Capítulo IV.

2428 Words
Jacob ha tenido el sueño más extraño de toda su vida. Ha soñado con una enorme ola que sólo deseaba domar y cuya fuerza terminó empujándolo a las aguas, llenando sus pulmones de agua y presionando cada uno de los músculos de su cuerpo, comprimiendo sus huesos hasta hacerlos crujir, la sangre aturdiendo su cabeza mientras la oscuridad del océano opacaba todo ante sus ojos. Jacob soñó que moría en las aguas, el único lugar que representa seguridad para sí mismo. Ha soñado que una mano delgada, blanca y con largas cadenas negras le ha sacado del agua. Sus ojos oscuros, pozos negros sin fondo, lo miraron directamente como si fuese capaz de leer aquellos pensamientos que ni él mismo se permite admitir. Sus ojos le sostuvieron mientras el aire comenzaba a inflar de nuevo y de forma dolorosa su cuerpo, sus músculos contrayéndose con fuerza y sus huesos reacomodándose de una forma que no es posible, que no es más que la muestra de cómo todo fue un sueño. Uno extraño y terrorífico.  Al abrir los ojos, sin embargo, las cosas parecen seguir desenfocadas. Observa con confusión un techo de doseles claros, telas blancas cayendo alrededor de la incómoda cama en la que permanece recostado, rodeado de almohadas adornadas por encajes de un blanco amarillento producto del tiempo. No es, ni de cerca, la habitación humilde que su novio y él eligieron cerca a la playa, con una cama de colchón delgado y endurecido, sábanas de un azul envejecido y casi roído. No hay rastro de la telaraña que lo saluda en la mañana cuando se gira hacia la izquierda, buscando algo más que las desnudas paredes blancuzcas por la cal y no la pintura. En cambio, al girarse, se encuentra con un pomposo tocador de madera con adornos en tonos dorados que se extienden por las curvadas patas, tallajes que simulan mantos de oro cayendo por los bordes del mueble desde el borde redondeado de un espejo cubierto de polvo. El dolor en su pierna persiste cuando se trata de sentar en su lugar, siente cada uno de los músculos de su cuerpo tensos y recogidos de una manera que nunca antes ha experimentado. Su cabello está revuelto, casi se imagina como un nido de pájaros permanece en su cabeza y descubre que está desnudo de la cintura para arriba, la tela de su traje de surf arremangado a la altura de su cadera. No hay ninguna luz en la habitación más allá del pequeño halo anaranjado emitido por una extraña lámpara que descansa en una cómoda al lado contrario del tocador. Hay una llama larga y curveada que se proyecta a través del cristal de la lámpara, su luz creando sombrar en las paredes adornadas también en telas de colores pastel. Sombra que, si Jacob fuese asustadizo, ya habrían causado que su corazón latiese a un ritmo anormal. – ¿Qué rayos? La pregunta brota de sus labios en una voz débil, quebradiza en cada sílaba producto de una garganta inflamada que le provoca ardor al intentar tragar saliva. Siente las paredes de su garganta en carne viva, como sí hubiese tomado un sorbo demasiado grande de lejía y esta hubiese bajado por su garganta arrastrando toda la carne posible, quemándole incluso las entrañas. Aunque bueno, no es como sí supiese realmente sobre eso, nunca había tomado lejía, pero se imagina que es algo así. Es cuando intenta moverse, siquiera bajarse de la cama, que un latigazo de dolor recorre desde su pierna hasta su esquina dorsal, erizando cada poro de su cuerpo producto del electrizante golpe de dolor. Se encoge en su lugar con sus manos tratando de tomar entre sus palmas aquella parte de su cuerpo que tanto dolor le causa, pero sólo es capaz de sentir una tela tibia sobre su pantorrilla, calentándola. El dolor, sin embargo, no deja que haga algo más que quejarse con debilitados gemidos y sollozos, aunque no llora. Ni siquiera tiene la calma de pensar en qué está sucediendo y cómo fragmentos de aquel terrorífico sueño parecen ser más reales de lo que le gustaría aceptar. El recuerdo de los ojos negros de una mujer que le saca de las aguas volviendo como una ráfaga a su mente: ¿ella había sido también real? Recuerda brevemente lo sucedido en la playa, al hombre de ojos océanos y el bajo doctor que había indicado a unos desconocidos corpulentos cómo tomar su cuerpo para transportarlo sin causarle mayor tormento. Jacob había querido gritarle que, en realidad, las manos toscas de los hombres producían en él tanto dolor que sentía que se moría, sintiéndose desfallecer con cada segundo que era transportado por ellos. ¿Fue eso lo que sucedió? ¿Se desmayó producto