Nicholas o Ezra —no sabía cómo llamarlo—, dibujó esa carismática sonrisa que me enamoraba cuando éramos más jóvenes, ante las palabras de Samantha. Mi hija era una cómplice excelente, aun cuando nunca le pedí dejarme a solas con él. De hecho tenía miedo de quedarme sola con ese nuevo hombre frente a mí. Nicholas era idéntico al joven que abandoné, pero su interior había cambiado de una forma drástica.
Samantha sujetó la mano de Asia y le sonrió a Alma. Ella planeaba algo más que una simple conversación de reencuentro. Conocía bien esas miradas de complicidad.
—Y para ello, me llevaré a las chicas a comer donas azucaradas. —Tendió su mano a Alma, mas ella no mostró indicios de querer acompañarlas—. Tranquila. Conozco a Ezra Wilde, así que no tienes nada de qué preocuparte. ¿Confías en mí?
Alma observó a Nicholas y él sonrió, asintió y al final le guiñó. En sus ojos veía algo de indecisión, pero ante las súplicas de Samantha y la aceptación tan fácil de Nicholas, terminó sujetando la mano de mi hija. Se despidieron de nosotros, mientras mis manos crepitaban por el bolso que colgaba de mis hombros. Las observamos marcharse y perderse entre la multitud, antes de enfocarnos en nosotros una vez más.
—¿Vamos a caminar? —preguntó él con una ceja enarcada.
—Sería lo mejor.
Nicholas tendió una mano en señal de caballerosidad. Sujeté el bolso con ambas manos, sobre mi regazo, como algo que mantenía mis manos ocupadas. Sentía con absoluta nitidez la luz traspasar mi ropa, el calor de las máquinas, el aire contraerse por el humo de algunas tiendas de comida, el ruido de las campanas, el sonido de las voces que nos rodeaban, las oleadas de brisa que movía el cabello de Nicholas o el aroma de su perfume ante la cercanía tan ahogadora que teníamos uno del otro.
—Así que ahora eres famosa —rompió el silencio con el sonido de su voz.
—Sí —asentí y retiré el cabello de mis ojos—. Manejo una revista en Nueva York.
—He leído la revista un par de veces. —Nicholas veía sus zapatos mientras caminábamos, pero al soltar que leía mis palabras, alzó la cabeza—. A Alma le encanta.
El antiguo Nicholas no leía nada que no fuesen noticias. Las cosas cambiaban demasiado en tantos años. Sentí una leve emoción al escuchar de su propia boca que había leído lo que escribía. De inmediato entendí que él sabía mi paradero desde mucho tiempo atrás, pero no tuvo las agallas de ir por mí. Quizá por el anillo de matrimonio que brillaba en su dedo anular; tema que no pensaba tocar tan pronto.
—¿Y tú que has hecho en todo este tiempo? —indagué sobre su vida.
—Ahora manejo una compañía que se encarga de encontrar patrocinadores para los nuevos jinetes —respondió con una mano en su bolsillo—. Básicamente somos los intermediarios entre el dinero y el jinete. No es nada del otro mundo.
—Pero es importante —afirmé con una sonrisa. Sus ojos me iluminaban de la misma manera que años atrás, excepto que no trasmitían las mismas señales—. Pensé que te habías alejado de tu antigua vida. Ya sabes. Todo el mundo de los rodeos.
—También creí que lo dejaría atrás, pero un viejo amigo me regresó a ese mundo.
—¿Te arrepientes?
—No, en lo absoluto. —Movió su cabeza reiteradas veces—. Me agrada lo que hago. Es lo que me mantiene y a mi... —Tomó una pausa corta—. A mi esposa.
Escucharlo de él fue aún más doloroso que oírlo de su propia esposa. Quise retroceder el tiempo y evitar el río que nos condujo a ese desembocadero, pero era demasiado tarde para saltar de la balsa a tierras firmes. El hombre que seguía guardando mi corazón en algún baúl del rancho, acababa de confesarme que tenía una esposa.
