Capítulo V.

2719 Words
Aquel hombre ha dicho… ¿1.840? ¿Lo dijo en serio? ¿Cómo es posible que…? De pronto todo comienza a dar vueltas y Jacob se desespera tratando de encontrar una respuesta en el fondo de su ya demasiado enredada mente. Ni siquiera nota cuando el hombre acorta la distancia, sus ojos tratando de entender por qué Jacob ha comenzado a hiperventilar de pronto. No sabe que él busca una explicación que le diga que todo es una mentira, que todo es una pesadilla o que en realidad está alucinando. No es posible que las palabras del hombre sean ciertas, no es posible que… No, no. Es obvio que todo esto no es más que una broma cruel, es más, ¡es una broma estúpida en todo sentido! Jacob ni siquiera siente deseos de reírse en el rostro acalorado por el fuego del hombre de baja estatura que sigue a pocos centímetros de su rostro, observándolo con sus ojos nerviosos de cervatillo. Lo único que quiere es empujarlo, enviarlo lejos de su cuerpo para que le dé la oportunidad de pensar con claridad qué está sucediendo, cómo es posible que le jueguen una jugarreta tan tonta a él, al siempre amable Jacob. ¿A quién siquiera se le puede ocurrir que esto es una buena idea? Jacob ha estado a punto de sufrir una crisis mental desde hace horas, pensando en cómo el mundo parecía haberse dado vuelta de golpe y sin que él pudiese evitarlo o siquiera entenderlo. ¿Quién podría haber pensado que era una buena manera de divertirse hacer una broma tan cruel? Piensa entonces en todas las ocasiones que ha sido testigo de la mentalidad cruel de su novio y no le resulta difícil imaginarlo como el cerebro capaz de idear algo como esto, sin embargo, al mismo tiempo le cuesta creer que Daniel se preste para poner en peligro su vida y su estabilidad mental sólo por unas cuantas risas. Él nunca sería capaz de arriesgar su bienestar tan sólo para divertirse con su rostro de confusión. Daniel es cruel con sus palabras, pero jamás ha intentado hacerle daño real. – Dani, amor, esto no es gracioso, ¿vale? – su voz brota temblorosa, frágil producto de la descarga de emociones que tensa cada músculo de su ya de por sí lastimado cuerpo – Esta vez te has pasado, esto ha ido muy lejos, Daniel. Vamos, sal… Sus ojos se mueven lejos del rostro del hombre, el médico frunciendo sus cejas en un ceño de preocupación cuando escucha cómo intenta que Daniel salga de su escondite, que grite con voz divertida que ha caído en la broma y que muere por contárselo a todos sus amigos en la universidad. Pero no hay rastro de su novio por la habitación oscura y no hay risas que acompañen el momento por más que Jacob quiere que sea así. – ¿Quién es Daniel? – el hombre pregunta, arrimando su mano regordeta a su frente en un amago de medir su temperatura, pero Jacob lo aparta, comenzado a molestarse. – No voy a enojarme, lo prometo – asegura en voz alta, tratando de sonar firme mientras se empuja a sí mismo por la cama, queriendo alejarse del médico – Dani, vamos… sal de dónde sea que estés, no es gracioso. No hay, sin embargo, ninguna respuesta a sus súplicas. De pronto, no puede evitar replantearse la posibilidad de que esto no sea una broma de su novio y que, en realidad, se ha vuelto completamente loco hasta el punto de alucinar con viajar en el tiempo. Sus manos comienzan a temblar bajo la mirada ceñuda del médico, quien sigue inclinado en su dirección, pero parece por haber optado por mantener la distancia de él, a lo mejor temeroso de que Jacob comience a gritar o le haga daño en algún momento. Tal vez no es una mala idea porque en ese preciso instante, Jacob siente que pierde todo el control que desde siempre ha tratado de mantener. Aquel control minucioso que se hizo parte de su personalidad desde el momento en que su padre se marchó para no volver, una necesidad latente por manejarlo todo, solucionar cada problema y tener siempre una respuesta a la mano. Ahora, sin embargo, Jacob siente que ha perdido todo. – Creo que está delirando producto de la fiebre – murmura el hombre, como para sí mismo, pero Jacob quiere decirle que sí, que todo es un delirio aterrador del que no sabe cómo escapar ileso – Lo mejor es que tomé un poco del té de menta que he traído para usted, jovencito – el hombre alza la voz, esta vez dirigiéndose a él con un tono tranquilo, casi como si estuviese hablando con un niño pequeño. Jacob no responde, no tiene rastro alguno de su voz y, en cambio, su cuerpo parece sumirse en un letargo producto de la incredulidad. Siente todo su cuerpo pesado e imposible de moverse, lo que hace la tarea del hombre bajo más fácil cuando se inclina de nuevo en su dirección con sus manos sudorosas, rechonchas y con un temblor casi imperceptible en ellas, sosteniendo una taza de fino porcelana con adornos dorados que no consigue distinguir. La porcelana se siente fría al tocar sus labios y sólo entonces es consciente que lleva horas sin probar bocado o tomar algo, su garganta lastimada sintiendo el calor del té bajando por ella como un calmante