2 | Axel Morgan

4113 Words
Un año atrás Greg me ayudó a preparar mi maleta para el viaje. Metí un par de pantalones de mezclilla, franelas informales, zapatos deportivos, un par de gorras para el sol y varias sudaderas que Greg compró en una tienda deportiva. Lo más difícil sería el cambio de clima, no obstante, sabía que podía tolerarlo. Viajar a los Emiratos Árabes el año anterior templó mi piel. Un cambio de aires antes de empezar a trabajar oficialmente como el nuevo presidente de la empresa, no me molestaba. Eso sin mencionar que Simoné continuó rondándome como si fuera su cena. No le agradó la amenaza de mi madre ni mi ausencia de interés por ella. No toleraba que un hombre la rechazara. Después de hablar con mi padre una semana después de año nuevo, llegamos a la inapelable conclusión, que antes de aceptar el puesto de presidente, me tomaría unos meses de vacaciones. Cuando le planteé que una vez sentado en presidencia no podría viajar ni postergar reuniones para pasar tiempo conmigo mismo, me concedió una licencia de ocho meses para viajar, conocer, relajarme y pensar en las nuevas propuestas para impulsar aún más la marca y las importaciones. Aunque mi padre no era un hombre ambicioso, siempre pensaba en los negocios, expandirse y alcanzar un nuevo país cada año. —¿Esta seguro de esto, señor? —inquirió Greg al cerrar la primera maleta—. ¿No le parece arriesgado? ¿Y si lo descubren? Rasqué la barba que me dejé crecer las últimas tres semanas. —No sucederá, Greg —afirmé seguro de mi plan—. Nadie sabrá que soy Everett Armstrong. Tengo mis pisadas cubiertas. Subí la cremallera de mi chaqueta, saqué el metal de mis maletas y le pedí a Greg que bajara las otras dos. Greg me condujo al aeropuerto, me ayudó con las maletas y continuó repitiendo que mi plan no estaba solidificado, que podía terminar realmente mal. No le presté atención a sus críticas no tan constructivas. En su lugar pensé en las enormes maletas que llevaba. No sabía cómo me movería con las cuatro, pero eso no me impidió llenarlas de ropa. Después de pasar el control y la primera revisión, me detuve frente a mi primera prueba. Dejé a Greg con las maletas, froté mis manos y me acerqué a taquilla para comprar el boleto de avión. Esa era mi primera prueba de fuego. —Nombre y destino, por favor —me pidió la mujer. —Axel Morgan, Santa Mónica California. La mujer me pidió una identificación. Cuando la entregué, pensé en todo lo que hice para tenerla. Greg le pidió a un amigo del bajo mundo que me consiguiera una identificación falsa. Quería usar mi segundo nombre y apellido, sin embargo era arriesgado. En su lugar, cambié todo lo que pudiera llevarlos al heredero. También modificó mi fotografía para que pareciera el hombre frente al espejo. Adicional cambió mi fecha de nacimiento, lugar de origen y licencia de conducir. Lo pasó por una base de datos que solo Dios conocía, pero que llegaría justo a la base que consultaba la mujer ante mí. La mujer estudió la identificación, me estudió a mí. Escaneaba mis rasgos faciales como un policía. Buscaba similitudes en mi rostro. —Usted se parece a un empresario que no recuerdo ahora —comentó a la ligera—. Tiene un apellido extraño. Reí, con un rastro de nervios pugnando mi estómago. —Ojalá lo fuera, así viajaría en primera clase. La mujer dejó de pensar en Armstrong y sonrió. Mi primer despiste funcionó. Estudié durante días las mentiras que diría, las respuestas ante casi cualquier pregunta y el rostro de impresión que colocaría cuando alguien llegase a compararme con Everett. Sería un halago obviamente, pero no permitiría que pasara a mayores. Ella ingresó los datos en la computadora, imprimió el boleto y me lo entregó con la enorme sonrisa de un millón de dólares. —Feliz viaje, señor Morgan —deseó sonriendo. —Muchas gracias. Con el corazón golpeando a máxima velocidad, me dirigí a la sala de espera. Greg se encontraba expectante, con