El dolor que sentí no se comparaba con nada experimentado antes. Fue como si me clavaran una estaca en el corazón. Intenté mantener el rostro de póker, cuando por dentro sonaban los pedazos de mi fragmentado corazón caer al suelo. En lugar de fijar la mirada en sus ojos, giré en otra dirección, tragué saliva y parpadeé un par de veces.
—¿Te casaste? —pregunté con un inmenso dolor—. ¿Qué pasó con ser libre?
—Tuve que replantearme muchas cosas. La persona que soy ahora no era alguien que estaba destinado a ser. Supongo que las decisiones que tomé tiempo atrás me condujeron a esto. —Vislumbró mis ojos y se desvió al horizonte—. No fue fácil abandonar toda una vida y aventurarme a algo nuevo, pero encontré personas que me ayudaron a remendarme el alma. Aprendí a vivir sin muchas cosas y... personas.
Llegábamos al final de la línea principal de tiendas de campaña y las atracciones más pequeñas, cuando nos detuvimos. Intentábamos evitar el contacto visual lo más posible, siendo imposible bajo el mismo cielo. Sabía que reencontrarnos era complicado, más que cualquier otra cosa, pero estábamos en una posición tan vulnerable que cualquier palabra podía ser usada en nuestra contra. Y no quería arruinar su vida una vez más. No lo sabía en ese momento, pero solo nos hacíamos más daño.
—Pero eres feliz —articulé al aplacar mi cabello—. Eso es lo único que importa.
Por primera vez en todo ese tiempo caminando, Nicholas fijó su atención en mí.
—¿Y tú? —indagó al mover los hombros—. ¿Eres feliz?
La pregunta del millón. ¿Cómo le decía al hombre frente a mí que fantaseé con volverlo a ver durante esos doce años, y que por esa misma razón no había podido ser feliz con nadie más? La respuesta era sencilla: no le decía.
—Tengo un empleo estable, una hija y... salud. —Rasqué mi codo con la mano derecha y sentí como temblaba—. No puedo pedirle nada más a la vida.
—Claro que sí. Puedes pedirle amor.
Giré mi rostro hacia la máquina de palomitas de maíz.
—Eso ya lo tuve —mascullé al regresar la mirada.
Como me hubiese encantado aferrarme a él como una boca constrictora a su presa. Me habría fascinado entregarme a él como años atrás, cuando no me habría importado subirme a su espalda como una niña y reír como dos adolescentes. Pero no podía hacer eso. Primero: ya no éramos niños. Y segundo: él no era mío. Y sí, entendía que las personas no son de nadie, pero nunca lo sentí más imposible que en ese momento.
Me ardía el alma mientras intentaba controlar las lágrimas que quemaban mis lagrimales. Era demasiado cruel escuchar una porción de la vida de la persona que era todo mi universo. Me dolía hasta la última célula de mi cuerpo o poro de la piel que fue tocado por sus manos, cuando nos dijimos lo mucho que nos amábamos. Y aunque no sabía si él había dejado de amarme, me dolía el doble saber que amaba a alguien más.
El amor que sentía por Nicholas no se asemejaba a nada en toda mi vida. Amaba a Samantha con todo mi ser, pero aquel sentir que corría por mis venas cuando estaba con él no se comparaba con nada. Eran amores diferentes que se consolidaban al paso del tiempo, crecían, se hinchaban, florecían o, en caso de él, se esparcían a cada parte de mí ser. Por un instante creí perderme en sus ojos, hasta que mencionó su otra vida.
—¿Cuánto llevas casado? —pregunté para aferrarme aún más al dolor.
—Cinco años.
—Bastante —susurré entre dientes.
Si no paraba de mencionar a su esposa rompería en llanto. Él respondía mis preguntas, mas no se enorgullecía de ellas. Sabía que él notaba como sus palabras me rompían el alma como un bisturí nuevo sobre piel suave. Justo en ese momento, bajo la gran cantidad de estrellas que iluminaban el cielo, reconocí que todos mis esfuerzos por quitarlo de mi piel fueron en vano. Nicholas moriría tatuado en mi cuerpo.
