Capítulo IX.

2118 Words
El bullicio no lo deja concentrarse en nada, sus oídos captando partes entremezcladas de las mil y una conversaciones que se desarrollan en el mercado, sus pies llevándolo de un sitio a otro mientras trata de visualizar cualquier complicación que pueda existir o que requiera de su atención para ser resulta. Lo cierto es que Alexander fue criado para y por esto, para supervisar, corregir y ser el amo y señor de todos aquellos que visitan el mercado, pero no deja de ser un reto demasiado tensionante sobre sus jóvenes hombros. Su padre se marchó relativamente hace muy poco y no deja de ser extraño para Alexander encargarse de algo tan crucial y vital como lo es el mercado sin la presencia constante de su padre. Sin embargo, no es como si existiesen otras opciones más que enfrentarse a esa realidad y como bien mencionó de forma elocuente su padre antes de marcharse a Londres, ya era hora de que Alexander tuviese la capacidad de hacerse cargo de las nimiedades del castillo que un día sería suyo y de su descendencia. O eso, por lo menos, espera. Aunque, por supuesto, no algo que ponga en duda en voz alta para que los oídos de su padre o alguien más lo capten, se lo guarda para sí y sus noches de reflexión al borde de la cama, con la mirada perdida en los paisajes que se desdibujan en la noche al otro lado del balcón de su habitación y que un día, impulsado por las palabras soñadoras de su madre, Alexander soñó conocer. “Serás grande, hijo mío. Pero no grande como tu padre, que se quedó atrapado en este castillo. Serás grande porque verás el mundo, porque no te quedarás prisionero de estos muros.” ¿Qué diría su madre de verlo convertido en lo que es ahora? Tan parecido a su padre y diferente al niño que un día fue a su lado. ¿Seguiría sonriendo soñadora para él o, en cambio, le dedicaría aquella mirada gélida con la que trató a su padre durante los últimos años? Una parte de sí sabe la respuesta, la conoce muy bien, pero se niega a decirla en voz alta porque, de hacerlo, tendría que aceptarla. – Buenos días, joven Doyle – el amable gesto de la señora del puesto de pan lo sacude de sus pensamientos, regresándolo al momento en que está – ¿Ha tenido una buena mañana? La conoce, así como a la chica de poco más de doce años que acomoda junto a ella los trozos de hogazas de pan que venden o intercambian en el mercado. Alexander sabe… mejor dicho, sabía su nombre. No lo recuerda ya, acostumbrado al silencioso saludo que un movimiento de cabeza representaba, lejano a todo lo que un día su madre y él hicieron entre los puestos de madera húmeda que llenaban el centro del castillo familiar. En el pasado, durante los años de su infancia, su madre y él habían caminado entre las personas desafiando las voluntades de su padre, sonriendo e intercambiando palabras con algunos de los visitantes recurrentes cada domingo y riendo entre los dos mientras su madre lo correteaba entre los puestos, ambos felices de sentirse libres del dominio permanente del amo y señor del castillo Doyle. Hoy, Alexander entiende que aquellos momentos eran una marca de rebeldía propia de la sonrisa de su madre, no suya. Hoy, su pose es más bien tensa, con todos los músculos de su cuerpo esforzándose de más para mantener la postura intimidante que tanto trata de imitar, pero que siente forzada en cada parte de su cuerpo. Responde a las palabras de la mujer de edad con un asentimiento calculado, sin dedicarle más que una mirada a ella y la niña cuando pasa por su lado, alejándose del puesto para perderse entre los rincones, donde suele sentirse más cómodo. Duda, sin embargo, que haya lugar ese día en el que pueda sentir algo de comodidad. Se apoya contra una de las columnas que dan a los pasillos interiores de la primera planta, queriendo fundirse con el material frío que compone en su mayoría el castillo, volverse uno con él para así poder observar en silencio el movimiento