Vi a mi madre esquivar a los invitados como una víbora venenosa. Se acercó a ella, le pidió una copa y le insinuó que si no me dejaba en paz la demandaría y la dejaría en la calle. Mi madre le aseguró que la destruiría, que cuando terminara con ella nadie se acordaría que existió una mujer llamada Simoné. La mitad era mentira, no éramos mercenarios, no obstante el destruir la carrera de una modelo no era difícil. Simoné se enganchó de mi fama, del imperio de mi padre y de los medios de comunicación para causar revuelo al atrapar al soltero más codiciado del país. Y aunque el título era ridículo, las mujeres lo vieron como un reto. Después de esa fotografía retocada y el eslogan, las mujeres llovieron como nieve en navidad, la mitad con inteligencia inexistente o con el dinero como único tema de conversación.
Estaba cansado de las mujeres con poca o nula materia gris. Las conversaciones profundas se quedaban envueltas en las sábanas, donde muchas de ellas eran expertas. Muchísimas entraron a mi pent-house y se fueron al siguiente día sin su ropa interior. La infinidad de cuerpos que vi bajo las luces o en ausencia de ellas, eran tan vacíos como la copa en mis manos. Solo podría soportar la noche si me embriagaba antes que el sol tocara las ventanas de mi pent-house.
La última semana pensé muchísimo en ello. No podía quedarme estancado con una persona como Simoné. No quería más plástico, implantes, ni la ausencia de buenos temas de conversación. Quería saber lo que se sentía salir con una mujer que no me conociera por mi apellido. Necesitaba experimentar el desinterés de una mujer. Sabía cómo ser ignorado por una mujer adinerada, sin embargo le temía, lo que era irónico. No buscaba una relación duradera, ni matrimonio, menos amor. Era un simple experimento no científico para saber si en realidad existía una mujer desinteresada de la fama y el dinero.
Cuando mi madre regresó, me contó los detalles. No sucedió exactamente como lo imaginé, pero si le advirtió que con los Armstrong no se jugaba, que éramos el fuego que podía devorarla. Mi madre me aseguró que no era una amenaza, pero ambos sabíamos que sí lo era. El poder de Margot era decir las cosas de la forma menos hiriente posible, pero con un puñal bajo las letras. Era su maldición.
—La amenazaste —interrumpí.
—Por supuesto que no, cariño. —Bebió un sorbo de la nueva copa de vino tinto—. Le advertí que podíamos hacer su vida miserable. Eso no es amenaza, Everett, es una advertencia sutil.
Mamá sonreía. Se sentía orgullosa de sí misma, de obtener resultados con una simple oración. Le agradecí preocuparse por mí, aun cuando sobrepasaba los treinta años. No era necesario que me protegiera igual que en la escuela, cuando los niños me golpeaban por ser débil, pero sentía el amor cuando protegía a su hijo como una leona. Mientras hablábamos y reíamos, papá se acercó y me abrazó. No lo vi con anterioridad porque se encontraba reunido con los socios en la última junta del año. El último día se les mostraba el balance de las ganancias, la próxima escala empresarial y la escalera de negocios.
—¿Cómo estás, Ever?
—Mejor ahora.
—¿Ya tu madre espantó a la jovencita? —Señaló con la cabeza.
Mi madre elevó su copa.
—De nada.
La alerta de año nuevo sonó por los parlantes sobre nosotros. Faltaba una hora para la medianoche. Papá se disculpó para transmitir su discurso de fin de año. Mi padre era el amo y señor de los discursos. Si en lugar de invertir en comunicaciones se hubiera interesado en la política, estaríamos ante el presidente de los Estados Unidos. Era tonto pensar que papá tendría el coraje de pararse ante miles y mentir como un experto, pero el poder de la comunicación si la tenía, aunque mi padre carecía de codicia para posicionarse entre un nido de cuervos. Papá era feliz siendo dueño de la empresa más poderosa del país, con sucursales en cincuenta países, distribución en toneladas de equipos, aparatos, antenas y dispositivos. La última adquisición fue un sistema de comunicaciones autosustentable para una base militar israelí, aunque no todo era color de rosa. Ese trabajo requería sacrificios, desvelos, desplantes e innumerables disputas con su esposa por los horarios, las pocas vacaciones y las enfermedades que el trabajo le ocasionó. De igual forma, no había día que mi padre no se levantara, alistara y fuese el primero en llegar a la oficina.
