El teléfono sonaba y a Camila se le complicaba encontrarlo entre los cientos de almohadones del sillón de su casa. Por fin dió con el aparato y contestó sin mirar a quién.
—Hola — dijo rápidamente.
—Hola. ¿Camila Allende? — respondió una voz grave al otro lado de la llamada.
Frunció el entrecejo, inhaló despacio y contestó:
—Sí.
—Soy Jeremías Castro. —Silencio —. Te entrevistamos junto a mi socio el otro día.
—Sí, lo recuerdo — afirmó la joven.
—Queríamos hacerle una propuesta formal de trabajo, ¿podría venir a nuestra oficina mañana a las quince? — indagó y sonaba tan serio como cuando ella lo vio hace unos días atrás.
—Sí, por supuesto — respondió tratando de ocultar la emoción que la comenzaba a alborotar, tratando de que aquel grito de felicidad no saliera de lo más profundo de su garganta y echara por tierra su fachada profesional.
—Perfecto, la esperamos — respondió seco, frío, corto, finalizando aquella cortísima llamada.
Camila dejó el teléfono sobre los mullidos almohadones y levantó los brazos en señal de victoria, luego giró sobre sus talones para correr a una de las puertas que estaban en el pasillo detrás de ella. Abrió la primera a la izquierda y gritó fuerte mientras corría para tirarse sobre la cama donde una persona intentaba descansar.
—¡Lo conseguí! — gritó apretando el cuerpo que estaba acostado bajo las mantas — ¡Hay que festejar! —agregó sintiendo que la persona debajo se removía con pereza.
—Camila, ¿qué mierda? — masculló alguien con mal humor a su espalda. La castaña se giró y vió a un hombre morocho, sin remera y con aceptable físico, parado en la puerta de la habitación mirándola con evidente odio.
—¡Lo conseguí! — gritó mientras se paraba para saltar a los brazos del morocho.
—Cami, ¡eso es genial!—exclamó el tipo mientras la sostenía fuerte de la cintura y la hacía girar en el aire —. ¡Javier, levántate de una puta vez para festejar con nosotros! — gritó pateando la cama donde el aludido reposaba.
Las mantas se movieron y dejaron ver a un hombre, casi idéntico al otro, que los miraba aún demasiado dormido para comprender lo que sucedía.
—¿Por qué están en mi habitación? — gruñó enojado.
—¡Conseguí el trabajo! — gritó la chica y se volvió a tirar sobre él. Esta vez el hombre despertó y sonrió ampliamente.
—¡Yo lo sabía! Era Manuel el que decía que no te lo iban a dar — dijo riendo mientras la castaña se giraba para mirar al otro sujeto que se encogía de hombros.
—Gracias, hermano — le dijo con una irritación fingida —. Ahora no estás invitado a desayunar, solo llevaré a mi hermoso hermanito menor — dijo mientras apretaba los cachetes de su hermano que aun la abrazaba con real cariño, como lo hacía cuando eran pequeños y él buscaba a su hermana mayor solo para que lo protegiera de monstruos invisibles y demonios inexistentes.
—Somos iguales, asique si él es hermoso yo también — explicó el hermano que estaba de pie con tono de satisfacción.
—Eso quisieras — dijo su idéntico desde la cama —, pero todos sabemos que soy el más guapo — afirmó cruzándose de brazos con satisfacción.
—Bueno, hombre bello — retomó Camila —, ponte de pie así vamos a festejar —ordenó mientras golpeaba suavemente la pierna de su hermano —. Tu también — le ordenó al otro.
—Sí, mi capitán — dijeron ambos al mismo tiempo, llevando sus dedos índices a sus respectivas frentes, sintiendo de nuevo esa conexión que fluía con facilidad entre los tres, que los rodeaba como un abrazo suavecito y les recordaba que allí, exactamente allí, siempre tendrían su hogar.
