—Usted sabe tan bien como yo, Cosmo, que nadie puede discutir con Su Majestad en un asunto como éste. Se limitó a decirme que debía transmitir a usted sus deseos y después hablamos de otras cosas.
El Duque se puso de pie y caminó hacia la chimenea.
—Eso es algo que un hombre no hubiese hecho en las mismas circunstancias— dijo.
—Pero carecemos de Rey— le recordó el Lord Chambelán—, y dudo mucho que el Príncipe consorte, si viviera, se hubiera mostrado menos enérgico que Su Majestad.
—Sí, en eso tiene usted razón. Fue siempre un hombre demasiado simple y remilgado. ¡Gracias a Dios, el Príncipe de Gales es muy diferente a sus padres!
—Su Majestad la Reina no se siente muy complacida en estos momentos con lo que se conoce como «el grupo de la Casa Marlborough». La semana pasada acusó a los amigos de Su Alteza Real, el Príncipe, de que practicaban juegos de azar, apostaban a las carreras de caballos e incluso fumaban. Y lamentó que el Príncipe disfrutara con la compañía de americanos y judíos.
El Duque de Kerncliffe comprendió, mientras hablaba el Lord Chambelán, que aunque el Príncipe de Gales simpatizara con él, no podría ayudarle en nada.
Después de un momento de tenso silencio, se decidió a preguntar:
—¿Cuánto tiempo tengo para considerar la orden de Su Majestad?
Enfatizó la palabra «considerar» y el Lord Chambelán hizo un gesto que hablaba por sí mismo.
—Yo me imagino— dijo con lentitud— que si el señor de la caballería se ausentara del Castillo, ello crearía muchos problemas sobre todo en esta época del año. Su Majestad se vería obligada a nombrar a otra persona para su cargo.
El Duque plegó los labios al objeto de contenerse de expresar en voz alta lo que pensaba.
—En fin... por mi parte, no tengo nada mas que alegar— el Duque se puso en pie—, supongo que será mejor que informe usted a Su Majestad de que ha cumplido sus instrucciones.
—Estoy seguro de que ella espera que yo le diga esta tarde que usted ha aceptado cumplir su sugerencia.
—Entonces, puede usted informar también a Su Majestad que considero que el castigo excede con mucho al crimen.
Cuando salió de la oficina del Lord Chambelán, el Duque anduvo con lentitud por los serpenteantes corredores que conducían a la entrada del Castillo. Debido a que ya había supuesto que el ser llamado por el Lord Chambelán significaba que iba a tener problemas, su faetón le esta ba esperando.
Se trataba de un magnífico carruaje, tirado por cuatro caballos n***o azabache exactamente iguales.
El resultado era debido al atractivo contraste con el faetón mismo, que era amarillo, y tenía las ruedas y la vestidura negras.
Cuando subió al coche su palafrenero le entregó las riendas. En el momento en que el faetón se puso en marcha el Duque saltó hacia la parte de atrás.
El palafrenero observó a su amo y sospechó por su expresión que algo andaba mal.
Se sentó en la parte posterior del faetón, con los brazos cruza dos, en la forma correcta.
Iba pensando que tendría que advertir a todos los servidores, tan pronto como llegaran a Londres, que el amo estaba de pésimo humor, y en efecto, el Duque se sentía furioso por lo que acababa de saber y por la forma en que había sido tratado.
Fue un caso de mala suerte ciertamente que la Reina, ni más ni menos, hubiera decidido visitar a Lady Neathton a medianoche.
Ya había acabado él de quitar la llave a la puerta y en dos minutos habría desaparecido.
Conocía muy bien el camino de su propio dormitorio a través de aquel laberinto comparable, con justa razón, con una conejera.
Le pareció increíble que la Reina Victoria se hallase frente a la puerta en el momento mismo en que él procedía a salir del dormitorio.
Sólo esperaba que Lucy no hubiera sufrido las consecuencias.
Le había enviado una nota muy discreta con su ayuda de cámara, al objeto de ponerla en conocimiento de lo que había ocurrido.
Pensó que tal vez Lucy le hubiera oído hablando fuera de la puerta, aunque lo hubiese hecho en leves murmullos.