el sempiterno tic nervioso en su pierna derecha. Greg seguía dudando de mis capacidades para mentir. Y aunque reafirmaba que era un terrible mentiroso, con un par de trucos conseguiría aquello por lo que me alejé de Nueva York durante ocho meses. Había algo más detrás de ese interés por unas vacaciones, sin embargo, ante todos esa era la única razón de mi experimento. Todo era parte de un elaborado plan que tardó dos semanas en finiquitarse. —¿Lo consiguió? —preguntó. —Me voy a California —le transmití mi logro. Greg volvió a respirar. —¡Gracias al cielo! —exclamó—. Estaba nervioso. Greg creía que sería incapaz de pasar por una persona ordinaria. Y no exactamente porque quisiera sentir la desesperación por el dinero, sino que deseaba experimentar una vida sencilla, donde no fuera conocido como Everett Armstrong, el legítimo heredero de los billones de mi padre. Debía mencionar que mi madre enarcó una ceja y no me creyó apto para eso. Ella alegó que nací en una cuna de oro, por lo que vivir contando centavos no era algo que pudiera creerme. Más allá de ser un experimento, lo vi como un reto, no por nada me dejé la barba que escocía mi mentón, me pinté el cabello de n***o y me hice un corte casi militar. Mi estilista me dejó un residuo de cabello en la coronilla, mientras por los alrededores fuese un corte exacto. Greg se sorprendió al verme. Mónica pensó que era un impostor. Si los que me conocían no me reconocían, nadie lo haría. Sin la ropa de diseñador, el rostro que destruía corazones y esos ojos azules que oculté bajo los lentes de contacto oscuros, no era el Everett imponente que estuvo en una sesión fotográfica para GQ y Vanity Fair. Era clara la postura de mi familia. Ajeno a ser el centro de burla si mi mentira se descubría, temían por mi seguridad. La familia era custodiada por guardaespaldas en los eventos a los que éramos invitados. Después del s*******o frustrado de mi padre, pidió protección para nosotros las veinticuatro horas. Yo me deshice de mi escolta una semana después. Le aseguré a mi padre que no lo necesitaba. No estudié karate cinco años para dejarme s********r tan fácil. Daría una buena pelea. De igual forma no le importó mi opinión y lo regresó a mi lado, pero dos días después renunció. Greg esperó conmigo hasta que el aviso de abordaje nos separó. Se despidió por unos meses, deseándome buen viaje y aquello por lo que me alejaba de las comodidades de Nueva York. Cuando abordé el avión, sabía que mi vida cambiaría. En las huellas de mis pasos quedó Everett Armstrong, mientras el hombre que entraba al avión era Axel Morgan: un hombre sin dinero que apenas podía costearse unas vacaciones. Por órdenes estrictas, Mónica guardó mis tarjetas de crédito en un bloque de acero en mi oficina. En el estacionamiento del edificio dejé el Audi r8 y la ducati. Me desprendí de cualquier cosa que me recordara el dinero que dejé atrás, la posibilidad de obtenerlo fácilmente y las comodidades de las que me despedí. De todas las cosas que extrañaría, mi motocicleta era la principal. La adoraba. Serían los más duros ocho meses sin ella. En pocos minutos experimenté lo estresante que era viajar en clase turista. No repartían caviar ni vino blanco, y las aeromozas no me sonreían ni intentaban coquetear conmigo. Lo único que me ofrecieron fue una botella de agua y un maní rancio. Y como si eso no fuera suficiente, junto a mí se sentó una mujer de hábito, que estuvo rezando durante cinco horas por diferentes cosas: que el maní no la intoxicara, que el agua se volviera bendita y no permitiera que un demonio se apoderara del piloto y le causara un infarto, que todos los pasajeros estuvieran tranquilos, que la azafata no fuese una asesina de monjas y que el hombre a su lado no fuese un v******r. Eso último me causó una sonora carcajada. De inmediato me disculpé, cuando abrió un ojo y me recriminó. Intenté dormir, pero fue imposible. Necesitaba