2 | Axel Morgan | Parte 2

4686 Words
—¿Cómo estás, Greg? —Eso me pregunto de usted, señor —respondió con una ligera preocupación—. Hace horas que no sé de usted. ¿Llegó completo? ¿No lo robaron? ¿Esta en casa bajo siete vueltas de llave? Reí sonoro. Greg no solo era mi chofer, era la persona más pesimista del planeta. Él no veía el vaso medio lleno ni aceptaba que el sol saldría después de la lluvia. El veía tormentas en vasos de agua y asesinos en niños pequeños. La última vez que vio a un niño con un cuchillo pensó que quería sacarme un órgano. —Estoy en el muelle de Santa Mónica —comencé a contarle la travesía—. Me robaron la chaqueta en la playa, pero estoy bien. Escuché una maldición al otro lado. —Le dije que no era buena idea —reafirmó su malestar por mi decisión—. Me ofrecí a acompañarlo para que nada sucediera. Apenas lleva seis horas en California y ya lo robaron. ¿Imagina lo que sucederá en ocho meses? Eso ratificaba su pesimismo. —Si lo viera así, estaría en un avión de regreso a Nueva York. —Debería. —Hizo una pausa—. No quiero imponerle que hacer, pero debe ver ese robo como una señal del cielo. Nunca vi ninguna señal en el cielo. Fue un robo, como en cualquier otra parte. Nueva York no era libre de ellos. La gran ciudad era foco de robos, alcanzando las cifras más altas. En ninguna parte se estaba totalmente seguro, así que huir por el robo de una chaqueta era ridículo. Muchas veces me robaron chaquetas, celulares, sacos, billeteras. La única vez que no me quejé, fue cuando me robaron un beso. Era una mujer preciosa. Nunca olvidaría su valentía. —No creo en las señales. —Cambié de tema—. ¿Lo hiciste? Greg exhaló. —Como usted me indicó, señor —respondió seguido de un largo silencio—. Le enviaré los datos para que los ingrese. Escuché el sonido del mensaje. —Perfecto, Greg. ¡Gracias! —Debo decirle que tampoco me gusta ese plan. —Volvimos a lo mismo—. ¿No teme por su vida, su integridad o su privacidad? Antes de marcharme a California, le pedí a Greg abrirme un perfil en una App de citas, de esa forma iniciaría mi investigación. Si una persona era capaz de fijarse en algo más que el físico, el porte o el dinero, sabría que la humanidad tenía salvación. No era bueno inventando historias, por ello recurrí a Greg. Él me ayudó con todo lo que la App pedía, incluyendo profesión y aficiones. —Los datos que ingresamos son falsos, Greg —repliqué en un intento para calmarlo—. Es una foto editada, datos incoherentes. Además, conoces mi plan. No puedes refutarlo ahora. —No lo hago, señor. Me preocupa. Esta lejos para protegerlo. Aunque apreciaba su interés, Greg no me haría declinar. —Puedo cuidarme solo unos meses. —Lo dije de la forma más calmada posible—. Aprecio el interés, Greg, pero estaré bien. Te llamaré cuando algo realmente terrible suceda, como terminar descuartizado en un callejón. Mientras tanto, tengo un reto que cumplir. No me marché de Nueva York para quemarme en la playa. Greg no intentó convencerme de cambiar el plan, solo me pidió no bromear sobre los descuartizamientos. Lo que realmente importaba era que podía defenderme. Greg era buena persona, sin embargo debía entender que no era una doncella encerrada en un castillo esperando que alguien la rescatara. Era un hombre que podía noquear a alguien con un solo golpe. Una vez que la llamada acabó, regresé al apartamento. Vería el resultado final, por el que esperé dos horas. Dudé en varias calles, todas se parecían. Al salir del laberinto logré llegar al apartamento colorido. Las llaves las dejaron en el lugar indicado. Al abrir la puerta, el aroma a desinfectante y ambientador atizó mi nariz. Los electrodomésticos brillaban, la madera resplandecía y el suelo