natural para el ardor que le acosa desde hace horas o quién sabrá exactamente cuándo. El sabor de la menta inunda sus sentidos, sus ojos fijos en las enormes puertas abiertas por las que entran pequeños halos anaranjados, iguales a la luz que proyecta la lámpara sobre una de las cómodas. Jacob se siente débil, como un muñeco de trapo que se mueve al antojo del hombre bajo frente a él. Las fuerzas parecen haberlo abandonado, incapaz de negarse a cualquier cosa. Preguntándose en qué momento su mente dejará de jugar con él y le permitirá volver a la realidad, esa donde no es más que joven cualquier dispuesto a disfrutar de las olas, con un novio que seguramente se molestará por haberlo dejado durmiendo solo y una familia de la que encargarse al volver de su viaje. Jacob sólo desea volver a ese mundo, a ese lugar que, aunque no es feliz, es lo que conoce. No quiere seguir alucinando o delirando o lo qué sea que esté sucediéndole. Tampoco quiere pensar en que, efectivamente, está muerto y esto es lo que hay al otro lado, tras la delgada línea que separa a la vida de la muerte. Prefiere imaginar un Dios sin rostro dispuesto a juzgarlo por amar y desear a los hombres, por injuriar contra él y por ser de todo, menos un hombre de religión. Prefiere el infierno a estar suspendido en los pasillos ilusorios de su mente tramposa. Lo que encuentra, en cambio, son las manos del hombre dejando la tasa sobre una de las pomposas mesas de noche antes de que le ayude a recostar de nuevo entre las almohadas endurecidas que adornan toda la amplia cama de doseles. El médico no dice nada y Jacob siente que todas las palabras lo han abandonado definitivamente, sumiéndolo en un mundo silencioso en el que no hay explicación para nada, en el que el silencio se lo traga todo. – No se preocupe por nada, jovencito – es lo primero que dice el hombre tras largos minutos en silencio, su pesada respiración siendo lo único que se escuchaba en la habitación – Se pondrá bien den un tiempo y mientras eso pasa, aquí no encargaremos de todo lo que necesite sin ningún problema. Eso lo que menos le importa a Jacob, poco le interesa saber sí será atendido con premuera o no por quién sabe que persona o sí tendrá algo que comer al final del día. ¿Cómo eso puede ser importante cuando está tratando de entender por qué el mundo parece haber retrocedido más de 100 años al pasado? ¿Cómo podría él pensar en esas cosas cuando está tratando de descifrar por qué él? ¡¿Por qué él?! – Enfóquese en descansar por el momento – insiste el hombre, acomodando un nuevo paño caliente sobre su pierna adolorida, Jacob, en cambio, es incapaz de procesar el dolor, sintiéndolo como una punzada lejana a sí mismo – En un rato estará aquí alguien con algo para cenar, dado que lleva horas reposando y estoy seguro que luego tendrá el placer de conocer al amo Doyle. No quiere conocerlo, no quiere saber nada de nadie y mucho menos de alguien que se hace llamar “amo”. Jacob quiere gritárselo, pero nuevamente, las palabras mueren en su boca antes de que pueda pronunciarlas. En cambio, oculta su rostro entre las almohadas para que el hombre no note el miedo que se apodera de su mirada y tampoco las lágrimas que comienzan a acumularse en el rabillo de sus ojos para empapar sus pestañas. Jacob sólo quiere que Daniel salga de cualquier rincón gritando “sorpresa” o que lo ha engañado muy bien. Jacob sólo quiere levantarse acurrucado en la cama de su infancia y que sea su madre quien espante los terribles sueños que lo han embargado durante esas horas que han parecido eternas, incluso se atreve a desear despertarse antes de que papá se marche y los dejé a la deriva. Quiere cosas que sabe, en el silencio de esa habitación y con el regordete hombre saliendo a paso lento, no podrá tener porque algo, algo muy en el fondo de su mente, le dice que esto no es una pesadilla. Que esto no es una alucinación y peor aún, que Daniel no está jugando ninguna broma con él.  ntonces él desconocía. Fue incapaz de ver el alma de su madre escaparse de su delgado y frágil cuerpo, pero Alexander sí alcanzó a distinguir el rostro sonrosado y regordete de una hermana que no alcanzaría nunca a escuchar los cuentos de dormir que madre siempre contaba, a tomar lecciones de etiqueta, que jamás se reiría discretamente de sus travesuras y que nunca podría convertirse en una gran dama, digna de un esposo ejemplar y de un hogar cálido como el que un día su madre procuró crear. Por un segundo, breve y doloroso, Alexander ansió tener esa oportunidad con ella, pero no existió nunca. Una hermana y una madre fueron las ofrendas que Alexander, siendo tan sólo un adolescente, entregó a los dioses que un día temería, dioses que plagaban las historias de su infancia y que encantaron los labios delgados y en forma de corazón de Natalie Doyle durante años, delicadas manos blancas acariciando los cabellos rojizos de su único hijo, su único amor. Los abandonó apenas comprendió que Dios lo había castigo con esas pérdidas por