Un año atrás
Las inmensas luces exteriores opacaban los focos de la oficina. El iluminado Empire State se vistió de gala dos noches antes de año nuevo. La marquesina de la empresa no era ni el cinco porciento de lo brillante del Empire. Me elevé de la silla, me coloqué el saco y ajusté mis gemelas. Pasaban las diez de la noche cuando me percaté que era la única persona de alto rango trabajando. Faltaban dos horas para que el siguiente año nos pateara con todas sus fuerzas. Respiré profundo y miré la hora sobre la pantalla del edificio. No me quedaba suficiente tiempo para prepararme psicológicamente antes de verla.
Estaba obligado a asistir a la fiesta de la empresa. Por esa única vez al año los empleados de Armstrong Enterprise estaban invitados a convivir con los altos mandos, los ejecutivos, socios y amigos de mi padre. La invitación era opcional, sin embargo los empleados acostumbraban asistir para brindar con nosotros, lucir sus trajes y conquistar a las secretarias. Yo pertenecía a ese pequeño grupo que no se alegraba por una fiesta y prefería sentarse en un sillón a ver la función de medianoche por televisión. En mi caso, eso no era posible. Era el único heredero de los Armstrong, por ende era mi deber asistir.
Mi madre aseguraba cada fin de año que el siguiente la empresa pasaría a mis manos. Fueron cinco años de escuchar el replay. Mis intereses financieros no dependían de mi apellido en los cheques o sobre el Enterprise. Mis aspiraciones se inclinaban por los resort, quizás un casino cuatro estrellas. No quería envejecer en una empresa de comunicaciones. Pensarlo no me excitaba, tampoco me alegraba; se sentía como una soga alrededor del cuello, no como un salvavidas.
De espalda a la puerta, escuché sus tacones acercarse a mi oficina. Mónica tocó justo a tiempo; faltaban cien minutos. Después de permitirle el acceso, se acercó a mi escritorio con una carpeta transparente en sus manos. Con ella, éramos los únicos desquiciados que no podían desistir de su trabajo el último día del año.
—La última firma del año, señor Armstrong.
Saqué el bolígrafo que mantenía en el bolsillo interno de mi saco y enfrenté a mi secretaria. El bolígrafo me lo regaló mi madre cuando ascendí a socio minoritario. Tenía mi nombre grabado, junto a un lindo mensaje de te quiero. Mónica llevaba el mejor vestido que podía costearse una vez al año. Su cabello recogido en un apretado peinado le producía un malestar en el cuello; la vi frotarlo cuatro horas atrás. Me detuve a su lado, con el bolígrafo en mano, encorvado y con la mirada en el documento de liquidación que necesitaba mi firma.
—Te daré un propósito para el próximo año. —Estampé mi firma—. Mi padre es el señor Armstrong. Yo soy Everett. ¿Podrías dejar las formalidades cuando no sea necesario? Es mi deseo de navidad.
Mónica sonrió al levantar el documento.
—No podría tutearlo —pronunció—. Sería impropio.
Rodeé su pequeño cuerpo y me detuve del otro lado.
—Igual de impropio que dormir con mi chofer.
El color brotó de sus mejillas como las cenizas en una erupción. Eso fue tan sorpresivo incluso para mí, que aplaudí su osadía. Cuatro días atrás los encontré en el estacionamiento, teniendo más que sexo sucio. La voz de Mónica golpeaba los vidrios de su prius, mientras Greg le exigía decir su nombre. Greg, mi chofer, se disculpó cuando toqué la ventanilla y los sorprendí. En su defensa, Greg llevaba meses detrás de Mónica. Lo único que esperaba era una consumación apropiada, no dentro de un auto en mi estacionamiento. Yo fui un simple transeúnte que no podría olvidar encontrar la escena de página web. Gracias al cielo no fue en mi auto, o Greg tendría un trabajo vendiendo hamburguesas en un puesto ambulante en Brooklyn.
—No se repetirá, señor —afirmó serena.
Me acerqué tentativo a la mujer de piel pálida.
—Si dejas de llamarme señor, olvidaré lo que escuché.
Ella giró, sus tacones raspando el suelo.
—Le prometo que no sucederá una segunda vez.
Retrocedí cuatro pasos, metí las manos en mis bolsillos y le sonreí. Me agradaba verla tartamudear. El rubor que se aplicaba cada mañana, era mínimo comparado con el color de la vergüenza. No estaba dispuesto a torturarla más tiempo, así que intenté olvidar lo sucedido con su regalo navideño. Pensé en su regalo muchísimo tiempo antes de navidad, cuando encontré un cheque del banco en su escritorio.