despejarme, así que busqué una casa en la playa. No algo lo bastante costoso como para consumir mi dinero, pero tampoco de cien dólares. Encontré una perfecta, con vista a la playa y cómodo precio. Cuando las cinco horas del vuelo acabaron, le agradecí a Dios no escuchar más a la mujer a mi lado. Cuando el avión comenzó a aterrizar, la monja se persignó cinco veces, una por cada hora del vuelo. Viajar en turista me enseñó algo: no volver a viajar en clase turista. Cuando la puerta fue abierta, descendí y esperé mis maletas. Fue mala idea llenar cuatro maletas de ropa; eran demasiadas para cargarlas. Extrañé a Greg. Él no se quejaría de llevarlas por mí. Usé un carrito del aeropuerto y las saqué a la calle. Busqué un uber por la App y esperé que llegara, mientras un par de hombres me miraban como si fuese un bocadillo. Cuando el auto llegó, le di la dirección y manejó durante veinte minutos hasta la playa. El aeropuerto quedaba a las afueras de Santa Mónica, y el calor era suficiente para calentarme. —¿Turista? —me preguntó. —¿Se nota? —Tienes la sorpresa en tus ojos —respondió con un acento extranjero—. ¿De dónde vienes? Lo miré por el retrovisor. —Nueva York. Dijo varias palabras en español. No entendí la primera mitad, la otra mitad creí que eran groserías. —Este clima es el infierno para un neoyorquino. —Frenó en el semáforo—. Mi esposa es de Nueva York. Le costó adaptarse. Le sonreí. —Lo puedo soportar. —Dime eso cuando estemos a cuarenta grados —respondió con una sonrisa—. Querrás salir corriendo a tu estado. Me agradaba el hombre. Su piel quemada por el sol, el bigote sobresaliente y una camisa de rayas de colores fue un buen recibimiento. Me contó que provenía de Jalisco, México. Un coyote lo llevó quince años atrás, después de ser protegido por la policía al declarar en el juzgado sobre una casa de narcotráfico en Tijuana. Él enfermó en el camino, así que terminó en un hospital. No manejaba el inglés. Solo una enfermera lo entendía, la que cuatro años después se casó con él. Era un ciudadano estadounidense después de casi morir en la travesía. Continuó contándome que su esposa no podía tener hijos, así que adoptaron unos gemelos que no se parecían nada a él. Después me contó que la madre biológica de los niños los quiso recuperar cuando tenían cinco años, pero los niños entendían y no quisieron irse con su madre. Estuvieron peleando la custodia en tribunales hasta que el juez dictaminó a su favor. Me habría contado el resto de su vida, si nos hubiésemos tardado diez minutos más en llegar. Por la arena que adornaba los caminos a las casas pintorescas, no podía estacionarse más cerca, así que me ayudó con las maletas. Intenté darle dinero para pagar sus servicios, pero me dijo que disfrutó tanto el viaje que me cobraría la mitad del taxímetro. Me entregó una tarjeta dorada para cuando necesitara un taxista, que no importaba la hora ni el día, iría por mí. Fue agradable que la primera persona que conociera se comportara de esa manera. Si todos en California eran como él, mi estadía sería más prolongada. —Gracias, Rodrigo —respondí en español. —¡A tus servicios! —connotó mientras retrocedía. En la universidad aprendí un poco de español. No era lo suficiente para entablar una conversación, pero podía pedir un taxi, comprar comida y hablar por teléfono con el encargado del hotel. Cuando Rodrigo se marchó, sujeté las maletas y llamé al dueño del apartamento. Mientras esperaba los cinco minutos, me coloqué los lentes de sol y bajé la cremallera de la chaqueta. El sol comenzaba a destruir mi piel. Podía sentir un leve escozor en mi rostro. Los rayos naranja se filtraban a través de las palmeras. El aroma del agua salada atestaba mis sentidos. El sol comenzaba a descender, lo que dejaba un fuerte rastro de calor. Pasando la calle, se alzaba el océano pacífico. Las personas en bicicleta atestaban la pequeña calle, mientras los niños hundían