—¿Es normal no saber qué decirte? —inquirió con ojos afligidos.
Quería asentir, pero no podía. Las conversaciones no eran algo complicado para nosotros —nunca lo fue—, pero en ese instante me sentía más separada de él que un continente del otro. Nicholas estaba a medio metro de distancia, luciendo como un hombre nuevo, pero su corazón seguía siendo el mismo.
La pregunta era: ¿seguía ese corazón latiendo por mí como el mío por él?
—No sé qué decir —farfullé con ardor en mi garganta—. Estás diferente.
—Quizá deberíamos hablar de tu nuevo corte —comentó de forma hilarante—. Es mucho más corto de lo habitual. Y aunque te ves hermosa... Estás diferente.
Cuando la palabra hermosa brotó de sus labios sintió que tocó terreno peligroso, por lo que prefirió buscar una salida más liberadora. Extrañaba tanto el sonido de su voz cuando me decía cosas hermosas, que escucharlo una vez más, fue como permitirle a un ángel que cantara un cantico justo en mi oído. Y sí, sus intenciones eran cambiar el tema de conversación, pero eso no impidió que me sintiera como doce años atrás.
—Quería un cambio —proferí al tocar mi cabello—. Nada es como antes.
—Lo confirmo.
Moría por abrazarlo, así no me correspondiera. No soportaría regresar al hotel sin sentir sus manos en las mías o sentir su corazón latiendo junto al mío. Entendía que estaba casado y todo el asunto, pero un abrazo nunca estuvo de más. De hecho, me encantaba que me abrazara con todas sus fuerzas y me hiciera sentir segura. Y quizá era eso lo que necesitaba en ese momento: un lugar seguro donde colocar mi tienda.
—¿Crees que sería correcto... un...? —Intenté preguntar antes que las niñas se acercaran a nosotros y nos comentaran que la feria estaba a punto de cerrar por ese día.
Me desilusionó demasiado no ser lo bastante rápida como para pedirlo antes. Ya el daño estaba hecho, y solo nos quedaba prepararnos para la inminente despedida. Tendría que decirle adiós una vez más, aun cuando aguardaba la esperanza de vernos una vez más, aunque el cielo se cayera de nuevo contras nuestras cabezas.
—¿Te acompaño a la salida? —me preguntó al sujetar la mano de Alma.
—Me encantaría —afirmé al apretar la mano de Asia.
Caminamos como una gran familia disfuncional. Nicholas se despidió de varias personas, incluyendo a Keith, antes de terminar de transitar el camino principal. Samantha se despidió de Keith con un beso en la mejilla. Él chico, como todo un caballero, me pidió permiso para salir con Samantha el día siguiente en la tarde. Quería llevarla a conocer a sus padres. Me pareció un gesto muy dulce, así que lo permití.
Mientras caminábamos a la salida, sentía como los músculos de mis piernas me suplicaban que caminara más lento para que la noche no terminara tan pronto. Fue un privilegio encontrarlo entre millones de personas, pero era un gravísimo error dejarlo ir una vez más sin siquiera hablar de lo sucedido. Lo ideal era encontrarnos en otro lugar, algún día, y solo hablar de lo ocurrido ese día que nos despedimos.
Nos acercamos de nuevo al puesto del lascivo hombre que intentó coquetearme la vez anterior. No bastaba con colocarme un anillo en la mano. Para él, estar sola era sinónimo de soltería o putería, alguna de las dos. Podía observar como su sonrisa se ensanchaba a medida que nos acercábamos, antes de despedirnos.
—Buenas noches —se despidió Samantha.
—Buenas noches a la mujer más bella sobre la tierra —comentó refiriéndose a mí. Sonreía con esos dientes finos, e incluso tuvo la osadía de guiñarme el ojo—. Si usted me lo permite, debo decir una vez más que es la persona más bella que mis ojos han visto. Nadie aquí tiene ese brillo en el rostro o ese hermoso color de cabello.