estaba tan limpio que podía sentarme en él. La antigua cama fue guardada en un depósito trasero, igual que los muebles, algunos utensilios de cocina, los viejos bombillos y unas lámparas de pedestal. El estilo era minimalista, con colores pasteles que no convertirían el apartamento en un sitio corriente. Me sentí conforme, aunque se podía mejorar. Ese era el lema de mi padre: aunque algo luzca perfecto, siempre puede mejorarse. Esa noche, después de un largo baño con la mitad del agua caliente, me metí en la cama. Había demasiado silencio comparado con el tráfico, el bullicio y la música de Nueva York. Me dormí escuchando las olas romper en la orilla. La mañana siguiente me coloqué ropa deportiva y salí a correr. Si no podía mantenerme en un gimnasio, correría hasta que la boca se me secara. Correr me ayudó a despejar la mente y conocer más lugares. Mientras más días transcurrían, más conocía Santa Mónica. Amaneciendo el quinto día, Greg me llamó para decirme que mi perfil era todo un éxito. Era hora de empezar. Esa tarde me senté en la playa a revisar perfiles y aceptar solicitudes para citas. Tenía una extensa variedad de mujeres, cada una con una profesión distinta, sin profesiones, con empleos estables, sin empleos, gótica, tierna, de cabello n***o, rubio, castaño, rojo, platinado. Lo que menos me interesaba era su aspecto físico. No me importaba si eran más altas o más bajas, si eran delgadas o rellenas. Lo que quería comprobar era si el dinero era importante para empezar una relación o siquiera pensarse hacerlo. Después de una ardua búsqueda, comencé a marcar citas por horas específicas. Si quería que funcionara, tendría demasiado trabajo por varias semanas. Conocí un poco Santa Mónica durante los primeros días, así que usé el mapa para localizar lugares no tan costosos. Mientras más sencillo fuese, mejor para mis propósitos. La primera cita sería en dos horas, en un lugar que aparecía con tres estrellas en el mapa. Tres estrellas eran medianamente buenas. Y para empezar, no estaba mal. Me alisté antes que el sol tocara el horizonte del mar. Me coloqué una franela sin cuello, una sudadera, un vaquero descosido y zapatos deportivos. Me miré en el espejo. No me reconocía. No era el imponente ejecutivo que silenciaba a cualquier persona con una palabra, ni el que la mayoría temía por castigar los errores de formas severas. Solo era un hombre ordinario que fingió ser un ejecutivo de ventas en una App de citas. Podía manejar mi mentira, sin embargo era complejo si me preguntaban especificaciones. Inserté dos billetes de veinte en mi bolsillo, guardé las llaves y caminé hasta el bar Drink. Era la primera vez que entraba a un bar en California. Durante los primeros tres días, conocí tiendas de ropa playera, bibliotecas, lugares de apuestas, una tienda de bicicletas y varios lugares de comida, que después de verlos, opté por comprar verduras y vegetales frescos para preparar mi comida. Si seguía comprando italiana y china, terminaría rodando por los escalones del pórtico. Además, compré una bicicleta para aumentar la quema de calorías. Era ordinario usarla para una cita, por ello no la llevé, aunque iba decidido a contar que tenía una en el apartamento. La noche era templada, olía a lluvia. Las nubes negras cubrían una parte de la luna, mientras el naranja del sol se imponía en los últimos rayos. Caminé por calles tranquilas, con el sonido de las campanillas de las tiendas moviéndose por la brisa. Cuando llegué a la esquina del bar, vi a un par de hombres trastabillar, sujeto uno del otro. Se apoyaban en las ventanas para no caerse. Elevé la mirada para cerciorarme que se trataba del lugar correcto. En definitiva lo era. Y aunque no era