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—Asique llamaste personalmente a la chica, aunque tenemos gente a la que le pagamos para que se encargue de eso — dijo Marcos con una irónica sonrisa abriéndose paso en sus labios.
—Si no tenés nada más que agregar, hay bastante trabajo que terminar — respondió el morocho sin siquiera mirarlo.
—¿Mañana a las quince? Mmmm, pero creo que nos toca una reunión justo a esa hora — Continuó el rubio. Como respuesta Jeremías le dió una mirada fugaz cargada de odio.
—Sí, hermano, justo nos toca la reunión con los fotógrafos. Y hablo en serio. Sabes que me encanta molestarte pero en esta ocasión es verdad, la reunión la pactamos para las catorce treinta —explicó la rubia sentada a su lado.
—Samantha, ¿puedes dejar de estar siempre aliada con tu novio y apoyarme un instante? — pidió Jeremías agotado.
—Sabes que no, querido mío, pero es cierto lo de la reunión, lo prometo — dijo ella muy seria.
Su hermano la estudió un instante y notó que era sincera, mierda Samantha debía dejar de tener razón todo el tiempo. Suspiró agotado mientras se ponía de pie, dispuesto a pedirles a aquel par que se marcharan y dejaran de molestarlo.
—De verdad algo raro le pasa — susurró la rubia al dejar la oficina de Jeremías junto a su novio. Sí, su hermano junta se mostró tan desanimado por una visita tan pequeñita.
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La reunión había finalizado y él se disponía a salir para volver a casa, ejercitarse un poco y luego ir al bar a encontrar a alguien que le ayudara a distraerse, a sacarse por dos segundos a esa mujercita que lo alteraba como a un idiota. Tocó el botón que llamaba al ascensor y esperó hasta que las puertas se abrieron para que pudiera ingresar. Ya dentro del aparato se apoyó en la pared del fondo, la única que tenía un enorme espejo, tomando su celular para chequear mensajes y notificaciones sin leer. Levantó la mirada cuando sintió que alguien subía junto a él. No podía creer lo que estaba contemplando, allí estaba ella, parada frente a él mirándolo con una sonrisa cordial, como la que le había brindado el día de la entrevista.
—Buen día — dijo ella.
—Buen día, ¿Camila, verdad? — respondió él, haciendo aquella pregunta solo para parecer despreocupado, casi desinteresado.
—Sí — respondió, se giró y apretó el botón que la llevaría a planta baja, él seguiría al subsuelo donde se encontraba el estacionamiento —. Gracias por el trabajo — agregó de repente —, de verdad que estoy muy feliz por formar parte de este equipo — confesó con esa vocecita tan dulce, tan bonita, viendo cómo las puertas del ascensor se cerraban, notando cómo comenzaron a descender, a moverse encerrados, solos, dentro de aquella caja.
—Bienvenida — se limitó a responder antes de intentar concentrarse otra vez en ese mal que debía responder. ¡Mierda! Le importaba un carajo si aquel proveedor traía las telas a las diez o a las doce. No, no perdería así su rol, no se doblegaría de una manera tan ridícula por un sentimiento que ni él mismo podía comprender. No, mejor poner las cosas bajo la lupa del raciocinio. Sí, mejor eso.
Jeremías aprovechó que la muchacha estaba unos pasos por delante de él, y no lo podía observar, para estudiarla con sus agudos ojos celestes. Era de una altura promedio para ser mujer, su color de cabello se encontraba entre los más corrientes y, si bien era delgada, solo podía destacar sus glúteos, redondos y bien formados. Notaba que sus manos eran pequeñas, delgadas, que su cuello tenía tres lunares alineados que le daban un toque especial. Realmente no era nada de otro mundo, tal vez solo la actitud lo había impactado, tal vez fue todo más producto de los constantes chistes de su amigo y su hermana que lo que aquella mujer le había provocado en realidad. Sí, estaba seguro que era así, hasta que volvió a su cara y notó que mordía el interior de su mejilla, provocando que sus labios se arrugaran hacía un costado en una de las muecas más adorables que pudo imaginar y ahí, de vuelta, se encontraba hipnotizado como un idiota por una muchacha que era bastante regular, pero con un pequeño gesto lo volvía a atrapar.