Faltando media hora para las doce, mi padre subió al podio y elevó su voz. Su discurso de ese año fue sobre los sueños, las aspiraciones y ambiciones que muchas veces nos llevaban lejos. Comenzó contando su interminable historia sobre cómo consiguió su dinero, al venderle una antena a un teniente en una comisaría de policía. Era algo rudimentario, pero funcionaba. Tenía una señal de largo alcance, cuestión que con el paso de los años se volvió imprescindible. De allí nos embriagó con la historia de su empresa. Todo comenzó como una leve ambición. Papá siempre quiso tener una compañía, y así lo hizo. Cuando tuvo socios, inversionistas y patrocinadores, obtuvo el capital suficiente para expandirse a dispositivos móviles, antenas de televisión, llegando a tener nuestro propio satélite para celulares. El internet de mejor velocidad y efectividad lo expendía Armstrong Enterprise, bajo innumerables cantidades de especialistas en la materia.
Cuando su discurso terminó, mamá lo besó. Era usual que cuando los discursos terminaran, los aplausos llovieran, las personas se enorgullecieran y mi madre lo besara. Después de escuchar las felicitaciones de los presentes, los ayudé a baja del podio. Nos sentamos en la mesa principal, rodeados de los socios y sus amantes. Ni siquiera ese día podían compartirlo con sus esposas, sus hijas ni las personas que los esperaban en casa. Nos sirvieron canapés con una botella de whisky. Papá cambió la botella por una de champaña y sirvió las tres copas. Las reuniones familiares siempre me gustaban, pero prefería la intimidad a compartir ambiente con personas con las cuales jamás hablé. Mis empleados eran los únicos que me saludaban.
—Brindo por nosotros, por nuestro pequeño imperio. —Elevó su copa—. Y por mi sucesor, mi primogénito, mi único hijo.
Miré a mi madre. Ella sonreía. No entendía que ocurría.
—Pensaba darte la sorpresa hasta las doce, pero es mejor fresca y burbujeante. —Se acercó a mí—. Eres mi legado, mi apellido. No existe nadie más capacitado para este trabajo que tú.
El sonido de la música junto al bullicio de las personas me mareó. No entendía qué sucedía. ¿Papá se retiraba?
—No entiendo —articulé—. ¿Te retiras?
Acarició la mano de su esposa. Verlos juntos, sujetos de la mano, me enorgulleció. Saber que el amor verdadero soportaba tanto lo bueno como lo malo, me afirmó que sí existía.
—Pensamos esta decisión durante mucho tiempo. —Ambos me sonreían—. Te queremos a ti como el líder de la empresa.
Era una noticia que no esperaba. Mi padre aún tenía el poder de encargarse de la empresa, de los bienes de la familia y nuestro patrimonio. Mi padre era quien manejaba los inversionistas, era a quien los socios respetaban por encima de los demás. Estuve en muchísimas reuniones, elevé mi voz cuando algo no me agradaba, sin embargo no me sentía preparado para afrontar tal grado de dificultad, sin mencionar que no era algo que quisiera hacer. No quería sentirme responsable de malas inversiones, decisiones o las relaciones asociadas. Era un enorme compromiso para el que no estaba preparado. Era un honor, con el doble de responsabilidad.
—No estoy listo.
—Nunca se esta —alegó mi madre—. Tu padre no lo estaba. Aun no se considera totalmente capacitado.
—Confiamos en ti. —Apretó mi hombro—. Eres mi orgullo.
Mis padres elevaron la copa, justo cuando el conteo regresivo comenzó. Cuando los fuegos artificiales reinaron en el cielo, el confeti voló dentro del salón y los globos brillantes comenzaron a caer, mi padre elevó la voz por encima de la celebración.