los pies en la arena caliente. Las sombrillas le daban el toque pintoresco, junto a los vividos colores de las casas. Los dueños elegían colores llamativos para los apartamentos frente a la playa. Tenían una única norma: si no se pintaban de colores alegres, no podían usarse. Las más célebres eran las negras. —Debes ser Axel —habló un hombre. Giré para verlo. Era un muchacho de unos veinte años. —Sí. —Augustus Green. —Estreché su mano—. Te enseño la casa. Sacó un juego de llaves de su bolsillo. Tenía un colgante de palmera veraniego. La casa era pequeña. Tenía dos habitaciones, cocina, sala, comedor, baño y un pórtico pequeño. No era un hotel cinco estrellas, pero la madera no tenía polillas, las llaves funcionaban, la luz encendía sin problema y el techo no tenía goteras. Por el pequeño costo de quinientos dólares mensuales, podía vivir frente a la playa en un modesto apartamento de enormes ventanales. Era sencillo vivir con la playa fuera de casa, con el sonido de las olas rompiendo en la orilla y ese inclemente sol que golpeaba la piel como cuchillos. —La quiero —le dije al joven. —Muy bien. —Frotó sus manos para quitar el sudor que el calor producía—. El alquiler se cancela los últimos del mes. A veces no funciona el calentador, pero puedes calentar agua en la cocina y darte un baño relajante en la tina. El grifo en ocasiones se afloja, sin embargo con una llave maestra se soluciona. El muelle de Santa Mónica esta a cinco minutos en bicicleta, y si te asomas a la parte trasera verás la rueda de la fortuna brillar. Aun con todas las deficiencias, la casa funcionaba bastante bien. Cuando abandoné el pent-house, supe de inmediato que dejaba mis comodidades y todo aquello que cualquier millonario atesora. Sabía que viviría en una casa modesta, con necesidades básicas cubiertas, sin tantas comodidades ni una atención de primera. La verdad, mis expectativas fueron sobrepasadas. Esperaba encontrar un nido de ratas, cucarachas o animales aún más desagradables. En su lugar encontré un lugar tranquilo, medianamente silencioso, limpio, incluso acogedor. Tenía un capital de dos millones de dólares en efectivo, guardados en una de las maletas. Lo que gastaría en un juego de póker en Mónaco, debía ser suficiente para subsistir ocho meses. Fue el acuerdo con mi padre: ocho meses de vacaciones por más de una década de trabajo en la empresa. No era un trato justo, no obstante, me quedaría la satisfacción de encontrar aquello que anhelaba o la decepción de regresar a Nueva York con una maleta vacía y un corazón roto. Cuando cancelé los tres primeros meses, el muchacho me entregó las llaves y me deseó una excelente estadía. Repitió el déficit de la casa, reiterando que si no sabía arreglar algo lo llamara de inmediato, que su casa estaba a cinco minutos caminando. La parte positiva de tenerlo cerca era que lo necesitaría más veces de las que admitiría. Una vez que el muchacho se marchó, estudié lo que sería mi casa. Las persianas estaban llenas de polvo, la cama rechinaba, la cocina necesitaba cortinas nuevas y el piso requería una buena limpieza. Aunque sabía que debía ahorrar dinero, llamé a un servicio de limpieza, rehusándome a hacerlo solo. Mientras los esperaba ordené muebles, almohadas, sábanas, cortinas y utensilios de cocina. Dijeron que tardarían una hora en limpiar la casa, y otra para amueblarla. Cuando llegaron a hacer su trabajo, abandoné la casa y caminé por la playa. Mis pies se hundían en la arena, el sonido de las olas rompía el silencio, los niños correteaban, las adolescentes se tomaban fotografías bajo las enormes sombrillas de colores y un par de estudiantes jugaban voleibol para impresionar a las chicas. Recordé esa etapa de mi vida; nunca la tuve, las mujeres siempre llegaban solas. El verdadero problema era rechazarlas a todas. Me senté sobre la arena. No tenía una toalla, ni había una sombrilla disponible. Me quité la chaqueta y