Winter mantuvo la mirada en el bolígrafo. La punta negra taladraba la caoba de la mesa. El escalofrío que recorrió mi espalda la tarde que Winter conoció la verdad, se mantuvo en mi espina dorsal los últimos tres meses. Resultaba increíble que mi vida soñada, mi estabilidad emocional y mi paz interior se fueran al diablo en un chasquido. Me costó procesar que la hermosa mujer ante mí no era la misma que me gritó un te amo en el muelle de Santa Mónica, ni aquella que juró amarme para siempre con aquella calurosa sonrisa.
—Debe firmar —pulsó su abogado—. La señora Reed firmó.
—Ella es la señora Armstrong. —Miré sus ojos negros una última vez—. Llevas mi apellido, Winter. Eres mi esposa.
Ella elevó la mirada.
—No, Everett —afirmó determinada—. No soy tu esposa.
Ni todo el dinero del mundo compraba su confianza, ni la mirada amorosa que teníamos. Deseaba con todas mis fuerzas regresar el tiempo, cuando éramos felices y mis mentiras no consumieron nuestra felicidad. Creí que actuaba de la manera correcta, sin imaginar el daño que causaría en el corazón de mi esposa. Quebré el espíritu de Winter, aquella hermosa mujer que conocí una noche en Drink.
La mujer ante mí no era la carismática que me contó sobre su gato tuerto, la que me llevó sopa caliente en mi primer resfriado, ni la que se batió un juego de dardos mortal. Extrañaba delinear sus labios con mis dedos, mirarla dormir cada tarde después de un día de playa en nuestra luna de miel, y reír juntos durante horas, sentados en el sofá de parches de colores. Winter Reed no solo fue la mujer que abrió la caja fuerte de mi corazón, sino aquella que vio más allá de mi piel, mi dinero, posición, mis ojos y el apellido que marcó mi vida. Sentado frente a ella rememoré los momentos que atesoraría el resto de mi vida.
Por más que deseaba alejarme para mantenerla a salvo de mis mentiras, no podía permitir que se escurriera entre mis dedos. Debía buscar la manera de retenerla a mi lado el tiempo suficiente para ganarme su perdón. Con Winter fui más feliz que en mis treinta años sin ella. Era la mujer de mi vida, la que quería a mi lado. Por esa razón dejé el bolígrafo, entrelacé los dedos y regresé la mirada.
—Firmaré con una condición.
—No estás en posición de condiciones —replicó mi esposa.
Arrastré mi cuerpo adelante. La mesa que nos separaba era tan grande como el refrigerador que elegimos juntos. Eran demasiado los recuerdos, que encerrarlos en una caja no los contenía.
—Te pido una tregua de un mes.
Winter frunció el ceño.
—Estoy seguro que la mujer de la que me enamoré esta debajo de ese rencor. Date la oportunidad de conocerme como soy, no el hombre que aparentaba ser. —Mi corazón se aceleró—. Sé que en ese tiempo te enamorarás de mí, de quien soy realmente, más allá de mi apellido, como lo estuviste tres meses atrás. Por favor, Winter. Solo eso pido.
Ella me escuchó en silencio, con las manos bajo la mesa. El abogado intentó decirle algo en privado, pero decidió hablar por ella.
—En cuatro semanas te demostraré que soy el hombre del que te enamoraste. —Winter bufó, cruzó los brazos y negó con la cabeza—. Por favor, nena. No tienes nada que perder. Tienes las cartas ganadoras con el acta de divorcio. Una oportunidad más. Por favor, Winny. No seas cruel conmigo.
Su semblante cambió.
—¿Cruel? —replicó—. El único cruel eres tú. Me engañaste por meses enteros. El hombre con el que me casé, no eres tú. No eres el que me dijo que nunca me mentiría, que cuidaría mi corazón y vería por mí el resto de mi vida. Me lastimaste, Everett, me destrozaste la vida. ¿Tienes idea de lo que siento por ti?
—Por favor no lo digas —imploré.
Todos nos quedamos en silencio. Borró sus lágrimas tan pronto descendieron. Desde el instante que Winter conoció la verdad, nuestro matrimonio se desplomó. Durante meses quise contarle la verdad, sin embargo, cada vez que me llenaba de valor, algo sucedía. Estaba consciente de mi error, uno imperdonable. Aunque el amor no se destruyó con una palabra, las mentiras lo sofocaron.
—Sé que te engañé —comencé—. Te mentí, Winter, sin una razón de peso para ello. Pensé en mí, en lo que me dolería perderte, que le permití a la mentira crecer. Yo la alimenté. Soy culpable de tu dolor, tus lágrimas, tu desprecio. Eso me duele muchísimo, porque cuando te conocí era una persona completamente diferente. No era el que ahora te suplica una oportunidad para reivindicarse y mostrarte que si te amo.
El dolor de Winter se reflejaba en sus lágrimas, en la punta de la nariz roja, en las respiraciones lentas para no sollozar y en la manera de apretar sus manos. La conocía mejor que ella misma. El tiempo que estuvimos juntos fue maravilloso, siempre estaría en mi memoria, sin embargo quería que ella estuviese físicamente en mi pequeño universo. Aunque la tregua fallara, Winter sería la única mujer que tendría mi corazón. Me enamoré de ella para siempre. Juré en un altar en la playa, que nuestras almas estarían juntas hasta la posteridad. Por esa razón, el dolor que me embargaba cada vez que la veía, me quemaba por dentro. Nunca quise lastimarla, pero me equivoqué.
