Hacía horas que había amanecido. Ya no hay dos arroyos, solo uno que fluye y lucha como una serpiente para apoderarse del valle. No hace un mes estaban todos en la tienda desesperados entre ofrecerme sus bienes más preciados o blandir un cuchillo para atravesarme la garganta, todas las tácticas que podían reunir, rogándome que detuviera la destrucción. Aquellos días de parentesco y felicidad estaban ahora bajo las ásperas ruedas agrietadas del carro de manzanas. El jefe Bean, un hombre bajo y ancho con un sentido de la importancia aún mayor, que pasaba por todo lo que un pueblo soñoliento necesitaría en un alcalde, me acorraló junto al mostrador diciendo, con una buena cantidad de saliva: ‘Ama, tú tienes el poder de echarlos. Empieza a caminar y no pares hasta que saques a esos demonios d