la dejé sobre la arena. Cerré los ojos. Inhalé el aire frío, la sal del mar y el aroma a algodón de azúcar. No supe cuánto tiempo estuve frente al sol. Me levanté cuando el escozor aumentó, diciéndome que me quemaba como una langosta. Al erguirme, mi chaqueta no estaba. Miré a todos lados. Las personas se encontraban dispersas, cada una ocupada en su propia vida. Era una armani original que compré en mi último viaje a Italia. Quise preguntarle a alguien, sin embargo nadie diría nada. Exhalé cuando acepté que no la encontraría. Miré mi reloj, eso sí me lo dejaron. Apenas transcurrieron veinte minutos en California y ya tenía historia. Mientras caminaba por la playa, mis zapatos se sentían calientes. Caminé por la pequeña franja del agua, donde el residuo apenas llegaba a mis suelas. Ajeno a las casas, había varios puestos de comida típica. La sed me obligó a ordenar agua mineral en uno de los pequeños restaurantes. Me senté en el taburete de la barra, justo al lado de un afiche de Hawái decolorado. Escuché la suave música de Elvis mientras esperé mi vaso de agua. —¿Quiere algo más? —me preguntó la mesera. Si estaba experimentando nuevas cosas, como el robo sin arma, debía atreverme a probar comida nueva. No creí que el lugar tuviera multas de salubridad sin pagar, ni que el pollo tuviera salmonela. Quería pensar positivo. En mi mente todo saldría bien, aunque el robo flaqueaba mi positivismo. —¿Qué comida me recomiendas? —La langosta esta rica. Me preocupaba enfermar por una langosta mal cocida. —¿Eres alérgico? —Asentí. Así salió la primera mentira de muchas—. También yo. Me inflamo como globo. No me preocupaba su historial médico. —¿Qué más tienes? —Arroz salteado con camarón, almejas, ensalada de atún, frutas o pollo. —Hizo una pausa para proseguir—. También hay emparedados, malteadas y papas fritas. Para mantener el peso, asistía cuatro veces a la semana al gimnasio. Tenía un entrenador personal, una nutrióloga y una masajista que me quitaba el estrés dos veces por semana después del entrenamiento. El pensar siquiera en comer papas fritas me endurecía la piel del estómago. Mis abdominales no fueron por comer papas fritas y hamburguesas mientras veía el juego de los Lakers. —Ensalada de pollo sin mayonesa, baja en sal —le pedí en un tono neutral—. Y una limonada sin azúcar, por favor. Mi pedido la impresionó. Me escaneó para asegurarse que no se trataba de un error. Me gustaba cuidar mi apariencia física. En ese momento tenía otro nombre y una vida inventada, pero en mi seguía habitando el real, el que era gordito en la escuela. No necesitaba sobrepeso. Bastante me costó tener unos bíceps de infarto. Mis músculos no nacieron por comer azúcar desmedidamente. —Ya traigo tu pedido —musitó antes de retirarse. Recosté los codos en la mesa y observé el lugar. El techo era de hojas y las paredes de bambú reforzadas con cuerda doble. El techo se movía por el viento, mas no llegaría a caerse tan rápido. Era una choza, con bombillos redondos colgando alrededor del techo, un antiguo radio de antena y mesas de madera rústica. Era bastante tradicional, no obstante, la atención fue amena. Cuando mi comida llegó, pinché el pollo. El jugo de limón me llegó al cerebro. Sustituyendo la mayonesa, le colocaron un aderezo de vinagre de frutas y el jugo de medio limón. Si fracasaba en los negocios, podía estudiar gastronomía. Me resultaba sencillo adivinar lo que contenía la comida. Con olerla, podía saber si me explotaría una alergia o me causaría un mal sabor de boca. Mientras masticaba el pollo, seguía sin entender cómo pudieron robar mi chaqueta. No me importaba que la robaran, no era costosa para mí, sin embargo las manos de seda del ladrón eran impresionantes. Mientras masticaba el pollo pensé en eso: estaba acostumbrado a depender de otra persona, que olvidé velar por mi protección y el de mis pertenencias. Eso no podía repetirse. No podía permitir que