apropiado para una primera cita, el ambiente se veía gracioso. Respiré profundo y entré. La campanilla de la puerta provocó que varios ojos cayeran sobre mí. Alcé los hombros y caminé. Lo único malo de fingir ser alguien que no era, consistía en vivir aterrado de que alguien te reconociera en la calle y diera aviso a un periodista. La noticia descuartizaría a mi familia. El lugar era un desastre. Había cerveza en el piso, humo de cigarrillos nublando las mesas, olor a nicotina en cada rincón y una música que consideraba inadecuada para un bar. La iluminación era escasa, el suelo rayado por las sillas y las botellas rotas. La barra tenía gran parte de su madera rayada, al igual que los taburetes sin acolchado. Lo único que me gustó fue la exhibición de botellas al fondo de la barra, junto a un letrero de madera con el nombre del bar. Sobre la barra se alzaba una fila de copas de vidrio, justo al lado de unas botellas de plástico iluminadas por luces de colores. Después del escrutinio me acerqué a la barra. Había cinco hombres de diferentes edades, alturas y composición pidiendo bebidas. El menú no era tan largo, estaba escrito en una pizarra de tiza a un lado de la barra. Cerveza, whisky, ron, ginebra, limonada y agua mineral. Deslicé la mirada de la pizarra a la única mujer que atendía. Su cabello acaramelado estaba oculto por un pañuelo de colores. Apenas unos mechones sobresalían de sus orejas y detrás del cuello. —¡Llevo cinco minutos pidiendo una cerveza! —gritó uno. La mujer no giró. —Y yo llevo un año queriendo ser talla dos, pero cada noche antes de dormir me como una hamburguesa. —Giró para colocar dos cervezas en la barra—. No siempre tenemos lo que queremos. Deslizó la cerveza hacia él. Él la miró con el ceño fruncido. —¿Y el destapador? Ella sonrió. Atrapó la tapa de la botella entre los dientes, la destapó y escupió hacia el hombre. ¡Me encantó! —¿Qué más quiere la princesa? —le preguntó jocosa. El hombre miró la tapa en el suelo. Sujetó la botella, bebió un enorme sorbo, la elevó y le mostró una sonrisa forzada. A la mujer no le importó la actitud del hombre. Continuó sirviendo bebidas, limpiando la barra y rellenando el cuenco de maní. Temí que su respuesta conmigo fuese igual, sin embargo me atreví a ordenar. Nunca me consideré un cobarde, menos con una mujer, pero ella tenía un aire de mujer violenta que me anclaba al suelo. —Disculpa —llamé su atención—. ¿Me das una cerveza? —¿Botella, jarra o vaso? —me preguntó de espaldas. Para mayor comodidad elegí la botella. La mujer regresó en menos de un minuto con mi cerveza. No se comportó grosera, no me escupió la tapa ni me pidió marcharme. Supuse que no era así con todos, solo con los idiotas. Uno de los hombres le aplaudió correr a Denis, el hombre grosero al que escupió. Ella le respondió que estaba cansada de tenerlo allí cada noche, haciéndole la vida miserable. Él respondió que debía hablarlo con Scott. Ella le dijo que no valía la pena, que no siempre estaría en el bar lidiando con idiotas como Denis. Cuando él también se marchó, atendió el siguiente, y el siguiente. Siguió así por diez minutos. Uno de los tantos hombres que se acercaron en la media hora que esperé mi cita, le preguntó algo que ella respondió graciosa. —¿Se puede comer? —preguntó señalando el maní. —No si eres alérgico o valoras tu vida —respondió ella sin el menor interés en las repercusiones de su jefe sobre la publicidad. La respuesta me extrajo una carcajada. Creí que no sería escuchada por el ruido de las personas y el volumen de la música, pero ella me miró. Por primera vez esa noche me miró a los ojos. No fue una mirada acusatoria, con ira ni desprecio como sucedió con Denis. Fue una mirada