—Gracias por quedarte esta noche, Mónica —le agradecí su trabajo el último año—. Tengo algo para ti.
Caminé al escritorio. Busqué la chequera, escribí un monto de seis ceros y firmé al final del papel. Era lo menos que podía hacer por la mujer que tuvo infinidad de consideraciones conmigo. Así como no olvidaba las personas que me apuñalaban por la espalda, tampoco me cegaba a la lealtad que algunos empleados tenían conmigo.
—Para ti. —Lo extendí en medio—. Por tu intachable trabajo.
Mónica dudó al ver el cheque. Cuando la animé a sujetarlo, sus ojos se agrandaron por la suma. Era muchísimo dinero para cualquier persona, sin embargo para un Armstrong era un punto en un saco armani. El dinero no era problema para nosotros. Con el simple hecho de escribirlo, nuestras cuentas se triplicaban. La revista que escribía sobre empresarios millonarios, publicó un artículo en el que nos describían en dos palabras: respiran dinero.
—Esto es demasiado, señor Armstrong. —De inmediato corrigió—. Esto es más de lo que gano en un año.
Sabía lo que ese monto significaba. No la estaba comprando, ni era un cheque para ocultar un asesinato. Era un gesto de agradecimiento por su trabajo, entrega, dedicación y esmero para levantar la empresa cuando los problemas surgieron. Mónica y Greg eran lo más cercano que tenía a los amigos. Nuestra relación no era jefeempleada. Traspasó esa barrera muchísimo tiempo atrás, cuando apenas Greg comenzaba a trabajar para mí.
—Te lo ganaste. —Me tomé el atrevimiento de doblarlo y colocarlo en su mano derecha—. Eres diferente a las demás secretarias. No te importa quedarte conmigo hasta altas horas de la noche varias veces a la semana. No te opones a buscar los documentos que necesito. Eres mi agenda personal. Ya ni siquiera anotas lo que te pido. Estás al tanto de todo lo que sucede. Eres mi asistente perfecta.
Mónica se mantuvo en silencio.
—Y por todas esas razones —continué sin demoras—, te nombraré mi asistente ejecutiva. El próximo año te encargarás de buscar una secretaria para ti. Tú estarás autorizada para buscar mis documentos, agendar mis juntas, reacomodar mi agenda y ser mi mano derecha en las juntas de negocios. Tu secretaria se encargará de la comida, llamar el auto, pedir mi café y suplirte cuando enfermes o tu hijo Cody enferme en la escuela. Sé que necesitas más tiempo con él.
A pesar de portar el apellido Armstrong, mi posición no se elevaba por encima de mis empleados. Nuestra familia sobresalía por ser magnánimos, un tanto extravagantes y trabajadores. Papá jamás pisó a ninguna persona para hacerse un renombre en el mundo tecnológico. Su dinero, inversiones, sociedades y aquello que le permitió un puesto prestigioso entre el consorcio y los hombres poderosos, fue por trabajo duro, por noches en vela. Y eso me enseñó desde niño, a no meter mis raíces entre los huesos y la carne de mis oponentes.
Mónica no solo era mi asistente, era mi única amiga en ese enorme edificio. Me recordaba los cumpleaños, me consentía con un dulce preparado por ella una vez a la semana e incluso me invitó al cumpleaños de su hijo al que nunca asistí. Siempre fue cortés, por esa razón se oponía a llamarme por mi nombre, sin mencionar su negativa a aceptar el cheque que sabía necesitaba. Ella creía que era una línea de acero intraspasable. Para mí era algo normal entre nosotros. No era una usurpación, ni traspasar límites. Era tenderle una mano amiga.
—¿Qué te parece? —inquirí.
—No sé qué decir.
—Sería la primera vez. —Mónica sonrió—. Cómprale algo lindo a Cody, cambia tu auto, múdate de apartamento. Disfrútalo.
Mónica desdobló el cheque una vez más. Miró el monto exorbitante. Para ella era tan increíble como ganarse la lotería. Sabía que Mónica no vivía tan bien como quería. Su hijo no podía estudiar en una escuela prestigiosa, ni usaba los lentes de moda. Ella lo necesitaba más que cualquiera en ese edificio. Yo solo le di un pequeño empujón para que el siguiente año fuese mejor.
—Se lo agradezco. —Socavó otra sonrisa—. Señor Everett.
Aplaudí cuando al fin conseguí que me llamara Ever.