del intenso dolor? Jacob no recuerda mucho más allá, el resto es oscuridad absoluta. Un pantano n***o que se extiende ante sus ojos, lo que explicaría muy bien porque está en una habitación desconocida y semidesnudo sin saber qué pasó. En el pasado habría culpado al alcohol, a una fiesta que se salió de control, pero ahora… su mente siempre lógica y partidaria de las explicaciones no halla respuestas. – Por todos los ángeles, ¡está usted despierto! La voz femenina vibra en el aire, sus ojos captando la figura de una mujer de baja estatura y forma regordeta que deja una bandeja sobre una mesilla junto a las enormes puertas de madera blanca que nunca escuchó abrirse. La mujer se apresura a llegar hasta la cama, sus ojos verdosos mirándolo con apremio detrás de unas largas y espesas pestañas que sólo consiguen resaltar aún más el intenso color de su mirada. Su rostro, sin embargo, luce curtido por el clima y las pecas que lo salpican parecen fundirse lentamente en la piel de sus mejillas. – ¡Llamaré a sir William! Ella no habla en inglés, no sabe en ese momento qué idioma es el que ella habla, aunque Jacob lo comprende y eso reduciría bastante la lista de lenguas que conoce y habla a tan sólo unas cuantas. Sin embargo, su mente se mantiene ocupada en algo más como para tratar de dilucidar qué idioma será. La mujer vuelve a hablar, esta vez para sí misma mientras mira en todas las direcciones de la habitación, como si el dichoso Sir William apareciese de entre las paredes por arte de magia. Cuando ve que no es así, parece enfocarse de regreso: – Ya regreso. Jacob se ve tentado a gritarle que no se marche, quiere pedirle que se quede a su lado, rogarle que no le dejé sólo en una habitación por demás extraña para él mientras el dolor parece carcomerle no solo la carne sino también su interior. Quiere que ella le explique qué está pasando, que le brinde palabras de consuelo que calmen la tempestad que crece en el fondo de su mente y no augura nada bueno. – No, no… no… – se imagina a sí mismo hablando, pero sólo son gorgoteos que escapan de sus labios y la mujer es incapaz de comprender. Ella, sin embargo, se marcha antes de dar tiempo a nada. Eso o Jacob es incapaz de pronunciar palabra alguna con la garganta vuelta jirones y ardiendo en dolor. La mujer se mueve rápido, casi como si corriese dando saltitos de regreso a la puerta que deja abierta de par en par tras su partida. No sabe quién es sir William, pero Jacob de pronto se encuentra a sí mismo rogando porque venga a calmar en algo el dolor. Que alguien, quien sea, me ayude. Es un sollozo en su mente y cuando alza mirada hacia las paredes, casi puede jurar que una mirada de océano se fija en él con una seriedad imperturbable. Jacob solloza al fin en voz alta, queriendo creer que todo es producto de su imaginación fantasiosa antes de que el dolor vuelva a llevarlo de regreso al oscuro e infinito pantano que ahora es su mente. En el fondo, los ojos océano son reemplazados por unos negros como el peor de los cuervos y son estos los que lo acompañan en las profundidades de la inconciencia donde no habita ningún sueño. Cuando vuelve a abrir los ojos el panorama no ha cambiado en nada. Jacob se pregunta, antes de siquiera mover la cabeza de un lado al otro y con los ojos fijos en el techo de doseles que cuelgan sobre él, por qué pensó que las cosas podrían ser distintas, qué le hizo creer que todo lo que está sucediendo no era más que una pesadilla de la que luego podría reírse en voz alta. ¿Por qué se permitió ser el iluso Jacob que había dejado de existir hace tanto tiempo? Ahí acostado, con la vista fija en las telas que se desparramaban por los lados, Jacob se sintió un niño desilusionado otra vez. El recuerdo de los ojos negros le sobrecoge de nuevo, provocando que una sensación de asfixia que lo hace doblarse hacia adelante. Un mal augurio, habría dicho su madre si estuviese a su lado, tomando su mano para evitar que se deshaga en llanto ante el miedo que le embarga y no quiere reconocer. – Me alegro que haya despertado, jovencito – la voz masculina le obliga a alzar la mirada en dirección a de donde proviene, notando entonces un par de ojos que le observan atentamente. El hombre regordete de la playa está sentado al borde de la cama, vistiendo un bata blanca que no le cierra a la altura de su barriga y que luce lo suficientemente vieja como para que Jacob piense que nunca la ha cambiado. Incluso puede asegurar que tiene alguno que otro roto remendado en los rincones más insospechados, sin embargo, no