sorpresiva por reírme de su respuesta. Su mirada me incomodó. Tragué la saliva en mi boca. La única manera que encontré para no sentirme un idiota, fue disculparme por la grosería de reírme de alguien que no hablaba conmigo. —Lo siento —me disculpé. Dio un paso hacia mí, aun con la mirada curiosa. —Primera regla para subsistir aquí. —Elevó el dedo índice—. Nunca te disculpes por ser tú mismo. Será tu regla de oro. La mujer me dejó sin palabras. Sonrió cuando supo que no le respondería. Tenía cierto encantó la manera en la que su boca se torcía. Retrocedió un paso y arrojó el paño con el que limpiaba los vasos sobre su hombro. De espaldas a mí, dijo algo más. —Bienvenido, turista —añadió antes de volver a atender. La miré alejarse, con la cerveza calentándose en mi mano. Una punzada de satisfacción arreció en mi pecho. Era la primera mujer con la que hablaba siendo Axel. Llevé la cerveza a mi boca. El sabor del alcohol americano siempre sería mejor que el europeo, sin embargo no podía elegir uno sobre el otro. Amaba el whisky de América, pero uno de los mejores vinos que probé fue de Italia. Intenté pensar en la bebida para no darle mayor importancia a la barista. De ahí en adelante no evité mirarla. Ver la franela de los Lakers moverse sobre su pantalón de mezclilla, la volvía aún más agradable a la vista. Llevaba botas negras no tan altas, tenía el tatuaje de una orquídea detrás del cuello, dos aretes en la cima de su oreja derecha y las uñas pintadas de azul oscuro. Era atractiva, no lo negaría, además de contar con una increíble rudeza. Me perdí tanto en ella, que olvidé el motivo por el que estaba en el bar hasta que alguien llamó mi nombre. —¿Axel? Giré sobre el taburete. —¿Beatriz? —le pregunté. Ella asintió con una sonrisa. Era una mujer de veintisiete años, con dos gatos, tres perros y un alquiler elevado que con su trabajo en el banco no podía costear. También era fanática de la naturaleza, las salidas a la playa, los libros eróticos y diseñarle ropa a sus mascotas. Todo estaba escrito en su perfil, junto a la foto de sus gatos. No me llamaban la atención los animales, sin embargo mantener a cinco vivos era un trabajo forzoso. A mí me costaba mantenerme con vida. —Un placer conocerte —afirmé antes de estrechar su mano—. ¿Te parece si vamos a una mesa para hablar tranquilamente? —Por supuesto. Nos abrimos paso entre dos mesas casi juntas. Un grupo de estudiantes celebraban terminar los exámenes, así que unieron las mesas lo más posible para compartir la comida. Saqué la silla de Beatriz como todo un caballero y ella lo agradeció. Me senté frente a ella, con un pequeño salero separándonos. —Me alegró que aceptaras la invitación. —Por supuesto. —Asintió con la cabeza—. Tu perfil es asombroso. Eres ejecutivo de ventas. Muy diferente al último idiota con el que salí. No me interesaban sus citas anteriores. Para no tocar el tema, le pregunté por sus mascotas, si era graduada de la universidad, qué opinaba sobre el terrible cambio climático y la deforestación. Sus respuestas no fueron lo que esperaba. Era graduada de la escuela de leyes, tenía mascotas desde que sus padres le compraron un conejo que dos años después se ahogó en un estanque. Estaba a favor de la deforestación porque de ello provenían los libros que adoraba leer, incluido uno explícito sobre el sadomasoquismo. Por último me contó que le habría encantado ser inteligente como para detener el calentamiento global. De todo lo que me contó, lo que realmente me perturbó fue la forma posesiva en la que defendía sus libros. —¿Lees? —me preguntó. —Mi trabajo no me lo permite —mentí una vez más—. No tengo mucho tiempo para mí. Mi trabajo es absorbente. —Me imagino. —Se colocó