—Muchísimo mejor. —Apreté sus hombros y la guie a la puerta—. Feliz año nuevo, Mónica.
Giró una vez más. Sus ojos verdes brillaban.
—Feliz año nuevo, señor Everett —respondió sincera, llena de emoción, con una despampanante sonrisa—. Este próximo año será especial para usted. Sé que cada año le digo lo mismo, pero en mi corazón siento que este será diferente. Se acordará de mí.
Inserté las manos en los bolsillos.
—Mientras no hablemos de amor. Sabes que mi ducati es mi única enamorada. —Moví la cabeza a la salida. Se nos hacía tarde. Ella estaría con su hijo, yo con mis padres—. Saluda a Cody.
Recogió su bolso, su chaqueta y se encaminó al ascensor. La vi descender hasta el sótano. Respiré profundo cuando supe que estaba solo en el enorme edificio. Me producía una sensación indescriptible ayudar a los demás. Me sentía mejor conmigo mismo, menos prepotente. Volví a la oficina y busqué mi celular. Tenía veinte llamadas perdidas de Simoné. Ni me molesté en devolverlas. En su lugar cerré la oficina, bajé el ascensor y busqué a Greg. Estaba jugando uno de sus predilectos juegos de conducir en una tableta. Cuando me vio acercarme, lanzó la pequeña tableta al asiento del copiloto, bajó del auto y abrió la puerta trasera para mí.
—Buenas noches, señor Armstrong —saludó cordial—. La señorita Sawyer se encuentra esperándolo en el pent-house.
—Dile que vamos por ella.
—En seguida, señor.
Cerró la puerta por mí y puso en marcha el auto blindado. Greg fue mi chofer personal los últimos dieciocho meses. Usualmente buscaba personas mayores con experiencia, para que su trabajo fuese intachable, pero Greg me sorprendió con su hoja de vida. No solo era un experto jugador de Need For Speed, también estaba recomendado por la señora Fitzpatrick, una entrañable amiga de mi madre. Greg me enseñó que a pesar de su corta edad, podía comportarse como un adulto responsable. En ocasiones permanecía dos horas antes en el estacionamiento de mi edificio. Me protegía de la lluvia, limpiaba mis zapatos, compraba flores para mi madre y se encargaba de sacar a las mujeres de mi vida cuando se adherían como una sanguijuela.
—Señorita Sawyer —comentó a través del teléfono—. El señor Armstrong irá por usted en diez minutos.
Hubo un corto silencio.
—Por supuesto, señorita. Le diré.
Cuando colgó el teléfono, me transmitió el mensaje.
—La señorita le pide flores por su retraso.
—¿De nuevo? —Ajusté mi corbata—. ¿Las compraste?
—Como siempre, señor.
Señaló el asiento del copiloto. Un ramo de treinta rosas se mantenía erguido en una base cuadrada sobre la que insertaron los tallos. Era extenuante comportarme como un caballero con Simoné. Y el problema no era ser caballero, sino que no lo sentía natural con una mujer de plástico. No era normal verme obligado a comprarle rosas, claveles, tulipanes o las flores que quisiera cada vez que me retrasaba en una cita que nunca quería. Verla no me emocionaba ni me aceleraba el corazón. Todo lo contrario, aborrecía estar con ella.
—Gracias, Greg.
—Es mi trabajo, señor.
Lo miré por el retrovisor.
—¿También debo hablar contigo? —le pregunté.
Le comenté lo mismo que a Mónica. Él entendió un poco más rápido, aunque también se opuso a intimar. Por el momento me conformaba con eso, no obstante era tan terco como mi padre. No descansaría hasta que ambos aceptaran tutearme. Los amigos no se llaman señor, no se abren las puertas ni esperan por ti dos horas bajo la lluvia. Quería separar el trabajo de la amistad, sin embargo, tenía límites en ambos extremos, cuestión que ellos no entendían.
Diez minutos más tarde llegamos al imponente edificio de Simoné. Greg bajó, llamó a su pent-house y esperamos que saliera. Cinco minutos más tarde apareció con una chaqueta de piel animal ondeada por la brisa y dos aretes de diamantes que estiraban sus lóbulos. Greg le entregó las flores y la ayudó a subir a la camioneta negra.
—Llegas tarde —fue su saludo.
—Llegué. —Enarqué una ceja—. Agradece eso.
