—No puedo seguir adelante— dijo Vivian, jadeante y llorosa. El sudor corría por su rostro, haciendo rayas a través de la grasa y la mugre. —Tienes que poder— afirmó Alec imperiosamente—, debemos llegar a las montañas lo antes posible. —¡No puedo! ¡No puedo!— gritó ella, arrastrando las piernas con profundo cansancio, obstaculizada en su esfuerzo por los pesados pliegues de la túnica con que iba disfrazada. Alec la cogió de un brazo con dureza casi cruel. —¡Date prisa!— ordenó implacable. Con resentimiento profundo hacia su verdugo, Vivian continuó avanzando, demasiado débil para protestar. La luz del sol la cegaba y tenía los labios casi sangrantes. Tres horas habían transcurrido desde que abandonaron el monasterio, recorriendo con aparente calma los oscuros corredores hasta llegar a