A menos que la Reina entrase en la habitación después de que él se fuera, la dama no tendría idea alguna a propósito de la personalidad de su interlocutora.
El Duque le recomendaba en la nota que se salvara a sí misma, haciendo creer a la Reina que ella no sabía que hubiera ocurrido nada fuera de lo normal esa noche.
Que, de hecho, había dormido tranquila y profundamente des de que se acostó hasta que fueron a despertarla por la mañana.
Él Duque había descubierto que Lucy Neathton recibía de muy buena gana sus galanteos. Y resultó ser una mujer muy apasionada y muy satisfactoria.
Pero una noche de amor no era suficiente compensación para el castigo que le había sido infligido.
A menos que diera con alguna forma milagrosa de escapar, ten dría que buscarse una esposa.
La idea no era nueva. Desde que él podía recordar, su familia siempre insistió en que se casara y que su mujer le diese pronto un heredero.
El Duque se había negado a considerar tal posibilidad.
Y, sin embargo, en los últimos dos años, desde que cumpliera los treinta, la presión había ido en aumento.
El Duque era hijo único.
Si no tenía descendencia, el ducado y la gran fortuna que este rentaba iría a parar a manos de un primo que no simpatizaba a nadie y que tenía mas de cincuenta años.
—Hay tiempo suficiente— decía el Duque con paciencia a todos los parientes que insistían en que contrajese matrimonio.
Se estremeció de horror ante la idea de tener que unirse a alguna odiosa jovencita, que sólo merecería su atención por el hecho de que su ascendencia fuera noble.
Desde que era niño, le habían dicho una y otra vez que su esposa, cuando decidiese casarse, debería ser de su misma clase social.
Lo que era mas, su elección tendría que garantizar la continuidad del árbol genealógico de la familia.
Estaba tan harto de oír tales historias, que había decidido no contraer matrimonio hasta que él considerara que ya había disfrutado bastante de su soltería.
—Es algo en lo que no pensaré hasta que verdaderamente empiece a envejecer— había dicho recientemente a uno de sus amigos.
Reginald Dalby, que era el amigo con quien estaba hablando, se echó a reír.
—Eso está demasiado lejos como para considerarlo siquiera comentó—, pero piensa que puedes caerte del caballo y romperte el cuello, o recibir un balazo, si no por accidente de manos de uno de los maridos que se pone rojo de furia cada vez que se menciona tu nombre.
—¡No digas tonterías!— protestó el Duque
Y una vez mas dejó el pensamiento del matrimonio a un lado, como era su costumbre.
Ahora, cuando menos lo esperaba, la Reina le había ordenado que tomara esposa. Hasta el pensar en ello hacía que oprimiera con mas fuerza las riendas de sus caballos. Sin lugar a dudas, debía obedecerla, ya que, en otro caso, sería expulsado de la corte y menospreciado por la alta sociedad.
La Reina era muy eficiente cuando se proponía algo semejante.
«Sólo Dios sabe dónde voy a encontrar una mujer que me con venga», se dijo.
Y repitió lo mismo en voz alta, dos horas mas tarde, cuando es taba sentado en el Club White’s con Reginald Dalby.
Era su mas viejo amigo. Estudiaron juntos en Eton y en Oxford, y habían servido en el mismo regimiento durante cinco años.
Reggie era de la misma edad del Duque y, en cierta forma, se parecía bastante a él. También era muy apuesto y un caballista excelente.
La diferencia entre ellos se refería sólo a cuestiones de dinero y de posesiones.
Mientras el Duque lo tenía todo, Reggie se trataba del hijo de un noble que encontraba difícil sostener su vieja casa, que estaba siempre en necesidad de ser reparada.
Reggie no podía casarse por la simple razón de que no tenía dinero para hacerlo y, como el Duque mismo, raras veces frecuentaba a alguna jovencita.
Pasaba su tiempo con mujeres sofisticadas y encantadoras.
O eran viudas, o sus esposos no se daban por enterados respectos a lo que hacían sus cónyuges, en tanto éstas fueran discretas.
—¡De verdad que es el colmo de la mala suerte, Cosmo! ¿Cómo diablos ibas a imaginarte que la Reina andaría deambulando por el Castillo a medianoche?
