Con sumo cuidado, comienzo a vendarle el pie. Ya le he sacado el clavo enterrado en su carne, por suerte, no profundizó tanto, pero sí fue lo suficiente como para hacer salir mucha sangre. Ella sigue desmayada, aunque hay momentos donde se queja y se mueve. Pude haber llamado al doctor, pero no vi necesario molestarlo a estas horas por una simple pinchada de pie. Tengo el conocimiento necesario para atender esto por mi cuenta y ya mañana, al amanecer, llamarlo para que venga y la cheque y le recete lo que sea que hará que esto no se complique. —¿Me quedé sin mi piecito? —su pregunta me hace detener mi trabajo, pero no levanto mi rostro para verla—. ¡Oh, por Dios! ¡Me he quedado sin mi pie! —No te quedaste sin tu pie, Serafina —retomo lo que estaba haciendo y doy la última vuelta al pie