Detestaba salir con Simoné. Era la clase de mujer que se obsesionaba con una persona y no existía poder humano que la despegara. Aunque Greg mintió infinidades de veces, Simoné logró encontrar la dirección de la fiesta anual de Armstrong Enterprise. Utilizó una leve amenaza para conseguir mi atención y un par de fotografías para las mejores revistas de Estados Unidos. Solo serían tres horas, pero con ella se sentía una eternidad. Estaba cansado de la farsa y el teatro barato. Entre nosotros no había chispa. Nos repelíamos como imanes. No podíamos estar en la misma habitación, o nos mataríamos. Simoné quería fama, colgándose de la mía.
—¿Cómo estás, Simoné? —pregunté por cortesía.
—Agradecida por las flores que te pedí comprarme. —Utilizó su sonrisa sarcástica—. Cada vez son menos.
—Igual que mis ganas de salir contigo.
Arrancó varios pétalos y los arrojó al suelo.
—Mientras la prensa crea que somos felices —articuló frívola—, no me importa lo que el señor Armstrong quiera.
—¡Qué agradable!
Miré a través de la ventanilla. Ella continuó hablando de la prensa, lo que Vogue pensaría y mil quinientas cosas más que únicamente le importaban a ella. Salir con una modelo ascendente fue una terrible idea del equipo publicitario. Simoné no solo era la persona más infantil, plástica e inhumana existente, sino que no le importaba lo que las personas pensaran por impedir que una niña se tomara una fotografía con ella porque no estaba presentable. Me sentía ahorcado con ella. Esperaba el momento oportuno para darle un cierre a la "relación más hermosa de Nueva York".
El salón Light se encontraba a diez minutos de su edificio. Fue poco lo que soporté de sus monólogos sobre la ingesta de calorías en reuniones tan grandes como las nuestras. Greg estacionó en la entrada principal, bajo los descomunales reflectores. Al ser una de las familias más influyentes de los últimos años, la prensa se agolpó en la puerta de la camioneta. Una lluvia de fotografías golpeó mis ojos, mientras de mi codo colgaba la modelo Simoné Sawyer. La doble S en su nombre no solo era parte de su nombre artístico, sino que encajaba a la perfección con la serpiente venenosa que habitaba en su interior.
Los paparazzi no tardaron en preguntar el rumbo de nuestra relación. Tiré sutilmente del codo de Simoné y nos conduje adentro. Las mentiras no eran mi fuerte, como tampoco lo era fingir una inexistente felicidad con ella. Las luces de la entrada les permitieron a los escoltas atisbarnos a distancia. Cuando nos acercamos a ellos, quitaron el separador y nos indicaron hacia donde dirigirnos. Respiré cuando entramos a la brillantez y extravagancia de los Armstrong.
Las personas se encontraban desplegadas en las mesas, intentando limpiarse el residuo del caviar con servilletas de lino. Descolgué a Simoné de mi codo cuando atisbé a mi madre en la mesa central. Le causaría un aneurisma hablar de superficialidades con Simoné.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Lejos. —Sujeté una copa de champaña de la bandeja de un mesero—. Porque esta sea la última noche que estamos juntos.
Bebí el contenido y le entregué la copa.
—Pide que te lleven.
Di media vuelta, pero Simoné me sujetó del brazo.
—No puedes dejarme —interpeló entre dientes.
Quité sus uñas de mi saco.
—Rétame.
Para no provocar ningún escándalo, Simoné me permitió alejarme, aunque eso no evitó llamarme cuatro veces con la sutileza de un megáfono. Ignoré su voz, aun cuando las miradas se desplomaron en mí. Continué mi camino hacia Margot Sprouse Armstrong, mi maravillosa madre. No existía lugar más diplomático que a su lado. Mi madre se informaba de la mejor fuente sobre los pormenores de la sociedad, cuando toqué su hombro para notificarle mi llegada.
—Hola, mamá. —Besé su mejilla—. Estás radiante.
Llevaba una copa de vino blanco en su mano. Se disculpó con su amiga para hablar tranquilamente conmigo. Besó mi mejilla, me sonrió y respondió mi pregunta de la forma más audaz posible.
—Es la luz del salón —bromeó—. ¿Estás con la señorita?
Miramos atrás. Simoné se encontraba en el bar, arrojando tanto licor por su garganta como su pequeño cuerpo soportara.
—Es más fácil desmanchar un dolce blanco que quitármela de encima. —Mamá alzó su ceja—. Hablo en serio.
—Yo lo arreglo, cariño. —Me guiñó un ojo—. Nadie se entromete en la vida de mi hijo favorito.
—Solo tienes un hijo.
—Por eso eres mi favorito —bromeó con una sonrisa..