en mis zapatos—. Trabajar en un banco tampoco es sencillo. La enorme cantidad de personas que reclaman por los intereses que su ausencia de dinero jamás tiene, cuando las transacciones nos les llegan, el banco quita el porcentaje por los ingresos y el mantenimiento de cuenta, me roba los pocos momentos felices que tengo en el trabajo. Y no me hagas contarte lo que sucede cuando Hacienda los incauta por desvío de fondos. Si mi trabajo era pesado, no podía imaginar el de los demás. Yo era hijo del jefe, contaba con una cuantiosa cantidad de dinero, trabajaba los días que quería, abandonaba las reuniones cuando algo me disgustaba y podía modificar mi horario como plastilina. Eran tantas las ventajas que tenía por encima de los demás empleados, que en ocasiones me compadecía del maltrato que muchos sufrían por parte de los socios. Mi padre jamás elevaba la voz para insultarlos o menospreciarlos. Si algo debía corregirse, se hacía a puertas cerradas. Así me enseñó a ser: el hombre que no necesitaba gritar para ser escuchado. El tema continuó hasta que rompí la conversación preguntándole por sus gatos y el por qué detestaba los perros. —Cuando era una niña, un perro me mordió el tobillo. —Incluso elevó su pantalón de bota ancha para mostrarme la marca de los dientes—. Desde entonces odio los perros. —Lo siento mucho. —No tengo problema contándolo —respondió sonriendo—. ¿Tú tuviste alguna mala experiencia con animales? Era una pregunta bastante válida. El problema era que no podía responderla sin implicar terceras personas y un viaje a África. Para un ejecutivo de ventas, que un león lo persiguiera en África no era sencillo de asimilar por el costo de un boleto de avión y la capacidad de dejar el trabajo e irte de vacaciones a un lugar que muchos consideraban exótico. En lugar de contar la triste historia que a mis catorce años me hizo mojar el pantalón, respondí que no tuve ninguna que recordara, pero de niño me persiguió una gallina. —No imagino como debe ser —articuló con una sonrisa escondida—. Las gallinas suelen ser peligrosas. Ella no contuvo más su risa, soltando una sonora carcajada. También la imité, divirtiéndome de mis propias mentiras. Después de todo no era tan malo mintiendo. Comencé a disfrutarlo, mientras volaban de mi boca. Fue una nueva sensación, pero me preocupó olvidarlas. Eran demasiadas para recordarlas, así que mientras hablaba con ella, pensé que debía anotarlas en notas de colores y pegarlas en la puerta del refrigerador. Si cada noche antes de una cita las repasaba, llegaría a un punto en el que sería imposible volver a ser Everett. —¿Tienes hambre? —le pregunté. —Muero de hambre. Miré por encima de su hombro. En ese lugar no vendían comida. Si quería continuar hablando con ella, debíamos comer algo en un restaurante. Y justo allí comenzó a desarrollarse mi plan. Si ella no estaba interesada en mi dinero, no tendría problema en dividir la cuenta o comer algo súper económico en la orilla de la playa. Cuando regresé la mirada a Beatriz, coloqué las manos sobre la mesa y articulé la única mentira creíble en toda mi historia falsa. —Aquí no venden comida —comencé a mentirle—. El problema es que aún no cobro mi quincena, así que no tengo dinero. —No hay problema —respondió Beatriz—. Desde la última cita, cuando tuve que pagar porque mi cita se fugó con mi teléfono y mis anillos, traigo conmigo dinero para emergencias. Hurgó en su bolsa de manos y extrajo un fajo de diez billetes. —Yo invito esta vez —murmuró con una sonrisa. Me parecía una fantasía que pagara en la primera cita. Se suponía que el hombre debía impresionar a la mujer en la primera salida. Si ella sentía que él no valía la pena, no volvería a llamar. Mi