—¡Por mi hijo! El nuevo presidente de Armstrong Enterprise.
Actualidad
El frío que reinaba dentro del bufete erizaba el vello de mis brazos. Aun con la chaqueta de mezclilla, el clima atizaba mis brazos. Mi abogado, el señor Davenport, se mantenía a mi lado como un fiel soldado, reiterando que cometía un error al aceptar las cláusulas del divorcio. La última discusión después de pedirle tregua a mi esposa, fueron las cláusulas del divorcio. No nos casamos por bienes separados, para Winter yo no tenía nada, así que la mitad de los ingresos de los últimos cuatro meses le pertenecían. Su abogado las peleaba como una fiera, aunque sabía que a Winter no le importaba lo que sucediera. El dinero no era un motivo de discordia para ella.
—Estas cláusulas perjudican a mi cliente —alegó.
—El dinero no me importa —interrumpí la estúpida discusión—. Solo quiero a mi esposa. Te quiero a ti, Winter.
Mi esposa estaba sentada ante mí, con el cuervo de su abogado a un lado, susurrándole estupideces que él pensaba funcionarían. Su cabello color caramelo brillaba bajo las luces fluorescentes. Sus manos seguían ocultas bajo la mesa. Sus ojos eran fríos, sin amor ni compasión. La mujer que conocí en Drink no era ella. Winter Reed era fuego, calidez, sonrisa. El fantasma ante mí era la sombra de aquella mujer. Cuando nos conocimos, ella era un incendio que mi océano no apagaba. Y en ese momento era la desolación que dejaba una erupción.
—Winter, por favor —imploré—. Solo di que sí.
Por más que la oscuridad en su mirada intentaba apagar el fuego que aún vivía entre nosotros, no podía extinguirlo. Cuando me veía a los ojos, algo más se escondía detrás de esa dura mirada.
Una semana después de pedirle una tregua para firmar el acta de divorcio, ella me pidió tiempo para pensarlo. Como el caballero que era, le di el espacio que necesitaba. No la perseguí, no la atormenté, tampoco la acosé. Si necesitaba un mes para pensarlo, se lo daría. Cinco días después estábamos sentados allí de nuevo, con las manos sobre la mesa, las frías y duras miradas, la aspereza en el aire y la desolación en el alma. Winter lo pensó. Para mí fue un paso más cerca de ella. Saber que Winter me pensó, me alentaba a continuar. También significaba que no me odiaba como pensaba, ni que me cerraría las puertas de su futuro. Quería a mi esposa más que a nada en la vida, y haría lo que fuese para que estuviéramos juntos.
Los ojos de Winter iluminaban la habitación. La negrura de su mirada era bordeada por círculos rojos. Transcurrieron tres meses desde nuestra separación, y las lágrimas nunca dejaron sus ojos. En cada cita en el bufete, me carcomía la rabia por dañarla de esa manera. En el altar le prometí no hacerla llorar, no obstante, fue una de las tantas promesas que rompí. No solo la lastimé, sino que arruiné nuestras vidas por temor a lo que ella pensaría de mí si le decía la verdad. No quería llegar a ese momento, pero fue peor de lo que imaginé. Winter no solo me odiaba, sino que se odiaba a sí misma.
—¿Qué sugieres? —inquirió con desdén.
La flama de vida volvió a encenderse en mi interior.
—Un nuevo contrato —articulé después de carraspear la garganta—. Algo que podría cambiar la situación.
—Supongo que a tu favor.
—De ambos —aseguré—. Solo te pido que firmes el nuevo.
El abogado elevó la mano.
—Mi clienta necesita dos días para leerlo.
Winter miró al abogado.
—No es una prueba de ADN. —Arrastró el documento por la mesa—. Lo leeré ahora.
Eso me extrajo una sonrisa. Aún después de todo lo que vivimos para llegar allí, mi Winter se escondía bajo el caparazón. Me dio una rápida mirada, elevó la carpeta y leyó las dos páginas. No era un contrato notariado. Era un simple borrador que mi abogado transcribió en términos legales para las cláusulas de la tregua. Fueron dos noches interminables por videollamadas hasta completar lo que yo quería estipular. Eran cláusulas simples, que no podían quebrarse a menos que fuera necesario. El nuevo contrato tenía un único propósito: darme tiempo para enamorarla de nuevo.