es cómo sí tuviese cabeza para realmente pensar en ello. Quiere preguntar muchas cosas, pero, en cambio, de sus labios sólo brota: – ¿Qué… qué es lo que ha sucedido? El hombre silba, como si estuviese pensando su respuesta con mucho cuidado: – Bueno, jovencito… eso debería preguntarlo yo. Desconozco por qué usted se encontraba en la arena tirado, casi como si las aguas lo hubiesen expulsado desde sus entrañas. Su cabeza da vueltas mientras se apoya en las palmas de sus manos para poder observar mejor al hombre, la luz amarillenta que proviene de las lámparas de los rincones dibuja sombras terroríficas sobre el rostro del médico y Jacob siente que quiere vomitar hasta que su estómago quede sin nada en él o hasta que las palabras que se le arremolinan en la garganta desaparezcan para siempre. Quiere decirle que es eso lo que ha sucedido exactamente, que las aguas lo han expulsado desde las profundidades más oscuras. Jacob quiere incluso gritárselo, pero la verdad es que… ni siquiera él sabe sí es eso lo que realmente sucedió. – Ha sufrido una severa lesión en su pierna – continúa hablando el hombre, su mano regordeta ahora palmeando su pierna herida con algo de aprehensión, Jacob sintiendo nuevamente el calor extenderse por la piel producto de un paño húmedo sobre ella – He acomodado el hueso y vendado con suficiente fuerza como para que se reajuste, pero tardará en sanar. Tardará en sanar. Repasa las palabras en su mente, asintiendo a las palabras del hombre de forma automática, pero sin saber qué decir más allá de mantener la vista fija en su pierna, ahí donde la mano del médico descansa. Hay un anillo de metal opaco adornando su dedo corazón y en él se vislumbran pequeñas marcas que producto de la luz no logra reconocer. Jacob trata de enfocar su mente en algo que no sea el dolor, el miedo o las preguntas. – El amo ha ordenado que permanezca en la habitación con todas las atenciones necesarias mientras conseguimos algún dispositivo que le permita moverse por el castillo – el hombre se levanta de la cama entonces, estirando sus músculos que truenan con fuerza – Lady Alice destinará una de sus mejores empleadas para que lo mantengan cómodo, joven. No debe preocuparse por nada. Jacob quiere decir que está bien, pero la verdad es que nada lo está. No entiende por qué está ahí acostado, escuchando cosas sobre un amo y un castillo, cosas de las que no tiene ni idea de su existencia. Sus ojos viajan al rostro del hombre, notando el sudor bajando por su frente mientras saca un pañuelo de un amarillento color para secar su piel húmeda. – ¿En… qué castillo estoy? – es la pregunta que consigue formular entonces, esperando que fuese la adecuada. El hombre asiente, como si fuese una cuestión lógica: – El castillo Doyle, jovencito. Habrá escuchado de él, esplendoroso en toda su arquitectura y propiedad de una gran familia. Los amos son sin duda muy misericordiosos por… – El chico de la playa… – le interrumpe, no tiene intenciones de escuchar cosas más confusas para su ya revuelta mente, sólo quiere algo de orden, algo que le permite comenzar a desenmarañar sus pensamientos, sin embargo, el gesto de sorpresa en el rostro del hombre le hace replantearse sus palaras – El amo Doyle… ¿es quién me rescató? La suavidad regresa al rostro del médico, quien asiente efusivamente antes de responder con palabras cargadas de afecto: – Lo es, el amo Doyle estaba pintando está mañana a orillas de la playa, disfruta de las mañanas en la arena y entonces vino buscando mi ayuda para usted. Jacob asiente en respuesta, como si algunas de sus palabras fuesen coherentes para él cuando, en realidad, todo le suena demasiado surrealista para ser considerado cierto. Es entonces que una pregunta más surge en el fondo de su mente, brillando como un letrero neón en una calle abarrotada de anuncios, esperando ser visto a toda costa. La pregunta baila un segundo en su lengua, a la vez que él permanece convenciéndose a sí mismo de no hacerla porque…  Porque es simplemente ilógico. – ¿Qué año es? – al final, ella brota por voluntad propia, flotando entre el hombre y él. Jacob espera que se ría, que mencione que ha enloquecido y eso no es necesario de decirse, incluso espera que le responda que el castillo no es más que un parque temático y no debe preocuparse porque sigue en 2.019. En cambio, el hombre se encoge de hombros con aburrimiento, como si su pregunta fuese rutinaria en casos así. – 1.840, jovencito. ¿Qué otro año cree que es? 
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