Algo de la personalidad de su padre, que había heredado, hizo que Romara se jurara) a sí misma que obligaría a Sir Harvey a cumplir sus obligaciones; pero no tenía idea de cómo lo lograría.
Se preguntó, desesperada, si existía algún pariente a quien Caryl pudiera pedir ayuda, pero la abuela había muerto y el General había sido su único hijo. Y, en cuanto a los parientes de su madre, vivían todos en Northumberland.
—¿Para cuándo esperas al bebé?— le preguntó a su hermana.
—Creo que. . . en unos. . . dos meses.
Romara pareció sorprendida.
—No se me nota mucho— explicó Caryl—, y Harvey me compró trajes especiales para disimular mi figura.
Esa era la razón, pensó Romara, de que no hubiera notado, desde el momento mismo que llegó, que la apariencia de Caryl había cambiado, a lo que había contribuido la bata que llevaba su hermana, que era muy amplia y envolvía todo su cuerpo.
Ahora, al mirarla con más atención, comprendió que, una mirada experimentada o curiosa, hubiera descubierto que no era ya la jovencita esbelta y grácil que abandonó su hogar.
—Me preocupa mucho el bebé— dijo Caryl con voz que era casi un suspiro—. Harvey no me permite comprar nada para él, ni siquiera un chal. Me pregunto si me dejará tenerlo aquí con nosotros, pues le disgusta la idea.
—¿Y en qué otra parte espera que lo tengas?
—No. . . sé. A él no… le gustan… los niños.
Estaba llorando de nuevo y Romara se angustió al pensar en el lío en que se había metido su hermana.
—Deja de llorar, Caryl querida— le suplicó.
—Yo amaba a Harvey… y ahora que él ya no… me quiere… no sé qué… hacer— repuso Caryl sollozando.
Era difícil comprender cómo alguien podía amar a un monstruo como aquél, pensó Romara, pero fue lo bastante inteligente para no expresar sus pensamientos en voz alta.
Tomando su pañuelo, enjugó las lágrimas de Caryl. Después, la hizo beber un poco de champaña.
—¡Detesto el champaña!— dijo Caryl, con cierto aire petulante—, cuando me escapé con Harvey, lo bebía a todas horas, porque él insistía en que lo hiciera pero ahora… me produce náuseas.
—Entonces, ¿quieres que ordene café para ti? ¿O prefieres un poco de leche tibia? Sabes bien que, de niñas, siempre nos hacían beber leche tibia cuando algo nos alteraba.
—¡No! ¡No!— exclamó Caryl rápidamente—, a los sirvientes les parecería extraño. No quiero que ellos adivinen mi estado.
—Pero… ¡seguramente ya lo saben!
—Sólo mi doncella. Es una buena mujer y creo que me guarda lealtad.
Romara pensó que, si algo conocía de los sirvientes, era su indiscreción. No creía que la doncella de Caryl fuera capaz de mantener en secreto tan importante noticia.
Pero se dio cuenta de que Caryl tenía miedo de todo y de todos, y que aquélla no era la ocasión de tratar de convertirla en una mujer resuelta.
Todo el problema estribaba en que Caryl era muy manejable y no parecía tener mucha voluntad propia.
No había sido ella, desde luego, quien había tomado la decisión de fugarse; pero no había tenido la suficiente fuerza para resistir los requerimientos de Sir Harvey.
«¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer sobre esto?», se preguntaba Romara en silencio.
Conocía poco a Sir Harvey, pues después de que el General le prohibió entrar en su casa, Caryl había ido sola a sus citas secretas.
Lo recordaba como un hombre apuesto, aunque de piel demasiado rojiza. Se vestía con elaborada elegancia y tenía una forma atrevida de mirar, que la hacía sentirse siempre turbada ante él.
Su padre no se había dignado dar muchas explicaciones sobre las razones que tenía para detestar de ese modo a Sir Harvey, ni para oponerse con tanta firmeza a que cortejara a su hija menor.
Sin embargo, cuando el General leyó la carta que Caryl dejó, había exclamado en un tono de profundo desprecio: “¡Ese libertino! ¡Ese sátiro!” y después, destruyéndola, había manifestado que Caryl ya no era su hija.
El General, sin duda, debió saber algo reprochable acerca de Sir Harvey para adoptar tal actitud y Romara comprendía ahora que había tenido razón al oponerse a esos amores.
Caryl se veía agotada de tanto llorar, por lo que Romara tomó la iniciativa y se puso de pie.
—Se está haciendo muy tarde, queridita— dijo—, y como ignoras a qué hora vendrá Sir Harvey, sugiero que nos vayamos a la cama y le demos la noticia de mi llegada en la mañana.
—Te advierto, Romara… que se pondrá… furioso.
—No tengo miedo— dijo Romara con firmeza, tratando de convencerse a sí misma.
Extendió la mano hacia Caryl y, al hacerlo, se escucharon voces en el vestíbulo y Caryl lanzó una pequeña exclamación de terror.
—¡Es… Harvey! —murmuró casi entre dientes—, has… vuelto.
—En fin, eso hace las cosas más fáciles— dijo Romara tranquilamente—. Puedo verlo ahora y decirle por qué he venido. Al mismo tiempo, sintió un leve estremecimiento en su interior, si no de miedo, de inquietud ante la entrevista que iba a tener lugar y que sin duda sería difícil y desagradable.
La puerta que daba al saloncito se abrió violentamente y Sir Harvey apareció en el umbral, resplandeciente en su traje de etiqueta, muy encendido el rostro por encima de su elevada corbata y con una inconfundible expresión de furia en el rostro.
Permaneció inmóvil un momento, en actitud teatral, mirando a las dos mujeres que se encontraban una al lado de la otra.
Caryl lanzó un pequeño grito casi infantil y después dijo con voz temblorosa:
—¡Ha-as… vu-elto… Harvey!
—¡Eso es obvio!— dijo él con brusquedad.
Entonces, con los ojos fijos en Romara, preguntó:
—¿Qué demonios hace usted aquí?
—He venido a ver a mi hermana— contestó Romara con voz serena—, lo cual no debe ser sorprendente… dadas las circunstancias.
—¿Qué circunstancias?— preguntó Sir Harvey.
El tono con que pronunció la última palabra indicaba a las claras que había estado bebiendo.
No estaba borracho, pero no cabía duda de que el vino era responsable, no sólo de la inflamación de su rostro, sino de la creciente cólera que lo dominaba.
El avanzó hacia las dos jóvenes y, al llegar junto a Caryl, le dijo:
—Te he dicho, no una, sino docena de veces, que no debes hablar con nadie sin mi permiso y menos comunicarles el lamentable estado en que te encuentras.
—Oh. . . Harvey… no es… mi culpa.
—Entonces, ¿de quién es la culpa?— preguntó él—. ¿Aprenderás a mantener alguna vez la boca cerrada, grandísima estúpida?
Al hablar levantó la mano y abofeteó a Caryl en la cara con tanta fuerza que la tiró sobre el sofá del que acababa de levantarse.
—¡Cómo se atreve!— gritó Romara—. ¡Cómo se atreve a golpear así a mi hermana!
La atención de Sir Harvey se concentró ahora en Romara.
—Yo hago lo que me place— replicó—. ¿Quién me lo va a impedir?
—¡Yo!— exclamó Romara—. ¡Y haré que se case con Caryl, como prometió!
—¿Y cómo lo logrará?— preguntó Sir Harvey con voz amenazadora.
—A menos que se case con ella, haré que todos sus amigos y todas las personas respetables de Londres conozcan su conducta. Y si es preciso, acudiré a la misma Reina a denunciarlo.
Romara habló con ira, pero con toda claridad. Sus ojos relampagueaban de furia y su rostro estaba muy pálido, pero se mantenía erguida con orgullo.
—¿Cree, pequeña zorra, que puede interferir en mi vida? Si dice una sola palabra en mi contra, en público, la mataré por ello no tenga la menor duda… ¡la mataré!
Al decir esto cerró el puño, echó el brazo hacia atrás y lo estrelló en el rostro de Romara.
La joven se tambaleó y cayó de rodillas, mientras Caryl lanzaba conmovedores gritos, que sólo consiguieron hacer enfurecer aún más a Sir Harvey. Levantando a Romara del piso, la golpeó de nuevo y luego, tomándola por un brazo, la arrastró a través de la habitación.
Al llegar a la puerta vio su sombrero, su capa y su bolso de mano en una silla y los tomó con la otra mano.
Entonces, dirigiéndose a la puerta del frente, se enfrentó a Romara, que, nublada la vista y tambaleándose, se puso de pie.
El lacayo que estaba de guardia en la puerta, miró a su amo horrorizado.