plan no podía desplomarse en tan poco tiempo. Si quería que funcionara, debía amoldarme a cada una de ellas y cambiar el plan de acuerdo a los sucesos. Si ella pagaba, se vendría abajo la oportunidad de alargar las citas o repetirlas en un futuro. —No me parece correcto —alegué entristecido—. Esta no es una buena primera impresión. Mírame, no puedo ni pagarte la cena. Ella soltó un bufido. —No siempre estamos arriba. Muchas veces la vida es injusta, suceden cosas que no podemos controlar y tenemos la necesidad de salir a ver el mundo de otro color. —Ella no estaba molesta—. Mi madre murió hace cuatro meses. La sufrí desde que enfermó. Y antes de morir me dijo que debía sonreír y ver el lado positivo de las cosas. Desde entonces no veo el vaso medio vacío. Veo la capacidad que tiene esa cantidad de agua de calmar mi sed. Era una hermosa manera de ver el mundo, la vida y la oscuridad que en ocasiones nos arropaba. Me encantaba que mirase el vaso de esa forma, porque significaba que podría reaccionar positiva cuando la vida la golpeara. Era una cualidad que me encantó, junto al color de sus ojos y la sonrisa que me impulsaba a reír con ella. Para ser la primera cita, fue la persona casi perfecta que creí no existía. Ajeno a que tenía demasiados gatos para mi gusto, era una mujer excepcional. —Me alegra que no seas la clase de mujer que se deja vencer tan fácilmente. —Miré sus uñas pintadas de rosa—. Lamento mucho lo de tu madre. No imagino el dolor que debió provocarte. —Fue muy duro, pero la vida sigue. Me reconforta saber que siempre estará en mi corazón. —Respiró profundo—. ¿Nos vamos? Es que sí muero de hambre. Apenas tuve tiempo de alistarme para la cita. El trabajo me consumió toda la tarde. Quité las manos de la mesa. —¿Estás segura que quieres salir conmigo? Cansada de repetir que el dinero no era un problema, se levantó de la mesa, recogió su bolso y me dijo que si salía por la puerta sin mí, ni siquiera me molestara en llamarla. Fue un movimiento osado, lleno de interés por seguir a mi lado. Me reí, me levanté de la silla y abrí la puerta para ella. Beatriz sonrió y se colgó de mi codo. Ella me dijo que a las mujeres les encantaba que fuesen caballeros, que abrieran las puertas, sacaran las sillas, les dieran su chaqueta, besaran sus mejillas y les permitieran apretarse a su codo. Eran cosas que sabía que debía hacer, pero pocas mujeres con las que salí lo agradecieron. También se debía a que eran mujeres con choferes, escoltas y demás. Que una persona más lo hiciera, no tenía valor sentimental para ellas. Caminamos por las concurridas calles y miramos los lugares de comida. Beatriz señaló los lugares que no le gustaba por el sabor de la comida. Continuamos caminando hasta un puesto de comida ambulante. Era un hombre delgado en una camioneta de comida chatarra. El olor a aceite quemado me revolvió el estómago. No era la comida que acostumbraba ingerir. Beatriz se acercó a la luz para ver el menú colocado en el fondo de la camioneta. Miré a los cocineros; el padre y su hijo menor, ambos con gorras de beisbol. —¿Quieres papas o hamburguesa? —preguntó. Miré las papas que le entregaban a un muchacho en la fila. Destilaban aceite dentro de una caja de cartón que no absorbía lo suficiente. Las hamburguesas eran enormes, también en platos de cartón. Miré a Beatriz. Ella esperaba mi respuesta. Si quería ser un caballero, debía complacerla. No estaba seguro de poder comer sin vomitar. El simple olor del aceite me agitaba el estómago, no obstante, no podía comportarme como un niño caprichoso. —Lo que tu ordenes —respondí sonriente. Ella sonrió y pidió dos hamburguesas de carne con papas fritas. Era una de las últimas en la fila, así