—¿Me lo explicas, Everett? —inquirió Winter al bajar el documento—. Necesito saber si entendí correctamente.
Asentí. Hablar con ella me agradaba. El que se dirigiera a mí por mi nombre completo era un avance en esa fracturada relación.
—Las cláusulas son simples: aceptarás salir conmigo al menos cuatro veces a la semana. El lugar lo podemos escoger ambos, aunque para que sea equitativo, la mitad de las salidas serán elegidas por mí y la otra mitad por ti, pero eso no evita que si la otra persona no tiene idea del lugar o la actividad, la balanza se incline al contrario.
Winter afirmó con la cabeza.
—Esta estrictamente prohibido salir con un tercero en la duración del contrato. Tampoco se le puede contar a un tercero sobre el contrato o sus cláusulas. —Inhalé una bocanada de aire—. El contrato tendrá la duración de un mes, en donde se especifica que la demandada, en este caso tú, debe pronunciar la frase te amo de una forma natural, sin presiones ni de forma sarcástica, graciosa o como una expresión en ese lapso de tiempo para que el contrato se rompa.
Winter permanecía en silencio.
—Durante las salidas, citas, actividades o viajes, ambas partes deben tener la mejor disposición de divertirse y disfrutar hasta el punto que ambos consideren apropiado. Si la demandada se encuentra indispuesta, debe reportarlo un día antes de la salida programada, o los días se postergarán, aun cuando equivalga a salidas consecutivas. —Quedaban dos cláusulas, la más y menos difícil para mí—. El demandante se compromete a depositar la cantidad necesaria para cubrir las necesidades de la demandada en el lapso que dure el contrato, para contar con tiempo suficiente.
La miré a los ojos. La última cláusula fue la más difícil.
—Este contrato se romperá transcurridos treinta días desde la firma del mismo, si la demandada continúa reacia al demandante.
Me escocía la lengua pronunciar esa cláusula. Lo que menos quería era escuchar otro te odio de mi esposa. Estaba seguro de mis habilidades, de mis fortalezas y de la incapacidad para soportar su rechazo. Conseguí enamorarla sin un centavo en el bolsillo, con mentiras. Quien era realmente, tenía muchísimo más que palabras o un rostro bonito. Y eso era lo que quería mostrarle a Winter, que más allá de mi dinero existía un hombre que se enamoró perdidamente de ella.
—Tengo una cláusula que añadir —habló Winter—. Así como debo comunicarte que estaré indispuesta, quiero un aviso de veinticuatro horas antes de la salida, actividad o viaje.
—Acepto —articulé de inmediato—. Acordaré lo que sea por ti.
Creí ver una sonrisa asomándose por sus labios. Fue algo tan fugaz, que al notar que su coraza se ablandaba retornó a su seriedad. Aunque me dolía, me sentía orgulloso de ella.
—Firmaré —anunció mi esposa.
Mi corazón se abombó como un globo de helio. Vi la esperanza rodeándonos. Por primera vez en tres meses vi algo más que no fuese oscuridad o desilusión. Winter no me odiaba. Me daba la oportunidad que le pedía, y eso solo significaba una cosa: Winter Reed Armstrong me amaba tanto como yo moriría por ella.
—¿No le parece precipitado, señora Reed? —preguntó su abogado—. Podría ser una trampa.
Tenía el bolígrafo en su mano derecha.
—Estoy segura. —Me congeló con su mirada—. Confío en él.
Confiaba en mí. ¿Cómo era posible que confiara? En los ojos de su abogado vi la acusación por el error que cometía. Entendía que ninguna persona se colocaría de mi lado. Fui el culpable en todos los ámbitos, desde mentirle al presentarle a Greg como mi mejor amigo, hasta casarnos con mi nombre falso. Fue una mentira tras otra, como los pisos en un elevador. Era justo que ninguna persona creyera en mí ni en mis palabras, sin embargo Winter dio ese enorme salto de fe.
