Capitulo Uno

988 Words
"Van a matarte." "Van a matarme." "Vienen por tí." "Vienen por mí." "Debes huir, lejos, ¡Huye!" "No, no sé a dónde ir, no tengo a dónde ir." "¡Huye Sarie! ¡Huye!" —¡Auxilio! — grito desesperada entre las sábanas de mi cama, retorciéndome de pavor y confusión para abrir abruptamente mis ojos y encontrarme con el blancuzco techo de mi alcoba.  Otra vez despierto aterrada, sudada en demasía y con la sensación de que todo ha sido real, que en verdad estuve bajo persecución, que lograron atraparme y que me impusieron la peor de las torturas –la cual no logro recordad bien– y que una extraña voz me pide atormentado que huya urgentemente, que me aleje, que algo malo va a sucederme y estoy completamente segura de que no ha sido sólo un sueño más. No, claro que no lo ha sido, pero... ¿Quién va a creerme? ¿Quién podría creer semejante disparate? Nadie. Absolutamente nadie. A mis veintiún años de edad parezco toda una esquizofrénica, una persona fuera de sus cabales, sin cordura alguna que no sabe cómo afrontar sus problemas y qué, rotundamente, se niega a obtener ayuda de especialistas por el simple hecho de que no creo en su trabajo, no me trago el cuento de que un psicólogo puede calmar tus males mentales si hablas libremente con él, no creo que sus consejos y terapias hagan algún cambio y me niego a ser medicada porque estoy totalmente segura de que no estoy loca, que no sufro de ninguna clase de condición mental... O al menos quiero hacerme creer eso, últimamente ya no estoy tan segura, ya no sé qué creer o qué pensar... Salgo de la cama, el reloj marca las tres y cuarto de la mañana, las luces de la calle que se cuelan por mi ventana apenas iluminan el cuarto, aún no amanece, todos duermen y yo tengo pesadillas, horrorosas pesadillas, una tras otra, sin descanso.  El frío llega a mis pies, ni siquiera intento ponerme algún calzado, tomo una chaqueta y la coloco sobre mis hombros, bajo las escaleras abrazándome a mí misma esperando retener algo de calor en mi cuerpo y me dirijo a la cocina en busca de algo caliente para conciliar el sueño nuevamente; mi casa es bastante grande, de dos pisos para ser más clara, vivo en ella desde que nací, mis padres amaban ésta construcción, dieron todo por formar un hogar y yo también pero todo cambió cuando mamá murió y papá se volvió a casar tiempo después.  Suspiro esperando a que la pava se caliente a fuego lento, comienzo a divagar entre recuerdos y memorias, me pierdo en la bruma de mis pensamientos hasta que mis oídos captan un peculiar sonido proveniente de la sala de estar, inmediatamente la alarma de alerta se activa en mi sistema, comienzo a respirar de manera violenta, frenética, y tomo el bate que guardo en la gaveta superior por seguridad – o paranoia– con la esperanza de sentirme más segura de mí misma y poder tener el coraje y las agallas suficientes como para investigar qué ha sido todo eso y encarar a lo que sea que se encuentra allí. —¿Hay alguien ahí? ¿Quién eres? — pregunto con la voz temblorosa, presa del terror y la incertidumbre, no soy tan valiente después de todo. Camino a paso lento y torpe, sé perfectamente que no voy a poder defenderme, que el bate no hará diferencia, que no hay manera alguna – por más objetos que empuñe en mi mano– de que algo haga diferencia, que ellos van a estar allí lo quiera o no y lo peor es que me aterra verlos, escucharlos, sentirlos. —¿Ho-Hola? — entro en la estancia, no hay nada, nada que mis ojos puedan ver. —Seas quién seas, llamaré a la policía si no te marchas en éste instante, no hallarás nada de valor aquí. Observo el lugar, los muebles, la ventana cerrada y la puerta de salida a la calle, todo luce normal, todo parece ser normal, no hay señales de que hubiese entrado un ladrón, o que mis gatos estén revoloteando y jugando, tal vez ha sido mi sugestionada y perturbada imaginación la que me ha jugado una mala pasada. Sí, ha de ser eso. Cuando volteo dispuesto a volver a la cocina por mi taza de leche siento la pesadez del ambiente, un halo de vapor sale de mi boca cuando jadeo, temerosa, el frío que se cuela por mis huesos de manera abrupta y casi mágica me pone la piel de gallina, tengo náuseas y la imperiosa necesidad de huir, lejos; siento miedo, tengo terror y no puedo voltear, no quiero. No quiero. No quiero. Los susurros comienzan, gruñidos, voces, no comprendo lo que dicen, no los entiendo y tampoco quiero hacerlo, escucho mi nombre en todas partes, ellos me quieren, vienen por mí, ¡Vienen por mí! Salgo disparada escaleras arriba hacia mí habitación, las pisadas detrás de mí me hacen gritar de pavor y apenas me refugio en el cuarto paso el pestillo por la puerta –aunque sé que no sirve de nada–, llego hasta mi armario y allí me escondo, a sabiendas de que nada cambiará. —¡Váyanse! ¡Aléjense de mí! ¡Largo! — grito con todas mis fuerzas, lloro con todas mis fuerzas y le imploro a Dios o quién sea que se encuentra allí arriba que me ayude. Cubro mis oídos con las manos, pero es totalmente inútil, siguen ahí, torturándome, no quiero escucharlos, ya no quiero hacerlo, lloro desconsolada y deseo con toda mi alma que el amanecer llegue pronto, que me salve de la tortura que me aqueja todas las noches desde que cumplí los dieciocho años y de la cuál nadie sabe ni debe saber o terminaré como mi madre, Magdalena. Mi nombre es Sarie Sisley y temo estar padeciendo de esquizofrenia como mi madre, temo estar volviéndome loca, temo no poder decírselo a nadie ni siquiera a mi papá, temo que me tilden de rara, de quedarme sola o de que me internen en un sanatorio mental, temo que no me crean. En definitiva, temo.
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