que tardó demasiado en recibir su pedido. En ese punto, las náuseas fueron insoportables. Tuve que alejarme hasta la plaza en la izquierda del puesto. Me sostuve de una estatua de Lincoln. Apreté mi estómago y respiré profundo. Si vomitaba, no solo quedaría como el chico delicado con el que peleé de niño, sino que le indicaría a Beatriz que su elección de comida era un asco para mí. De espaldas a ella, saqué el teléfono de mi bolsillo y fingí una llamada de negocios. Cuando ella me llamó, giré y guardé el teléfono. Ambos acortamos la distancia que nos separaba, mientras rezaba en silencio para que el vómito no explotara. —¿Te parece si comemos en los bancos de la plaza? —inquirí. —Me parece perfecto. Nos sentamos en las bancas, cada uno con su comida. Beatriz atacó su hamburguesa con fiereza. No comió como un animal, pero la devoró en segundos. Yo mastiqué un par de papas y le di una mordida a la hamburguesa. Las papas estaban frías, plásticas, resonaban en mis dientes. La hamburguesa no tenía salsa, la carne estaba pasada de cocción y el tomate se deshacía cuando la carne lo aplastaba. Era repulsiva. No entendía como Beatriz la comía con tanta emoción. —¿No te gusta? —preguntó al ver mi comida integra. —Sí, claro. —Mordí la hamburguesa—. Es que suelo dormir tarde, entonces aun no tengo suficiente hambre. —Me preocupaba que no te gustara. —Tragó un sorbo de soda—. Venía siempre con mi mamá a este lugar. Intenté no sentirme mal por fallarle a la señora. Era difícil dejar la comida gourmet por papas mal sazonadas. Quise comer un poco más. Cuando no soporté la sensación de ebullición en mi estómago, le dije a Beatriz que las guardaría para comerlas más tarde. Ella no le prestó mayor atención a mi comportamiento y se enfocó en comer su hamburguesa. Cuando la comida se terminó, me preguntó si podía acompañarla a casa. Era lo mínimo que podía hacer por ella. Caminamos doce manzanas hasta su casa, en un pequeño suburbio escondido detrás de un enorme hospital, con el cine y los centros comerciales rodeándola. No vivía cercana a la playa, pero estaba a un paso del centro. No necesitaba una bicicleta para hacer las compras. Con la conversación fluyendo como el agua en un peñasco, la dejé en la puerta de su casa, resguardada bajo cuatro vueltas de llave. La paranoia de estar protegida, me recordó a Greg. Se llevarían bien si llegaban a conocerse, sin embargo Mónica era el complemento ideal de mi chofer. Ella era recta, decidida, una mujer madura que no permitía que las cosas malas la cambiaran. Por esas razones los veía como una pareja potencial, porque el empuje, la decisión y la fortaleza nunca faltarían en su equipo ganador. —Me gustó mucho salir contigo —admitió Beatriz. —Lo disfruté bastante —articulé—. Espero se repita. Ella sacó las llaves de su bolsa. —Cuando des la vuelta en tu rueda de citas, llámame. Se inclinó para besar mi mejilla, insertó la llave en la cerradura y entró a su casa. Beatriz me dejó pensativo todo el trayecto hasta el apartamento. Beatriz no fue interesada, tampoco habló solo de ella. No le importó comer en la calle, llevarla caminando a casa, que no quisiera besarla ni que no me gustara su comida. Tampoco me presionó para volver a salir, ni me llenó el teléfono de llamadas que no contestaría. Se comportó como la adulta que era, admitiendo que no sería la única mujer con la que saldría. Beatriz Green me gustó como amiga. Y reiteraba, para ser la primera cita resultó una maravilla. El problema fue que elevó mis expectativas para las siguientes. Sin embargo, después de semanas visitando el bar Drink, surgió algo mejor que una cita; conocí la mujer de mi vida.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD