Capítulo 8

903 Words
Era un hermoso día soleado, los rayos de luz del sol me bañaban con entusiasmo intentando levantarme el ánimo. Pero seguía demasiado ensimismada en los numeros problemas que se me presentaban, uno tras otro, a medida que planteaba objetivamente mi situación. En resumidas cuentas, estaba atrapada dentro de una isla, cuyo centro no era más que un divino volcán. Si, quizás inactivo hace siglos, pero era un volcán al fin y al cabo. Los puertos estaban cerrados, los navíos en su mayoría estaban casi destruidos por no decir que se caían a pedazos. Desconocía la zona, pero de un simple vistazo sabía que no había más de lo que se podía apreciar a simple vista. Un pequeño pueblo escondido en medio de la selva al que prácticamente habíamos destruido en lo que duraba mi enfrentamiento con aquel orangután. El sólo hecho de recordarlo me daba rabia. No había podido terminar mi batalla debido a circunstancias que se iban más allá de mis manos. De no haber sido por aquel llanto... Con la impotencia agarrándome del cuello para ahogar mi grito de furia me terminé dignando a entrar en aquellas aguas cristalinas. Odiaba tener que meterme en el mar tanto como verle. Aquel manto marítimo no había hecho más que traerme desgracias. ¿Cómo algo tan bello podía convertirse en segundos en algo igual de caótico y maquiavélico? No me zambulliría demasiado lejos de la orilla, con que me llegara el agua a las rodillas era más que suficiente. Me senté en el agua y dejé que las sales curaran mis magulladuras y cicatrizaran mis heridas. El ardor fue inminente y en el acto, pero debía hacer algo para evitar infecciones y que el dolor se propagara aún más. Permanecí allí unos cuantos minutos, como la corriente era calma no tuve problemas para desvestirme y lavar mis ropas con sosiego y tranquilidad. No había nadie que estuviera viendo, la última respiración que oí estaba al menos a un kilómetro de allí. Estaba a salvo, y ése momento fue mío. Sólo mío. El agua salada y fría no era algo a lo que estuviera acostumbrada y a decir verdad era la primera vez que me metía al mar. Había acompañado a Ely a nadar y a chapotear a la playa. Pero nunca había metido mi cuerpo al agua, no hasta ésa tarde donde fui capturada. Me sentía ridícula de tan solo recordarlo. Lavé y refregué mis prendas, saldría empapada y la arena se me pegaría a los tobillos, pero podría manejarlo, mis botas aún estaban secas en la orilla aguardando mi regreso. Enjuagué mi cabello y refresqué mi rostro con aquella agua curativa. Aunque prefería las aguas termales debía contentarme con eso por ahora. Podía oler una terma cerca, pero hacía demasiado calor como para siquiera pensar en ir a encontrarla. El sol estaba en su punto más alto, como no tenía más ropa que esa, volví a ponerme el uniforme del que sólo quedaban hilachas. Aún así, no tenía nada mejor que ponerme. Gracias al calor y al viento la ropa se secó en cuestión de minutos, mientras que devoraba un pescado gigante que había casado al asomarse a mí cuando estaba nadando y que asé bajo una pequeña fogata improvisada. Pobres animales, seguramente no estaban acostumbrados a ver personas y les había llamado la atención ver a un humano, y como dicen por ahí: "La curiosidad pescó al pescado." Su carne era sabrosa, un tanto dulzona pero bastante jugosa. Prácticamente me devoré al animal, dejando sus aletas para lo último, ya que las había puesto a hervir y con ellas hice un poco de sopa. De todos los manjares marítimos que pudieran existir, ése debía ser uno de los mejores. Fui por más y agarré un par de cangrejos y los llevé también a hervir. El mar traía muchas porquerías pero una cacerola un tanto oxidada siempre era de ayuda, ponerla en condiciones fue lo más llevadero, pero una vez puesto al fuego hizo su magia de cocción a la perfección. Olfatear agua no fue sencillo pero descubrí un pequeño charco donde varios animales bebían agua sin vacilar. Llené la cantimplora que encontré en la playa, junto con mucha chatarra que seguramente provenía de la barcaza con la que llegamos y que terminó destrozada en alguna playa de la isla. Estaba exhausta, sólo quería descansar un poco. Había comido y había sanado mis heridas como podía. Estaba atardeciendo y yo seguía sin un plan de escape. Desarmé la fogata para que no encontraran mi paradero y me subí a una palmera cerca del volcán. Era una planta que me ofrecía no sólo un buen colchón para dormir sino que además, me daba una vista panorámica de la isla. Lo que fuera que sucediera, sería la primera en enterarse. Con el estomago más que satisfecho y una cantimplora llena de agua lista para beber, me entregué al sueño, para un descanso que fuera reparador. Recién caía la noche, se olía el humo de algún que otro fogón brindando calor en el hogar. Las estrellas titilaban ya no había luna que las dejara en ridículo por esa noche, todas al igual que yo, nos habíamos quedado dormidas en algún lugar recóndito que nadie más conocía. Entonces, en medio de la soledad de la noche, sólo repetí su nombre entre mis pensamientos. Y como siempre, me pregunté una vez más qué habría sido él. — Joel... 
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