de todo el lugar, desde los jardines de entrada hasta la ampliación que llevaba ya varios meses de retraso en la zona exterior del lado oeste, esa ampliación a la que su padre se negó rotundamente por años, pero que resultó absolutamente necesaria. Piensa, inevitablemente, en sí habrá mejores vistas del océano desde los nuevos balcones y aquello lo anima brevemente. – Mi señor… – la voz le sobresalta, girándose para observar el rostro de una de las criadas encargadas de la cocina, ella lleva en sus manos un pequeño pocillo de arcilla pintado de tonos verdes en el que el escudo familiar se vislumbra con facilidad – Miss Griffin ha considerado que le vendría bien un poco de té de menta. Alexander agradece en silencio, tomando el pocillo humeante entre sus manos, sintiendo el calor trepar por sus músculos tensos hasta su espalda, una sensación conocida relajando aquellos nudos en su cuerpo que sólo se endurecían con el paso del tiempo. La criada sonríe para él, inflando sus pómulos en un acto evidentemente coqueto que él prefiere pasar por alto. No es secreto para nadie lo que hacen los amos y señores con sus criadas en las frías noches, pero él, Alexander Doyle, no es ni será nunca así. Aunque deba casarme, piensa con amargura. – Mi señor… – ¿Sabe sí Sir O’Sullivan ha llegado ya o aún no? – la interrumpe sin pizca de culpa por ver su rostro decepcionado, lleva sus labios al borde de la cerámica, esperando pacientemente la respuesta mientras mantiene los ojos en la multitud que se mueve a metros de ellos, ajenos a que él permanecía ahí de pie – Mencionó que traía hoy la silla para nuestro recién llegado y yo deseaba saber sí pudo cumplir con esa importante tarea. – Llegó hace unos momentos, mi señor – es la respuesta de ella, enredando sus manos sobre el mandil de su uniforme – Ha traído su encomienda, tal y como la ha pedido. Escuché como hablaba con Miss… - su rostro se sonrojó ante la evidente confidencia de estar escuchando conversaciones que no le correspondían, pero eso a Alexander le traía sin cuidado y ella lo nota cuando no recibe ni una mirada de su parte – Miss Griffin elogió la encomienda.  Él asiente, complacido de escuchar esa información: – ¿Ha revisado ya a nuestro invitado? Deseo saber sobre su salud – pregunta, explicándose como si aquello fuese necesario de hacer ante la mirada curiosa de una simple criada de las cocinas – Él es… – Miss Griffin nos informó que es un amigo del señor, de Londres – asiente ella, repitiendo cuidadosamente lo que se le comentó desde temprano para saber cómo se debía tratar y atender al misterioso invitado convaleciente e inesperado – Sé que Sir O’Sullivan está en este momento con él, aunque Bríd comentó que lucía mucho más repuesto que ayer y que es muy atractivo también, yo no lo he visto, pero por cómo ella lo ha… Su voz se apaga, sabiendo que está hablando de más cuando él gira su rostro hacia ella, sus ojos azules fríos como un glaciar enmarcados por sus cejas fruncidas con una molestia evidente. Ha escuchado muchas veces que no debe molestar a los señores, que debe guardar la prudencia y por, sobre todas las cosas en el piadoso mundo, guardarse sus opiniones para sí misma, principalmente aquellas opiniones que no son más que banalidades sin importancia en la vida de hombres de clase y elegantes como los señores Doyle. – Yo… lo lamento, mi señor – susurra, arrepentida por completo y temiendo desde ya el castigo que Mis Griffin impondrá cuando sepa de su imprudencia – No he querido… – Busca a McAllen y dígale que se haga cargo de las cosas del mercado, que yo debo encargarme de otros asuntos – ordena con la voz tensa, casi como un cuchillo a punto de cortar algo – Falta poco para que termine, estoy seguro que puede hacerse cargo.   