—¡Abre esa puerta, Thomas!— gritó Sir Harvey y el hombre se apresuró a obedecer.
La puerta se abrió y Sir Harvey arrojó a través de ella a Romara con todas sus fuerzas. Ella rodó por los escalones y se quedó inmóvil en el pavimento.
Sir Harvey le arrojó sus cosas y el bolso de mano, al caer, golpeó la cabeza de la joven. Entonces él la miró satisfecho desde la puerta.
—¡Eso le enseñará una lección que no olvidará fácilmente! — gritó.
Cerró la puerta con un violento empujón y el lacayo la cerró después con llave y le puso una tranca.
Romara había permanecido varios minutos inconsciente cuando, por la escalinata de la casa contigua, descendieron varios caballeros elegantemente vestidos. Bajaban con gran cuidado, con evidente esfuerzo, y dos de ellos se tambaleaban al hacerlo.
—¿Dó-onde empezaremos… a buscar?— preguntó uno de ellos.
—¿Dóndee su-ugieres?— contestó otro.
Era obvio que a ambos les costaba trabajo hablar con claridad.
—Dee-beemos daarnos priisa— intervino un tercero—, arruinaría… la di-iversión que Trent caambiara de opinión.
—¡Juuró que-e lo haría!— contestó alguien—. ¡Y Trent e-es hoombre de p-alabra! ¡Les digo… que ees hombre de ppa-labra!
—Buueno. . . vamos, en-tonces. . . ¿queé esperamos?
El hombre que había pronunciado las últimas palabras se disponía a caminar por la calle Curzon, cuando vio a Romara tendida en el pavimento, frente a él.
—¿Qué teenemos aquií. . .?— preguntó.
—Paareece… una mujer— dijo otro de los presentes.
—¡Claaro que es una mujer, tonto! Pero, ¿qué hace aquí tirada?
—Taal vez… está bo-rracha— sugirió otro de los hombres.
—Y paarece que se peleó— dijo otro más—, tiene sangre en la caara.
El caballero que había hablado al principio se inclinó a verla.
—¡Qué mujer tan horrible!— murmuró.
Entonces, lanzó una exclamación.
—¡Caarambaa! ¡Ees-too era lo que está-bamos buuscando!
—¿Qué. . . ella?
—Mírenla. ¿Han visto… alguna vez… a una mujer más fea… que ésta?
Asomó una exclamación de triunfo a los labios de los demás caballeros reunidos en el lugar.
—La mujer más… fee-aa de Londres— dijo él—. ¡Eso es lo que hemos encontrado!
—Entonces… nos la llevamos. ¡Levántenla!
No sin dificultad, pues ellos mismos apenas podían moverse, los caballeros lograron levantar a Romara del pavimento.
Romara abrió un ojo y comenzó a volver en sí en el momento en que era conducida escalera arriba, y hacia el vestíbulo de mármol, de la casa de la cual acababan de salir los caballeros.
—¿Está Trent… dóonde lo… dejamos?— preguntó alguien.
—Creoo que sií. Vaamos a… veer.
Los hombres llevaron a Romara, dejando que sus pies se arrastraran por la alfombra, a través de un ancho corredor que conducía al comedor.
Sentado en la cabecera de la mesa, con la cabeza apoyada en una mano, mientras con la otra sostenía una copa de brandy, se encontraba un hombre joven y junto a él, otro caballero de expresión alelada y terriblemente embriagado, que llenaba su copa cada vez que la vaciaba.
Le extrañó mucho que sus amigos, que habían dejado la mesa apenas unos minutos antes, hubieran vuelto tan pronto.
—¿Qué… traen ahí?— preguntó.
—Laa muujer que estáabaamos buscando— contestó uno de los caballeros que sostenía a Romara—, no tuuvimos que ir… muy leejoos, por suerte. ¡Dios… o tal vez… esos ángeles de los que siempre estás haablando, Joshua… nos la dejaron… en la puerta!
—¿Aángeles…?¿Qué ángeles?— preguntó Joshua con voz vaga.
—¡Oh… pónganlo sobrio alguien pónganlo sobrio!— ordenó el caballero que sostenía a Romara.
—Si me loo preeguntan creoo que está demasiado. borracho para recordar el Seervicioo— dijo alguien.
—Yo puee-doo… haacer cualquier seervicio— contestó Joshua, en tono ofendido—, cuaalquier seerviiciooo que quieran. ¡Soy cléerigooo! ¿Quién dice que no soy… clérigo?