mi falta de audacia causara más robos. Debía entender, aceptar y digerir que no estaba en casa, o los robos continuarían. Greg no cuidaría de mí y nadie me conocía allí. Estaba solo. Miré como el lugar comenzó gradualmente a oscurecerse. Una línea de luces alumbró mi plato vacío. El océano se tornó imponente, las farolas alumbraron los apartamentos y la brisa caló en mis huesos. La mesera me preguntó si quería postre. Negué con la mano. Debía buscar un gimnasio para mantenerme en forma. La simple idea de engordar era inadmisible. Mi entrenador podría indicarme lo que debía comer, ejercicios en casa y seguir un estilo de vida activo, sin embargo estaba de vacaciones y él no era exactamente humilde como para usar una silla para ejercitarse. Mientras administraba mi dinero y colocaba en orden mi vida, tendría que ejercitarme por mi cuenta. No creí que fuese difícil mantener mi estilo de vida. Revisé la hora en el reloj. Faltaba media hora para que mi apartamento estuviese listo. Al pagar la cuenta, caminé por la playa hasta el muelle de Santa Mónica. Al principio no estaba seguro del lugar, ni donde comenzaría mi investigación. Encontré sitios buenos en internet, pero ninguno se adaptaba a lo que quería. En última instancia busqué un lugar en la playa, cuando en los suburbios los alquileres doblaban su precio. Y aunque el dinero nunca fue un problema, debía ahorrarlo. Dejé como única orden, que aunque llamara para pedir dinero y colocara mil excusas, no se me enviaría. Era una buena idea cuando el agua alcanzara mi nariz y fuese imposible mantenerme a flote. Al final elegí la playa. Y justo allí, caminando sobre la arena, me enorgulleció mi decisión. El aire era fresco, el sonido de las olas relajaba y los aromas no me disgustaban. Cinco minutos después llegué al muelle de Santa Mónica. El sonido de las traga monedas fue lo primero que me recibió. Un niño llevaba un algodón de azúcar más grande que su torso. Varias chicas en patines se disculparon por arrastrarme con ellas. Las personas comían pretzels, bebían batidos, compraban tickets para la rueda o intentaban ganarse un pez dorado apuntando con una pistola de agua. La diversidad de colores era asombrosa. Las luces creaban colores monocromáticos y el aroma a donas calientes casi me tentó a comprar una docena. Detuve mi mano cuando ordené la tercera dona glaseada. Así vivían las personas ordinarias, sin preocuparse porque alguien quisiera secuestrarlas. El sentirme libre fue indescriptible. Era uno de ellos: una persona que dejaba de pagar un servicio para llevar a sus hijos a lanzar la pelota en una canasta. Era el contador que al salir del trabajo llevaba a su esposa a comer mariscos en el puesto de comida marina. Era igual al adolescente que usó su mesada para invitar a la chica que le gustaba a comer hamburguesas y caminar bajo el muelle. Me sentí uno más, aun cuando mi vida era completamente diferente. Caminé por el muelle hasta el final, donde se alzaba la brillante rueda de la fortuna. Brillaba con sus cinco colores, igual de imponente y simbólica como imaginé. Los gritos de un niño que subieron para que perdiera el miedo, se escuchaba hasta la entrada. Seguí caminando hasta la barandilla sobre el mar profundo. La luna brillaba en el agua oscura y el mar se escuchaba como un monstruo voraz. Pensé en mi trabajo y lo que sería mi vida en ocho meses. En mi imaginación eran barrotes y grilletes. No podía quedarme a disfrutar esa libertad para siempre. Llegaría al tope, cuando el tiempo de gracia terminara. Pedí tener una razón para quedarme, pero sabía que no sucedería. El teléfono en mi bolsillo sonó. Revisé la pantalla para asegurarme que no fuese Simoné. Era Greg. Sabía por qué me llamaba a esa hora de la noche, un día de semana. El pesimismo de Greg sobrepasaba el límite que pudiese soportar, sin embargo debía contarle la verdad.
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