—Parece increíble— afirmó el Duque—, pero sucedió. Y, ahora, ¿qué puedo hacer?
—Lo mas importante es mantener lo sucedido tan callado como sea posible— dijo Reggie—. ¿Tú crees que Lucy Neathton hablará?
—No, si quiere conservar su puesto de dama de honor— observó el Duque—. La única forma en que puede librarse del problema es hacer lo que le dije, para que la Reina piense que no tuvo intervención alguna en lo que se refiere a mi comportamiento.
—Fue una suerte que Su Majestad no te preguntara a quién andabas buscando.
—Pensé en eso después. Supongo que pude haber dicho que al arzobispo de Canterbury, o a alguien así.
Reggie rió.
—¡Seguro que ni la Reina misma te hubiera creído eso!
Se hizo una pausa tras la cual Reggie preguntó tentadoramente:
—¿No has pensado en casarte con Lady Neathton?
—¡Cielos, no!— exclamó el Duque—, es encantadora y muy atractiva; pero si estuviera con ella mas de una semana, me moriría de aburrimiento.
—Me temía que ibas a decir eso. Lo único que hay de positivo en este enredo es que no puede presionarte para que te cases con ella, lo que hubiera podido hacer alegando que has arruinado su reputación.
—No existe la menor posibilidad de ello si mantiene la boca cerrada— dijo el Duque con firmeza—, y como creo que la Reina le tiene cierto cariño, Su Majestad tampoco dirá una palabra.
—Muy bien. Entonces, ¿con quién esperas casarte?
—¡Eso es lo que te estoy preguntando! Tú sabes tan bien como yo que no conozco a ninguna jovencita. Ni siquiera recuerdo cuán do fue la última vez que hablé con alguna de ellas.
—Tal vez a tu edad, te sentirías mas feliz con una mujer que hubiera estado casada anteriormente— sugirió Reggie—, alguien como Belinda. Estuviste enamorado de ella durante mucho tiempo.
—Belinda es sin duda una de las mujeres más divertidas que he conocido, pero jamás se sentiría satisfecha con un solo hombre.
Sus labios se apretaron antes de agregar:
—Aunque yo mismo soy bastante comprensivo, no tengo intención alguna de casarme con una mujer que meta a otro hombre en mi cama en cuanto yo salga de ella.
Habló con mucha decisión, lo que le reveló a Reggie que ya había pensado en esto antes.
Como consecuencia de su gran intimidad con el Duque y de que siempre le había admirado, sabía que éste profesaba ciertos principios que otros hombres no ejercitaban.
Por ejemplo, le disgustaba hacer el amor a la esposa de otro hombre en la casa de su marido.
Sabía que, de alguna extraña manera, el Duque acunaba en su pecho un sentimiento casi de simpatía por otros hombres, aunque éstos no cuidaran debidamente de sus esposas.
Reggie había advertido también, sin que el Duque tuviera necesidad de decírselo, que una cosa que jamas toleraría sería la infidelidad de su propia mujer.
Pasaron lentos, algunos segundos. Luego, Reggie se limitó a decir:
—En fin... lo único que puedes hacer ahora es considerar qué muchachas hay disponibles y, como tu padre hubiera dicho, cómo encajarían en el árbol genealógico de la familia.
El Duque permaneció callado, pero a Reggie no le pasó por alto que le estaba escuchando.
Terminaron sus bebidas y el Duque hizo una seña a un camarero para que sirviera dos copas mas antes de continuar hablando.
—He estado pensando en todos los Duques del país y tratando de recordar cuál de ellos tiene una hija casadera— dijo Reggie una vez que fueron servidos.
—¿Y qué has encontrado?— preguntó el Duque
—Las hijas del Duque de Devonshire están todas casadas, las niñas del Duque de Marlborough son demasiado pequeñas, la del Duque de Bedford acaba de comprometerse en matrimonio, y la del Duque de Norfolk es católica romana. No creo que te decidirías a casarte con ella.
—No, claro que no— reconoció el Duque
—Eso nos deja a la hija del Duque de Ilminster, pero creo que siempre la has detestado.