—¿Ya no me amas? —le pregunté con dolor.
Winter despegó los labios, con un mar de lágrimas bajando por sus mejillas. Aunque lo intentó, no logró responder. Winter no era la mujer fuerte de la que me enamoré dos meses después de conocerla. La fachada de rudeza, intrepidez y osadía, se derrumbó cuando entre lágrimas me suplicó marcharme del departamento. Desde entonces, la mujer que asistía a las reuniones con los abogados no podía contener sus lágrimas ni verme a los ojos. Los ojos de mi esposa eran los más hermosos, y privarme de ellos era tan doloroso como un disparo.
—Si me amas, por favor perdóname.
—No puedo —sollozó—. Lo que hiciste es imperdonable.
No tenía indulto, tampoco piedad. Supliqué con dolor en mi garganta, lágrimas pugnando por salir y un nudo en el estómago. A ambos nos dolía la situación que se presentó, sin embargo, debíamos elegir entre seguir matándonos con odio o sanar las heridas con amor. Yo tenía mucho amor que ofrecerle. Mi corazón entero fue puesto sobre la mesa en una bandeja de oro, cuando la primera disputa se propició. Me incliné ante ella, a sus peticiones, pero Winter solo quería una cosa: la firma irrefutable de divorcio. No le importaban los bienes adquiridos ni el departamento. Solo quería sacarme de su vida.
—Nada cambiará en treinta días.
—Haremos que cambie —le informé mi determinación a cambiar la terrible imagen que tenía de mí—. Puedo ser mejor que esto.
—¿Qué gano, Everett? Durante meses no hice más que perder el tiempo contigo, creyéndote como una idiota —susurró levemente enojada—. Ya me mentiste suficiente.
Recostó la espalda en la silla reclinable y se limpió las lágrimas. No vi un destello de esperanza en sus ojos. Winter estaba decidida a destruir todo lo que construimos. No tenía moral para exigirle que dejara todos sus principios y me siguiera, cuando no tuve la osadía de decirle la verdad en los meses que estuvimos juntos. No creí que me perdonaría, así que callé hasta que fue demasiado tarde. Atado a la silla, la vi llorar cuando le mostraron quien era Everett Armstrong.
Estaba a punto de declinar, cuando la última lágrima cayó sobre la mesa. Winter siempre fue una mujer valiente, una guerrera que no se dejaba intimidar. Verla sollozar durante noventa días no era precisamente un matrimonio feliz. Después de descubrirse la verdad, entendí que por mí mismo jamás se lo hubiera contado. No diría que me hicieron un favor, pero alivianaron la carga de la mentira.
—¿Qué piensas, Winny?
Miró el bolígrafo pendiendo de mi mano.
—No es un trato justo —finiquitó.
Podía jugar una carta, la última del maso. Era una apuesta riesgosa, sin embargo estaba dispuesto a afrontar el destino. Sin Winter, mis días eran tan oscuros como un túnel. Por ella me arriesgaría. Haría lo que fuera para recuperarla. Nuestro matrimonio no fue legal, hasta que la hice firmar un documento con mi nombre real. Axel Morgan no existía en ese bufete, en el sistema, ni en la vida de ninguna persona que Winter conocía. Axel Morgan fue borrado del planeta, por ende el matrimonio en la playa quedaba completamente anulado.
—¿Qué te parece esto? —Lo arriesgué todo una última vez—. Si no consigo un te amo en cuatro semanas, firmaré el divorcio.
Winter quedó perpleja. El hombre que negociaba con ella, no era el mismo que le cedió el poder de elegir las cortinas del baño, el edredón de la cama, las chaquetas de beisbolista ni las canciones en la mañana mientras desayunábamos. Ante ella estaba el empresario que mi padre formó, el lobo asesino que conseguía las mejores inversiones. Dejé a Winter boquiabierta, cuando sin pestañear le indiqué lo seguro que estaba de su amor por mí. El amor, aunque flaquee, no se esfuma.
—¿Tan seguro estás?
—Sé que me amas. —Golpeé la mesa con los nudillos—. Estoy tan seguro de ello, como lo estoy del aire en mis pulmones.
Winter intentó consultarlo con el abogado, pero la decisión era enteramente suya. Después de unos minutos limpió sus lágrimas, despegó sus labios, se elevó de la silla y extendió su brazo. La forma profesional en la que se desenvolvió me excitó. También me coloqué de pie, extendí mi brazo y apreté la suya. No fue un trato cerrado, tampoco una negación. Winter dejó claro que no era una decisión definitiva. Para mí fue suficiente. Sabía que el amor que sentía por mí no podía apagarse como la llama de una vela. Antes de marcharse, repitió que lo pensaría. Una semana después nos reunimos de nuevo.
Esa vez tomó una decisión final, lo que significaba una sola cosa: solo tenía un mes para enamorar a mi bellísima esposa.