No le da tiempo a siquiera asentir cuando ya se ha perdido por el pasillo que da al ala izquierda de la primera planta, dejándola ahí de pie con el resquemor subiéndole por la garganta. No lleva más de dos meses al servicio de la familia y siente que ya ha echado todo a perder sin siquiera poder evitarlo. Que tonta, tonta he sido; es como se maldice antes de ella darse la vuelta para ir a cumplir con lo que se le ha ordenado.  Alexander por su lado reniega, ¿qué tipo de inducciones les dan a las criadas para que hablen con tal soltura ante el señor del castillo? Su padre pondría un grito en el cielo sí la hubiese escuchado o algo similar, una jovencita consumida por pensamientos pecaminosos sobre alguien a quién debería de atender abnegadamente, simplemente no lo entiende. “No permitas que el alma de tu padre oscurezca la tuya, mi niño.” La voz de su madre resuena en sus pensamientos, trayendo de regreso todas aquellas ocasiones en las que ambos corretearon por esos pasillos, escapando de la mirada furibunda de su padre o de los regaños de algunos empleados. Ella, su madre, solía decir que la familia Doyle estaba demasiado arraigada con la idea de vivir en un pasado que ya no era viable, no cuando el mundo parecía estar a puertas de cambiar para siempre. “Cuando vayas a Londres, mi amor, verás barrios de casas brillantes y hermosas, nada parecidas a este frío y tétrico castillo. Vuelve entonces y ayúdame a convertir esto en un cálido hogar.” Sacude su cabeza ante ese último recuerdo. Su mano posicionándose sobre el frío bloque de la pared para sentir algo más que el silencio que parece consumir cada pasillo que atraviesa, pero como han sido los últimos años, no hay nada más. Su madre murió mucho antes de que Alexander viajase a Londres para estudiar, murió sin volver a ver los amplios y vivos jardines de la capital inglesa, esa donde ella esperó que él encontrase la inspiración para convertir el castillo Doyle en algo más. A veces quería decir un lo siento al aire, esperando que ella lo escuchase y entiende todo aquello que lamenta no haber cumplido, pero siempre se detiene a sí mismo de hacerlo. Su madre está muerta y así va a quedarse. Decide que lo mejor, tanto para su mente dispersa como para la situación de su repentino invitado, es hablar con sir O’Sullivan sobre los cuidados que requiere y sobre cómo sería su recuperación esperada. Con ese pensamiento se anima a perderse en las escaleras, buscando al bonachón hombre por los pasillos más concurridos y aquellos en los que él suele moverse cuando visita el castillo. Su padre confía en el criterio y conocimiento del hombre, es esa la razón por la que ha continuado siendo el médico familiar por tantas décadas ya y Alexander no pondrá en duda las razones por las que su padre confía en él, más siendo el único médico que siempre ha conocido, incluso durante sus años de estudio lejos de casa. Así pues, sabe que su misterioso huésped está en las mejores manos conocidas y espera que eso sea suficiente. Gira en la tercera planta todavía con su mente dando vueltas alrededor del invitado que tomó bajo su cuidado el día anterior, había evitado pensar en las extrañas circunstancias en las que lo encontró, observando como las aguas lo dejaban sobre la arena como una ofrenda. Obvio su ropa y las marcas en su piel oscurecida por el sol, Alexander se prohibió pensar en él porque tenía muchas otras cosas de las cuales encargarse, pero si era sincero en el silencio de sus pensamientos… hay preguntas que le gustaría responder. – Auch… Se queja, su cuerpo doblándose hacia adelante por el dolor en su rodilla derecha a la vez que sus ojos dan con una rueda que se conecta a lo que parece un asiento. Le basta alzar sólo un poco los ojos para toparse con una mirada confusa, desconocida y que parece enviar su mente a una espiral llena de espinas dispuestas a causar profundas heridas. No sabe por qué, pero es justo así cómo se siente bajo sus ojos. Ahí, sentado en un armatoste complicado de ruedas y cojines, está su huésped. 
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