Una vez que su firma llenó la línea, me tendió el documento. Mi abogado ni siquiera abogó por mí o me impidió firmar. Lo hablé con él varias noches atrás, cuando preparaba el documento. Le aseguré que no me arrepentiría de los resultados, y lo absolvía de cualquier culpabilidad que existiera. Ese contrato era mi decisión y mi completa responsabilidad. Cuando estampé la firma, estuve en manos de Winter. Todo mi futuro dependía de ella, y de esas dos palabras que romperían ese contrato en dos o fisurarían mi corazón para siempre.
—Hemos terminado —pronunció el abogado al colocarse de pie—. Cualquier cambio será discutido pasados los treinta días interpuestos por el señor Armstrong. Mientras tanto, se le permitirá a su cliente contactar a la señora Reed solamente para proveerle la fecha de las reuniones citadas. Cualquier situación fuera del contrato, equivaldrá a la cancelación inmediata del mismo, sin apelaciones de ninguna parte.
Así como mi abogado era un lince, el de Winter era un ave rapaz.
—Le será informado cualquier cambio entre los treinta días. —Mi abogado le estrechó la mano—. Nos veremos aquí en un mes.
Todos nos colocamos de pie. Sabía por audiencias pasadas que no podía perseguir a mi esposa, ni intentar llamar su atención, pero la situación cambió después de nuestra tregua. Debía informarle veinticuatro horas antes de nuestra primera salida y sabía exactamente a donde llevarla. Cuando estuvimos de luna de miel, ella me habló de un lugar al que deseó ir desde que tenía catorce años. En ese momento tenía el poder de hacer realidad cualquier sueño que mi esposa tuviese.
—Debemos discutir ese contrato, señor Armstrong.
—El señor Armstrong es mi padre. —Corregí a mi abogado por décima vez—. Y no hay nada que discutir. Disculpe.
Lo dejé con la palabra en la boca y el documento pendiendo de su mano. Abandoné la oficina con rapidez y perseguí a Winter. Franqueé las oficinas, la sala de espera y traspasé el umbral de la puerta. La vi entrar a su auto viejo, el que usábamos cada día para ir a su trabajo en el bar. Seguía igual de hermosa, con el cabello brillante, su ropa de chica ruda y sus labios rojos. Verla marcharse sin mí, me rompió el corazón de diez modos diferentes. Era nuestra rutina. Era mi obligación abrir su puerta, cerrarla y llevarla cada noche al bar.
Los recuerdos me golpearon tan fuerte, que no pensé en las repercusiones de gritar su nombre en la entrada del bufete.
—¡Winter! —grité.
La vi emerger del auto, su cabello ondeado por la brisa. El sol en su espalda la volvía una fotografía de exposición. De dos en dos bajé los escalones del bufete. Me acerqué a ella, mas no lo suficiente para atemorizarla o romper el contrato por acoso. Winter quitó la dura mirada que mantuvo en el bufete. Atisbé en su mirada la misma melancolía que sufría cada mañana al verme en el espejo. No quería molestarla ni quitarle su tiempo, así que fui al grano.
—Pasaré mañana por ti —articulé con una sonrisa en mis labios.
Esa vez una sonrisa genuina iluminó sus labios. No sabía exactamente el porqué de su sonrisa, pero calentó mi corazón.
—Yo escojo el lugar —respondió con un leve mordisco de labio.
Winter volvió al auto, lo encendió y salió del estacionamiento. Froté mi cabello con ambas manos, reí fuerte y elevé los puños. Me sentía ganador. Me saqué el bolero de la lotería con esa firma. Creí que no aceptaría, pero nuestro amor era más fuerte que las mentiras que nos separaron. Winter me dio una última oportunidad. No podía fallarle una vez más. Ese fue el último boleto para abordar el tren y me sentí optimista después de ver esa flamante sonrisa. Esa última reunión encendió una flama que creí extinta: la esperanza.
Ella volvería a decirme que me amaba. Lo sentía en el corazón.