Las puertas del ascensor se abrieron, ella giró para mirarlo de frente y despedirse con otra estudiada sonrisa cordial, dejándolo allí dentro, solo, completamente impactado.
—¿Qué mierda me pasa? — susurró para sí mismo mientras se rascaba nerviosamente la nuca, mientras aquellas puertas nuevamente lo separaban, por unos segundos, de todo el mundo, de absolutamente todos, de ella.
Salió de aquel edificio y siguió los planes que ya tenía trazado. Luego de una buena sesión deportiva tomó una larga ducha relajante, para, finalmente, bajar a la calle y caminar las dos cuadras que lo separaban del bar de siempre. Entró al sitio donde todos lo conocían sentándose en la barra que estaba a la izquierda del gran salón.
—Jeremías, buenas noches — le dijo el hombre al otro lado de la barra. El morocho lo estudió un instante.
—¿Cómo va Manuel? — saludó un poco serio —. Todavía me cuesta reconocerlos — dijo y señaló al otro hombre detrás de la barra que era exactamente igual al que lo atendía.
—No pasa nada — respondió el muchacho —. ¿Te sirvo lo de siempre? — El morocho asintió.
Un vaso con unos hielos fue colocado en la barra y luego el hombre que atendía vertió uno de sus mejores whiskies dentro.
—¿Y qué tenemos hoy? — le preguntó Jeremías a Manuel que miraba detrás de él a las personas del lugar.
—Bien tenés, dos morochas, una pelirroja y… dos rubias —dijo examinando conscientemente —. Las rubias… eeee…— dijo con un tono un poco desagradable —, las morochas, una bien, la otra regular y la pelirroja no te va a gustar, asique si me la querés dejar no me enojo. — Ambos rieron ante el comentario —. Igual ni te esfuerces porque ahí viene la morocha — dijo mientras fingía limpiar un vaso.
—Hola, ¿me das una cerveza? —preguntó la mujer apoyada en la barra dejando ver el buen tamaño de sus senos.
Jeremías giró un poco su cabeza para observarla mejor. Realmente el vestido n***o, corto y apretado realzaba cada detalle de esa mujer sin llegar a ser grosero, el pelo lacio y largo, le confería un toque de misterio, sus labios carnosos, apetecibles, se volvían más deseables cuando los mordía ligeramente mientras lo miraba.
—La cerveza la p**o yo — dijo Jeremías al bartender sin quitar su mirada de la mujer.
—Que caballero — respondió ella con una sonrisa bastante provocativa.
No tardó más de cuarenta minutos en convencerla de dejar el lugar e ir a otro donde pudiesen tener más intimidad. Caminaron por la calle unos metros y antes de llegar a la siguiente cuadra ya estaban buscando un rincón oscuro donde dejarse llevar por los deseos. Un estacionamiento subterráneo que permanecía abierto fue ideal, la morocha solo debió levantar un poco su corto vestido para darle acceso a su feminidad, él bajó un poco su pantalón y se dedicó a disfrutar ese momento de placer que la mujer le regalaba. Una vez terminado todo se acomodó su ropa y despidió a su compañera sin demasiado protocolo, para luego salir a la calle que lo llevaría a su hogar. No escuchó jamás que lo persiguió un poco pidiendo que permanecieran un poco más juntos o que le brindara alguna forma de contactarlo, no le interesaba volverla a ver asique no se iba a detener por ella, solo caminó ignorándola hasta que ésta se cansó y giró enojada para caminar en dirección al bar. Manuel, al ver que la morocha había regresado, intuyó que su cliente ya había descargado sus deseos, que el gran Jeremías, de nuevo, había decidido no ir más allá, solo buscar sexo y ya.