intentar creer en imágenes que no existían, en historias falsas que un día habían plagado el mundo de sangre y venganza injustificada. – Está hecho, mi señor. La voz del médico le trae de regreso de aquellos recuerdos que permanecen en lugares de su memoria que poco frecuenta. La mirada cansada y el gesto tenso lo obligan a abandonar aquellos cuartos oscuros de su memoria más remota, ahí donde no llega ni siquiera la mano controladora de su padre. Sacude imperceptiblemente la cabeza, sus cabellos cayendo sobre su frente y por un momento, el hombre más mayor confunde la imagen del adulto con la del niño. Un niño que vio crecer. A quien él sostuvo en brazos pocos días después de nacer, augurando una vida sana y fuerte para el primogénito de los Doyle. Niño que vio infinidad de veces corriendo por los pasillos de un castillo lúgubre para darles vida con su risa y sus ojos llenos de una luz pocas veces vista. Un niño que murió la misma noche que su madre, extinguiéndose una llama que calentaba un hogar sólo sostenido por el corazón de la mujer. Alexander dirige entonces sus ojos al hombre sobre la cama, continúa inconsciente por lo que alcanza a percibir y su pierna, sin duda alguna, luce mucho más derecha de como minutos atrás parecía estar. ¿Cuál habría sido la fuerza de las aguas para lastimar tanto su cuerpo y aún así, no haberlo ahogado? Simplemente no lo entiende y, por un instante, se dice a sí mismo que prefiere no hacerlo. Está dispuesto a brindar su ayuda, sabiendo que seguramente aquel pobre desgraciado no tiene un lugar donde recuperarse de una lesión tan profunda. Lo imagina pobre, hambriento y harapiento con aquellos extraños ropajes, mendigando por un trozo de pan en alguna taberna de las carreteras que dan a los pueblos. Es incapaz de relacionarlo con alguno de los hombres que trabajan en sus tierras y la única explicación con coherencia para su mente es esa: Un alma adolorida que no encontró otra salida. – ¿Qué debemos hacer ahora, sir? – dirige su mirada al hombre bajo, manteniendo su postura de desinterés calculado, ha sido educado para no mostrar más de lo debido, mucho menos sí de emociones se trata – ¿Cuánto tiempo debe descansar o qué medicinas debe tomar? – ¿Planea… planea que permanezca en el castillo, mi señor? – la tensión se acumula aún más en su rostro y la duda se refleja de forma directa en su voz, sus manos retorciendo estúpidamente un pañuelo que siempre carga en el bolsillo derecho de sus pantalones de lino n***o – No creo que su padre esté… – Mi padre no está, sir O’Sullivan. Le recuerdo que partió hace dos noches para Gran Bretaña, tiene asuntos por atender – no especifica, ni está interesado en hacerlo, los asuntos de negocios de los Doyle o las discusiones políticas no se tocan con empleado – No estará por tanto tiempo que creo que ni siquiera es necesario avisarle de una visita a nuestro castillo. Soy quien dirige este lugar, amo y señor encargado mientras él no está – su voz no da lugar a ninguna duda, a ninguna mueca que el hombre bajo pueda hacer sin ser castigado severamente. Alexander había sido un alma pura, amable y servicial igual a su madre. Eso, recuerda con cierta pesadumbre el médico, antes de que su padre pusiese sus garras sobre su mente joven y adolorida por la pérdida. Había instaurado en él cada una de sus posturas, cada una de sus creencias y había terminado por convertir al joven en una imagen a miniatura del cruel y despiadado Brendan Doyle. – Estoy seguro que usted me indicará los cuidados necesarios que convendrán la recuperación de nuestro invitado – Alexander ladea la cabeza, observando de nuevo el hombre semidesnudo, cubierto de arena y de tinta que dibujan formas extrañas en su piel, sobre la cama que un día ocupó su madre, la cama donde murió – Es mi invitado, será tratado hasta que esté recuperado y sólo entonces se marchará. ¿Hay alguna objeción a mis decisiones, sir? El hombre no contesta y Alexander sabe que no hay absolutamente nada más por decir o hacer. Con la mirada le indica que salga y él se rezaga unos segundos, sus ojos volviendo a fijarse en el hombre que ha emergido de las entrañas del océano, aguas furiosas que lo han entregado como una ofrenda en las arenas de su playa. Alexander no sabe por qué, no quiere ni preguntárselo. Hará lo necesario para que sane y entonces le pedirá que se marche, que vuelva a los caminos de donde proviene o si lo desea, a las aguas de las que escapó. Él habrá cumplido con los favores de Dios y eso habrá sido todo. Se convence de eso dándole una última mirada, su mano cerrando tras de sí la puerta secreta de madera que rechina, la luz colándose por las ventanas y golpeando el rostro que descansa como la última imagen de la habitación que un día perteneció a su madre. Se abstiene de pensar en los dibujos de su piel, se obliga a olvidar el temor que repta por la suya. Alexander Doyle no cree en cuentos de dioses antiguos, no lo hará ahora ni nunca.
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