerta es abierta de golpe y con el mismo golpe es cerrada—. ¡¿Es que acaso no sabes tocar, imbécil?!
—¡No tenía seguro, señora!
«¡¿Señora?! ¡Pero si apenas tengo veinticuatro años!».
—¡Igual se toca, idiota! —replico y rápidamente me levanto para cubrirme—. Mierda.
Quito todo el papel de la tapa, bajo el inodoro y con la misma rapidez me lavo las manos. Y cuando abro la puerta, me topo con un adolescente muy sonriente frente a mí, esperando entrar con cero ganas de disculparse por su falta de educación.
—Aprende a tocar, niño —espeto y sigo, pero me detengo para enfrentarlo justo antes de entrar al baño—. Y no soy señora, soy señorita.
—Ah, es que, con esa ropa tan rara, la vi como una anciana.
«¡¿Ropa tan rara?!».
Cuando estoy por refutar, el condenado me cierra la puerta en la cara y maldigo entre dientes.
Y una vez más, avanzo toda digna con frente en alto hacia mi asiento bajo la atenta mirada de todos aquí dentro.
Siento mi rostro caliente, quisiera gritarles a todos que son unos idiotas, pero me contengo. Lo menos que quiero es que al aterrizar, me arresten por alterar la paz de este lugar.
Cuando estoy por llegar a mi asiento, mis ojos de fijan en el corredor frente a mí. Justo está la cortina echada a un lado, dejándome ver un poco, solo un poco, la placentera primera clase.
Yo debería estar allá, sentada cómodamente en mi espacioso asiento, tomando champán y durmiendo sin que me golpeen la cabeza. Yo allá podría ir al baño sin que me interrumpan de golpe, porque los millonarios, bajo su respingada educación, saben tocar la maldita puerta.
Frunzo los labios y la curiosidad me llega. Sigilosa, actuando muy relajada, avanzo hacia esa zona como si nada.
La azafata de esta área me mira, me sonríe, pero no me detiene. Quizás porque está ocupada junto a la otra, sirviendo snacks para nosotros, los mortales allá atrás. O porque me vio cara de mujer de la alta sociedad.
Eso me hace reír, porque seguramente con este abrigo parezco de la alta sociedad, pero del club de las abuelas. No me quejo, me gusta mi abrigo porque precisamente fue mi abuela quien lo tejió a mano para mí el año pasado en mi visita a Irlanda.
Sigo caminando y abro mis ojos con desmesura al ver la opulencia de este lado del charco.
«Pero, ¡qué es esto, vale!, ¿acaso estoy en el Capitolio?».
Estoy de pie, justo al borde de la cortina que separa la clase turista de la primera clase, observando todo con asombro. El contraste es increíble. Aquí, todo parece brillar con un lujo que solo había visto en las películas. Los asientos son amplios y reclinables, más parecidos a cómodos sofás que a sillas de avión.
Miro a mi alrededor, tratando de no parecer demasiado fuera de lugar. La gente a mi alrededor está absorta en sus actividades, algunos con copas de champán, otros disfrutando de una comida digna de un restaurante de cinco estrellas. El espacio a mi alrededor parece vasto en comparación con la estrechez de la clase turista. Puedo ver a los pasajeros estirar sus piernas sin dificultad, y las pantallas frente a ellos prometen horas de entretenimiento con las mejores películas del momento.
El aroma de la comida recién servida me llega y sé que debe ser algo excepcional. No como los snacks que estaban preparando las azafatas allá detrás.
Me doy cuenta de que hay un asiento vacío, sonrío y pienso que quizás, solo quizás, puedo sentarme ahí para descansar. Ya estamos en el aire, el asiento está sin nada que me dé indicios de que alguien lo está ocupando, en el cielo no hay paradas, así que dudo que alguien vaya a sentarse.
«¿Un milagro de Navidad?, ¿o acaso es el espíritu navideño que ha tenido compasión de mí al fin».
Con cautela, avanzo y tomo asiento, sintiéndome como una intrusa en un mundo que no es el mío. La tapicería suave y la comodidad del asiento me hacen olvidar por un momento que no debo estar aquí, pero al carajo. Yo me dejó caer en esta comodidad y hasta suspiro complacida por poder estirar mis piernas.
Una azafata se acerca con una sonrisa amable, ofreciéndome una bebida. Elijo una copa de jugo de naranja fresco, sintiéndome como si estuviera en un sueño del que no quiero despertar. Cuando me lo entrega, tomo un sorbo, permitiéndome saborear cada momento.
Sé que no debo estar aquí, pero en este instante, no me importa. Por primera vez, comprendo lo que significa volar con estilo, y aunque solo sea por un corto tiempo, quiero disfrutar cada segundo de esta inesperada aventura en primera clase.
Y para la próxima vez, dejar el maldito orgullo a un lado y aceptar el boleto dorado que mi Rachel me envíe el próximo año.
Siento que me manotean el hombro, pero no me muevo. Estoy demasiado cómoda durmiendo como para saber que más me va a ofrecer la azafata.
Me remuevo y hasta me volteo dándole la espalda negándome a abrir los ojos.
—A ver zanahoria, despiértate ya —espeta una voz áspera, gruesa, jodidamente sexi si no fuese por el tonito antipático implementado—. Despierta y dame una buena razón para no llamar a seguridad.
«Carajo, carajo, carajo. ¿Qué hago?».
Sigo sin moverme, fingiendo que estoy totalmente dormida mientras pienso en una excusa razonable para que me libre de toda culpa.
«¿Y si finjo demencia?, ¿y si digo que casualmente me desmayé en este asiento?, ¿me creería si le digo que soy ciega? ¡Mierda!».
—Basta de hacerte la que no me oyes, Ron Weasley —sisea obstinado y cuando siento su mano en mi hombro, me volteo de golpe para levantarme y largarme—. ¡Mierda! —gruñe y yo llevo mis manos a mi cara totalmente avergonzada sintiendo como mi rostro se calienta porque al levantarme, lo he estampillado en sus malditas bolas—. ¡¿Estás loca?! ¿Cómo se te ocurre chocar con mi v***a? —reclama entre dientes y yo no sé qué carajos responderle.
Tartamudeo, no sé qué decir ni ganas me dan de levantar la cabeza para verlo a los ojos, pero ahora que estoy realmente despierta y en mis cinco sentidos, mi cerebro hace clic y logro reconocer el dueño de la voz frente a mí.
—Ay, no puede ser —digo con fastidio—. Tenías que ser tú…