Capítulo 7

1186 Words
Se había tardado más de lo usual, recuerdo que pensé que debería volver a crear más de aquel veneno porque de seguro se habría vencido. Se suponía que debía ser letal e instantáneo, no de acción lenta y poco duradera. Con el sólo había logrado derribarlo por unos instantes, pero aún seguía lo suficientemente consciente como para insultarme a más no poder. Reí a carcajadas al levantarme del montículo de ladrillos y barro, la polvareda se desvanecía y yo me acercaba lenta pero a paso seguro hacia mi víctima. Después de la paliza que nos habíamos dado, la única vencedora sería yo. Jamás caería ante nada ni nadie. Lo miré con desdén, sólo era un costal de carne putrefacto. Su olor rancio no hacía más que desmerecer sus ojos color verde oscuro a tal punto de confundirse con un profundo n***o. Mi estado no era mejor que el suyo, varias costillas rotas, un rostro desfigurado y un dolor general que me hacían creer que tendría partido más de la mitad de los huesos del cuerpo. Pero aún así, era yo quien permanecía de pié al final del enfrentamiento y era todo lo que importaba. Y ahora, sólo restaba una cosa por hacer, dar el golpe final. El que me haría la ganadora definitiva e intachable del encuentro. Sólo podía haber un guerrero en el mundo, un solo asesino a sangre fría era más que suficiente para hacer de éste mundo un infierno. Lo contemplé, él sabía que su fin era inminente. De nuevo sonreía, era un ser sarcástico hasta el final. Respetaría sus deseos y lo mataría con ésa sonrisa incrustada en el rostro. A mí no me molestaba en lo más mínimo, ni me inmutaría. Saqué mi daga y la bañé con bastante veneno. Lo pateé con asco y fuerza, para así voltearlo y su corazón quedara expuesto. — Sólo te dolerá un instante, uno muy eterno — le indiqué divertida por la idea de verle sufrir hasta el extremo. Su silencio era exquisito, el veneno había llegado a su abdomen y no le dejaba usar sus cuerdas vocales lo suficiente como para emitir reclamo alguno —. ¿No me digas que te comieron la lengua los ratones? — mi risa maléfica fue acrecentándose, parecía una loca pero eso no me significaba ningún problema. Estaba locamente desquiciada y qué. El poder vuelve siego a cualquiera, dejaría que mi alma asesina se divirtiera aunque fuese por un rato. Acomodé la daga en mi mano, haciendo un viejo truco que me encantaba presumir frente a mis víctimas, pasándola de una mano a la otra y dándole varios giros rápidos para terminar agarrándola con ambas manos y así terminar con un golpe certero y directo en el corazón. Sin embargo, sobrevino una voz. ¿Era mi consciencia? ¿De dónde provenía? Parecía lejana, desesperada y adolorida. No entendía lo que decía, ni siquiera era capaz de escuchar mis pensamientos pero podía oírle. Me levanté del cuerpo inerte de mi rival y en un instante desaparecí frente a él y de los espectadores que acababan de llegar para ver mi final triunfador. Entonces, corrieron hacia él para evaluar su estado. Las lágrimas de la muchacha a quien habían llamado Samanta estaban a punto de brotar cuando oyó el dictamen del almirante al evaluar la condición de su amigo. — Aún respira. Debemos llevarlo a la guardia a que lo atiendan. — el teniente ordenó al instante a varios de sus oficiales que se encargaran de llevarlo a la enfermería para recibir los cuidados necesarios. Mientras ellos se decidían a seguirme el paso a pesar de que no tenían idea de a dónde me había metido, por mi parte contemplaba aquella isla desde las alturas de una palmera próxima a la cima del volcán. Allí recibí las noticas del viento y pude localizar los gritos de ayuda. No tenía ninguna intención de acudir a ellos, no era mi obligación. Pero una voz me había pedido auxiliarlas. No sabía por qué, no sabía cómo, simplemente me había estampado contra un dilema con el que no tenía ganas de lidiar. Contemplé el panorama y a pesar de ir contra mis instintos, lo hice. Bajé de un salto del árbol tropical y fui hasta donde estaban mis perseguidores. Esos dos zopencos deberían servirme para algo. Al verme cerca, empezaron a perseguirme con la falsa sensación de que podrían alcanzarme. Mi aspecto les decía que sería sencilla la tarea, pero no se daban ni idea de lo que les esperaba. Los llevé hasta la playa, y allí cerca de una roca me quedé esperando haciéndome la exhausta. La primera que llegó fue la muchacha, quería patotearme la muy ignorante. ¡Cómo si tuviera oportunidad! Reí irónica, al parecer resulté ser muy buena actriz... aunque eso ya lo había oído antes... Con aquella expresión, recordé aquel monaguillo del convento... no sabía que todavía podía recordarle... Me levanté en un instante y la miré de reojo. La sangre se le heló y no pudo siquiera disimularlo. Sonreí divertida de ser quien le causara ésa clase de reacción y entonces la jale del brazo tan bruscamente que no le di tiempo a reaccionar que ya estaba volando por los aires para caer directamente al mar. Volví la vista hacia su acompañante, el almirante no entendía qué m****a estaba pasando pero no le di tiempo a reprochar nada que también volaba para acompañar a su amiguita en el agua. Observé desde la piedra y me senté allí, a verlos caer al agua a cientos de metros de distancia. Mientras la niña lloraba a un costado, debajo de la piedra donde me encontraba, me vi fastidiada ante su incesante llanto. — Ellos las salvarán. Deja de llorar de una buena vez. — le dije, entonces me percaté de que mi voz estaba tan quebrada como varias de mis costillas. La nena no se había dado cuenta de mi presencia hasta que me oyó hablar. Me miró desde allí abajo y tras procesar lo que le había dicho, volvió la vista hacia ése mismo mar que le había arrebatado a sus hermanas tan pronto como se metieron al agua. Se refregó los ojos y comenzó a ver con más claridad. Tan pronto como las vio siendo traídas a la orilla por aquellas dos personas, la niña comenzó a saltar de entusiasmo pidiendo que se apuraran para poder abrazarlas. Una cada uno, el almirante cargaba una mujer y Samanta a una niña, incluso más pequeña que la que se encontraba en la orilla aguardando nerviosa la llegada de ellas con sus rescatadores. A ambas tuvieron que hacerle reanimación, la pequeña despertó más rápido que la mujer. Pero por suerte, ambas terminaron reaccionando. Agotados por la prueba de natación, volvieron la vista hacia la niña que aguardó su regreso con un llanto incontenible. No podía soportarlo más. Mis oídos estallarían si seguía allí. Cuando el almirante miró hacia la piedra del acantilado, no vio a la forastera que los había llevado hacia donde debían estar para evitar una tragedia. Intercambiaron miradas y coincidieron con un pensamiento: las apariencias suelen engañar fácilmente.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD