Capítulo 3 | Max | Parte 2

2856 Words
La línea permaneció unos segundos en silencio, mientras el muchacho tecleaba algunas especificaciones. No sabía si se comunicaba con él por medio del internet o la telefonía. Y de hecho era de poca importancia. Lo único que me interesaba era reunirme con ese hombre e idear algo que quitara a Ezra Wilde del camino. Ese sería uno de mis socios en tan macabro plan sangriento de una inmensa venganza. —Le acabo de enviar un mensaje para que se comunique con Andrew en tanto le sea posible —pronunció ante mi silencio cernido entre ambos—. Tendrá noticias de él tan pronto como sea posible. Le aseguré en un principio que mis socios son personas de confianza, siempre y cuando el p**o valga la pena. —Por eso no te preocupes. —Toqué mis muelas con la punta de la lengua—. Como incentivo por su buen trabajo, diles que triplico lo ofrecido en un principio. —Esa si es una noticia de celebración —respondió sin emoción—. Mantenga el teléfono cerca, Sr. Hartnett. Tendrá noticias muy pronto. Colgó, dejándome con el teléfono en el oído. Ese niño era todo un personaje: malhumorado, maleducado y con un humor de perros. Bueno, si lo pensaba bien, éramos iguales. Yo también estaba que me cortaba de nuevo y no sangraba. Tantas malas noticias juntas me dejaban enloquecida al punto de desear practicarme una lobotomía y acabar de una vez por todas con tantos malos pensamientos. Faltaba poco para la salida con mi madre. Lancé el resto del trago en mi garganta, lancé la copa al lavado y sequé mis manos. La herida comenzaba a punzarme a medida que arrojaba agua sobre ella. Sería un infierno bañarme con una sola mano. Hice lo que pude en el baño, desde enjabonarme hasta lavarme el cabello. Por suerte no debía afeitarme, o no importaba si dejaba que la barba creciera un poco más. Busqué una camisa blanca en el armario, pantalón n***o, zapatos pulidos, el reloj de muñeca, algo de perfume y un cepillazo esporádico en algunas partes del cabello. No era muy exigente cuando quedaba en verme con mamá. A ella siempre le gusté tal como era, y quién mejor que ella para conocerme. Claro, como a toda madre, le agradaba verme arreglado, pero no era algo que le robara el sueño. Nos veríamos en un fino restaurante del centro de la ciudad, donde las personas hablaban en voz baja y las luces atenuaban el exceso de maquillaje. A mi madre le encantaban los lugares de mantel blanco, dos copas, seis cubiertos y una dulce melodía que producía un estado comatoso. La idea principal era pasar un tiempo con ella en un lugar de su preferencia, y complacerla en todo lo que quisiera. Llamé a Heenan al teléfono para que preparara el auto e ir a buscarla a la casa familiar. Se sentía más grande de lo habitual desde la muerte de papá. Nadie llenaba el espacio del viejo cascarrabias que ensordecía a todos con el alto volumen de su voz. Me reverberé en el espejo antes de sujetar la chaqueta del perchero, buscar las llaves del apartamento en la encimera y lanzar el teléfono al bolsillo de la chaqueta oscura. Bajé por el ascensor con un par de mujeres del edificio. Una de ellas era la hija menor de uno de mis vecinos. La joven no pasaba de veinticinco, cintura de avispa y unos labios tan gruesos que provocaría en cualquier hombre un desbordante deseo. —Hola, Max —coqueteó al saludarme. —Hola, Emma. Miré el número en la pantalla del ascensor a medida que bajábamos de piso. Ella hablaba con otra chica de su edad —quizá compañera de trabajo—, sobre un par de chicos que las habían invitado a salir el sábado en la noche. Ella le dijo que visitaría a un tío en el piso treinta. Emma desviaba la mirada de su amiga a mí varias veces, hasta que la muchacha bajó en su piso y nos dejó solos en el pequeño espacio. Emma permaneció a mi lado, con las manos en su regazo. Por el rabillo del ojo veía como sonreía y mordía su labio reiteradas veces. Observamos los números descender hasta el piso quince, cuando al cambiar al siguiente número, ella tiró de una de las solapas de mi chaqueta y se arrojó a mis brazos. Apretó la piel de mi cuello cuando sus labios se aplastaron con los míos y me enloqueció con el toque de su lengua. Apreté su cuerpo al mío con ambas manos y elevé el ruedo de su blusa floja. Ella se despegó de mis labios, apretó el botón de emergencia del ascensor y sentimos como detuvo el movimiento del mismo. Emma tiró de mi labio inferior, al tiempo que elevaba la tela de su falda de algodón y descubría su provocativa ropa interior. Enarqué una de mis cejas, cuando ella sujetó mi mano y la colocó sobre la tela de la braga. —No creo que a tu papá le guste esto —articulé sin mover la palma. —¿Importa? Cuando volvió a besarme, subí la punta de mis dedos hasta el ruedo de su ropa interior. Emma soltó un ligero gemido en mis labios al insertar mis dedos bajo la tanga y tocar aquello que comenzaba a humedecerse por mí. Ella arrojó su cabeza hacia atrás y soltó otro gemido al mover el centro de su ansiedad. Besé su cuello con mis humedecidos labios, recorriendo esa piel que saboreé más veces de las contables. Elevaba la punta de sus pies y se aferraba a la tela de mi chaqueta cuando inserté un par de dedos en su interior. Esa mujer era toda una diosa en la cama, como ninguna otra. Nuestra aventura era privada, sin consentimiento de ninguna persona. Le había dicho que no quería que nadie se enterara de ello, ni siquiera esa amiga a la que le contaba todo. Estaría con ella hasta que Andrea fuera completamente mía. Emma mordió sus labios, enroscó su brazo derecho en mi cuello y susurró: —Hazme tuya, Max. Lancé su cuerpo contra una de las paredes del ascensor y la atrapé entre el metal y mi cuerpo. Esa vez, cuando le di la vuelta, apreté su cabeza al metal, arranqué la ropa interior de su cuerpo y me introduje en ella, gritó de sorpresa. Emma aplastó su pecho contra el ascensor, mientras se movía hacia adelante y hacia atrás a medida que la adrenalina aumentaba. Tiré de su oreja y apreté la carne de su cadera con ambas manos. Era divino estar con alguien como ella, siendo el peligro el mayor excitante. Emma abría su boca en forma de o, movía su cuerpo en cada embestida y susurraba mi nombre cuando aumentaba la velocidad. Era demasiado excitante los lugares donde teníamos sexo: el auto, la tienda departamental, la lavandería del edificio, la oficina donde trabajaba, la habitación de sus padres, el parque, la piscina del techo y hasta en el pasillo del edificio, una noche que nos encontramos en él. Su trasero chocaba con mis muslos a medida que la intensidad aumentaba. Una de mis manos se introdujo entre sus piernas y estimuló esa área sensible. Quería que llegara al clímax en poco tiempo o tendríamos que postergar ese encuentro hasta la noche. El sonido que producíamos nos envolvió al punto de no desear parar hasta que Emma gritara que no podía más y sus labios se rompieran de tanto morderlos. Una vez que Emma fue satisfecha a plenitud, esperé terminar. Respirábamos con rapidez, cuando ella giró su torso, sujetó mi cuello y me besó. Seguimos unidos un par de minutos, hasta que ella empujó mi cuerpo para abandonar el suyo. Sus mejillas ardían de rubor, sus labios estaban inyectados de sangre y una ligera capa de sudor saltaba en su frente. Ella quitó el cabello de su cuello y bajó la diminuta falda. —¿Por qué siempre es escondido? —preguntó al abotonar mi camisa. —¿No te gusta? —No es eso. Sabes que me excito solo de verte. Ajusté mi pantalón y respiré profundo. Toqué su enrojecida mejilla y vislumbré esos hermosos ojos avellana. Si no hubiese estado tan enamorado de Andrea, habría terminado rindiéndome ante los encantos de Emma. Ella era divina, hermosa, excitante, perversa e inteligente; todo lo que un hombre buscaba en una mujer. Era demasiado perfecta para ser real, o siquiera estar conmigo. Merecía algo mejor. Recogí su ropa interior y la inserté en mi bolsillo. Aplaqué las hebras de su cabello que se desordenaron contra el metal y dejé un último beso en sus labios; eran suaves, rosados y con esa dulzura que me hacía falta. Ella cerró los ojos al besar su tibia frente y acercar mis labios a su oreja. No quería que eso terminara tan pronto, y si hubiese sido por mí, habríamos pasado toda la tarde en el apartamento. —Te veré esta noche —susurré con un beso en su cuello. —No sé si soporte hasta la noche —comentó sonriendo. —Juro que te compensaré. Con renuencia accedió a mi petición y pulsó el botón de nuevo. Ella tocó su rostro con ambas manos y aplanó su ropa. No dijimos nada más, hasta llegar al estacionamiento. Emma sujetó mi mano con la punta de sus dedos, se elevó en puntillas y besó mi mejilla. Sonreí ante la idea de un amor bonito, sin las persecuciones y las maldades. Pensé en lo bonito que sería estar con alguien como ella. —Hasta la noche, Sr. Hartnett —se despidió con un contoneo de caderas. Emma elevó su falda lo suficiente para ver su terso trasero al desnudo. Se movió con sensualidad algunos pasos, antes de bajar la tela y guiñarme. El ascensor se cerró cuando arrojaba un beso en mi dirección y daba un salto para mirar aquello que la inexistente ropa interior debía cubrir. Froté mis ojos y pensé en lo que hacía con ella. Era muy rico y todo, pero no estaba en mis principios tener una amante de menor edad. —Buenas tardes, Sr. Hartnett —saludó Heenan al abrir la puerta del auto, cerrarla al entrar y ajustar el cinturón de seguridad—. ¿Cómo sigue su mano? —Mejor, Heenan. Ajustó su cuerpo en el asiento, encendió el motor y limpió el parabrisas. El frío exterior era tremendo, pero la calidez de una buena compañía mitigaba cualquier malestar. Introduje una mano en el bolsillo y toqué la ropa interior. Quería estar con ella en ese mismo momento, siendo insuficiente lo sucedido en el ascensor. Me sentía excitado de solo pensar en ella, en sus gemidos o su cuerpo húmedo bajo el mío. —¿A dónde vamos, señor? —preguntó al girar el volante. —Al restaurante de siempre. Mientras veía por la ventana, seguía pensando en ella. No quería abandonar a mi madre en el restaurante por simples placeres carnales, así que busqué el teléfono y la llamé a su número. Esperé que respondiera con un golpeteo en el sur. —Hola, cariño —saludó con su melodiosa voz—. Estaba por llamarte. —¿Qué pasó, mamá? —Tengo que cancelar nuestro almuerzo —comentó por la bocina—. Se me presentó una emergencia con tu tía Suzanne. Sufrió un derrame cerebral en el asilo y la está llevando a urgencias en este momento. ¿Podemos vernos otro día, cariño? —Claro que sí, mamá, no hay problema. ¿Quieres que te acompañe o pase por ti? —No, Max. Tu tía esta en Chicago. Subiré al avión ya mismo. Mi tía era una mujer débil, con varios problemas de salud. Había sufrido algunos paros cardíacos mientras estuvo con su esposo, pero ninguno la llevo a la muerte. Al morir Barry —su amoroso esposo—, se mudó a un lugar de retiro en las afueras de Chicago. Allí sus hijos estarían pendientes de su salud. Al cabo de un tiempo, la mayoría de sus hijos comenzó a deshacerse de ella, hasta ese momento fatal. Odiaba que la trataran de esa manera tan horrible, cuando lo único que hizo fue amarlos con todas sus fuerzas. Mi tía no merecía el desprecio de nadie, menos aún de sus únicos hijos. De toda la historia, lo importante era que mamá siempre estaba al cuidado de ella, aun cuando vivían a kilómetros de distancia. Quería acompañar a mamá, pero si ella no me quería allí era por una razón. —Aquí estoy si me necesitas. —Gracias, cielo —agradeció con voz melodiosa—. Te llamaré en la noche. —Te quiero, mamá. Colgué y guardé el teléfono en el bolsillo. Le indiqué a Heenan que pasara por el supermercado más cercano por el frasco más grande que encontrara de helado de fresa y un frasco de crema batida. Esa noche me divertiría como nunca con la mujer que me quitaba el sueño. Terminaría lo que iniciamos de una azucarada manera. Quería sorprenderla en gran manera, por lo que al tocar su timbre, ella amplió sus ojos. —¿Qué haces aquí? —preguntó al mirar el pasillo—. Mis papás no están. —Perfecto. Ella retrocedió con una diabólica sonrisa en sus labios. Entré al apartamento antes que alguien notara mi presencia dentro de un lugar que no me estaba permitido. Arrojé el frasco de crema batida al aire, justo a tiempo para Emma atraparlo y morder su labio inferior. La idea de jugar con ese cuerpito de veinticinco era aún más excitante que solo hacerlo pensando en ella o en la oscuridad de un pasillo a medianoche. —¿Es lo que creo? —preguntó al retroceder algunos pasos. —Más de lo que crees. —En ese caso —articuló al elevar el ruedo de su franela y sacarla por su cabeza. El corpiño n***o quedó al descubierto, siendo la combinación perfecta de la tanga que guardé en mi bolsillo. Ella llevó sus manos al corpiño y despegó de su cuerpo, dejando sus perfectos senos al aire. A medida que la ropa caía al piso, mi excitación aumentaba. Iba retrocediendo en dirección a su habitación. Movió su cadera con sensualidad, antes de soltar el botón de su falda y arrojarla al suelo. Su cuerpo quedó completamente desnudo ante mí, tal como lo guardaba en mi memoria. Ella movió sus hombros con sensualidad y me invitó a seguirla con el movimiento de su índice. Comenzó a tocarse la zona sur a medida que me desprendía de cada una de mis prendas y me acercaba a ella. Cuando llegamos a su cama, Emma se arrojó de espalda y abrió las piernas. Batí el frasco de crema batida, me acerqué a su cuerpo en la cama y comencé a besarla desde la punta de sus pies, entre sus muslos y en sus labios inferiores. Tiré un poco de ellos cuando Emma atrapó su cabello entre las manos, cerró sus ojos y abrió su boca. Me posicioné entre sus piernas y mordisqueé el centro de su ser con mis dientes. Ella intentaba cerrar las piernas, pero mis manos eran más fuertes. Batí de nuevo la crema y arrojé un poco entre sus piernas. Estaba fría, por lo que Emma se removió en la cama. Comencé a devorar cada parte llena de crema, como si fuese el hombre más hambriento del mundo. Ella gemía mi nombre al sorber cada centímetro, lamer sus pliegues y acabar con toda la crema en un par de minutos. Me tomé mi tiempo. De allí, arrojé crema en sus cimas rosadas y mordí para retirarla. Emma apretaba mi trasero con su pierna y arañaba mi espalda al llegar a su cuello con mis labios azucarados. Ella me besó con todas sus fuerzas, arrojó el frasco de crema a un lado y me condujo a su interior. La necesidad que sentíamos de estar cerca nos enloquecía al punto de hacer locuras como esas, sin miedo a ser descubiertos. Ella saboreó cada centímetro de mi boca en cada embestida, de diferente posición. El sexo terminó en el piso, con ella acostada de lado y su rostro en mi pecho. Su mano izquierda se movía sobre mi m*****o y la mía seguía acariciando su interior. No podíamos despegarnos después que iniciábamos. Nos necesitábamos de una manera que no nos agotaba, aun cuando pasaran horas y la luna se asomara por la ventana. —Debo irme —comenté al besar sus labios por última vez. Con renuncia me separé de ella, recogí las cosas, me vestí y besé cada centímetro de su rostro antes de marcharme. Debía marcharme antes que sus padres volvieran. Subí el ascensor, llegué al apartamento y encontré dos llamadas perdidas en el teléfono fijo. Una de ellas provenía de mi mejor aliado en ese momento. La segunda era la más importante de todas, siendo la única que valía la pena devolver en ese momento. Si no hubiese ido a verla como lo hice, jamás me habría enterado de la cruel verdad.
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