En otro momento habría planeado algo mejor, pero estaba desesperada.
En lugar de quedarme con el halago —que aunque no era feo si me parecía algo inapropiado para una mujer que decía estar casada—, pensé en algo más evidente y que le pondría la piel de gallina. Solté la mano de Asia y busqué en la oscuridad la palma abierta de Nicholas. Él se estremeció ante el toque de mis manos, antes de girar en mi dirección y ampliar sus ojos. Fue como si nos electrocutaran al mismo tiempo.
Tanteé la mano de Nicholas después de doce años. Volvía a sentir su piel entre mis manos, la dureza de sus dedos, la textura de su piel y el calor de su agarre. Mi corazón estaba que explotaba dentro de mi pecho al salir con esa atrocidad, pero él no se resistió. Al contrario. Apretó mi mano como si no quisiera dejarme ir. Quizá era un mensaje subliminal que no quería entender. Pero más tarde, el destino se encargó de aclararlo.
—A mi esposo le molesta esa clase de halagos provenientes de desconocidos lascivos —comenté con prepotencia al sujetar la mano de Nicholas—. ¿O no, amor?
Él frunció el ceño ante el cambio tan repentino de luz. Fue como si estuviese manejando por la carretera y de pronto un auto, sin señal, se cruzara en su camino. Él estaba tan enmudecido como Samantha y las niñas. Le supliqué con la mirada que me siguiera la corriente y me ayudara a salir de ese embrollo en el que me metí por mentirle al hombre cuando entramos a la feria. Él, reacio y algo anonadado, accedió a cubrirme.
—Así es —afirmó al fruncirle el ceño y agravar su voz—. No me gusta que moleste a mi esposa con sus palabras de macho vernáculo. Para la próxima, ahórreselo.
Cerré mis ojos ante la dureza de sus palabras. Cualquiera que no nos conociera habría creído que éramos esposos. Él me defendió como lo hubiese hecho por su legítima esposa, situación que me condujo a separar nuestras manos de inmediato. Me quemaba la mano saber que jamás podría colocarme un anillo que viniese de la mano de él, diríamos los votos frente al padre o nos besaríamos para sellar ese pacto divino.
—Lo lamento mucho —se disculpó el hombre—. Le pido me disculpen.
Asentí en su dirección y caminé hasta la salida, donde se leía en un letrero a la izquierda "Bienvenidos a la feria anual de Gresham". Las niñas rieron en cuanto pisamos terreno ajeno a la feria. Quería permanecer constipada por todo lo anterior, pero era imposible resistirse al sonido de sus risas. Sobre todo, cuando la gruesa risa de Nicholas también rompió el sonido del silencio. Fue un momento loco, muy loco.
—Gracias por fingirlo —agradecí al caminar a la parada de taxis—. Lamento mucho si te incomodó lo repentino del mismo o que te haya sujetado la mano. No fue mi intención hacerte sentir de esa manera. Y entiendo si te molestó el asunto.
—¿Molestarme? Para nada —articuló con una ligera sonrisa—. De hecho, fue una de las cosas más divertidas que he presenciado en mucho tiempo.
Las cinco personas nos miramos sin saber qué más decir. Samantha se despidió de él con un beso en la mejilla y un abrazo. Las niñas se despidieron con un movimiento de manos, y Nicholas y yo solo nos miramos una vez más. Sin nada más que decir al respecto, giré mis talones y emprendí camino a un taxi que esperaba por nosotras. De pronto, como un recordatorio de algo inconcluso, escuché la voz de Nicholas.
—¿Otro día? —inquirió al alzar la voz—. ¿Café?
—Me encantaría —aseguré con una sonrisa antes de entrar al taxi. Tenía la certeza de encontrarlo una vez más. Pero no esperaba que mi epifanía sucediera tan pronto.