Capítulo XI.

1624 Words
Ella mira al vació, semi sentada en aquella camilla y con el camisón azul claro que le queda un poco ancho, descolgado en el hombro izquierdo. Su cabello de tinte rojizo con ligeros mechones canosos cae desordenado sobre sus hombros, suspira en silencio y vuelve acariciar la intravenosa que adorna el dorso de su mano derecha. Él chico a su lado se remueve en la pequeña silla y trata de seguir su mirada, sin ver lo que ella ve y gruñe frustrado, como si no entendiese que hace ahí junto a ella. Tiene 17 años y no es la primera vez que visita una habitación como esa, pero esta vez es diferente; ella no se mueve y él estira su mano, tratando de tomar la suya pero ella sigue quieta. “¿Por qué no me dejaste dormir?”, es lo único que ella dice, su voz rasposa y desafinada. Él la mira fijo un momento y aleja su mano, soltando una risa grave, “Dormir – murmura -, no ibas solo a dormir con todas esas pastillas.”, y se levanta de la pequeña silla, con las manos en los bolsillos de su pantaloneta roja, una mirada más y sale de ahí, como si huyese. Y ella sigue quieta, con la mirada cristalina y con sus dedos acariciando la aguja que perfora su piel mientras él abandona la habitación. “67 días – susurra – solo hacían falta 67 días”, y entonces sonríe, una sonrisa que se enmarca en su rostro pálido y delgado mientras agita su cabello; “Queríamos hacer una fiesta – sigue diciendo – 18 no se cumplen todos los días”, y entonces calla, su cuerpo se agita. Su mirada se clava en la fotografía arrugada que esta junto a la almohada, es un rostro infantil que sonríe demasiado cerca de la cámara, mostrando un espacio vació entre sus dientes. Se parece al chico de 17 años que abandono la habitación pero no es él, es su hermano menor, al que le llevaba escasos dos minutos de diferencia. Él mismo joven que 12 días atrás falleció en una habitación similar. “Cuatro años, mi pequeño bebé… – su voz baja de nivel mientras tropieza con sus palabras y sus dedos dejan de acariciar el metal de la aguja – Fueron largos… y a veces demasiado cortos.”, su sonrisa se mantiene en pie mientras ella se mueve y cambia de posición, tomando la estrujada fotografía. “Siempre pensé que Dios era misericordioso – su pulgar acaricia el rostro estampado por la tinta – pero no sé qué castigo cometí para que se fuera… No sé por qué debo pedir perdón al rezar.” Vuelve a callar, su labio inferior comienza a temblar y su mano deja de sostener la foto. “Esa mañana – ríe y calla un momento, sigue con la vista en la fotografía sobre la colcha – Mmm… Esa mañana el periódico dijo que sería un buen día para mí pero yo ya me había amanecido sabiendo que no sería así – aclara con cordialidad, levantando sus ojos amatista de la imagen – Durante esos años… ningún día fue bueno.” Se refiere así a los cuatro años en los que visitó 7 hospitales y consultó más de 36 médicos, especialistas o no, con la mano de un adolescente aferrada a la suya. Cuatro años a partir de la mañana en la que, el menor de sus hijos, cayó de su patineta y comenzó a sangrar sin poder detenerlo, cuando un doctor de rostro duro – recuerda -  se los dijo a ella y a su ex marido, tres semanas después. “Cáncer – suelta la palabra y vuelve a guardar silencio - ¿Qué se supone que es el cáncer en un niño de 13 años?”, su cuerpo parece relajarse y cae sobre la camilla, escondiendo su rostro en la almohada mientras su cabello se enreda cubriendo su cara. “¿Qué  debe hacer una al ver a su hijo… así?”, su voz se rompe y de un momento a otro ha comenzado a llorar. Él entra con lentitud, con un vaso de plástico en la mano y un paquete de papas Margarita en la otra, la mira en silencio pero no agrega nada, se limita a sentarse en la misma silla de minutos atrás y seguir guardando silencio, observando cómo su cuerpo delgado se sacude sobre la camilla y cómo las lágrimas resbalan por la fotografía que ha caído descuidadamente a un lado. El sonido del plástico rasgándose resuena en la habitación de paredes blancas, él se lleva la primera papa a la boca y ella cesa su convulsión unos segundos, respira agitada una y otra vez: “Mi niño… mi bebé – gime con la voz rota, desnivelada por el llanto -  mi… mi… él era mi…”, pero las palabras no salen y su cuerpo sigue temblando, sin poder contenerse ni un tanto. Habla de su hijo, ese que dejó ir una noche fría en un avión a otra ciudad, esperanzada de que regresaría como nuevo, sin ninguna enfermedad, sin ningún rastro de aquella dolorosa batalla que habían comenzado. No lo vio perder de a poco el cabello n***o que siempre lo caracterizo, no lo vio pero ella asegura que lo sintió como si hubiese sido el propio. No observó cómo iba perdiendo peso con rapidez, ni cómo comenzó a andar con un pequeño bastón a la edad de 15 años para poder sostenerse. No lo vio, porque cuando ella le veía, seguía viendo al niño de 13 años que jugaba con su patineta nueva, esa que la noche pasada había sido desenvuelta; eso dice ella. Eso dice que quiere creer. “Yo solo quiero… - se apoya en las palmas de sus manos mientras se enderezaba con un poco de esfuerzo – Yo solo… quiero verlo, una vez más… ¡Quiero que no esté muerto!”, y sus ojos rojos e hinchados van a parar al chico a su lado, que sigue comiendo las papas y que da de a tantos algún sorbo al vaso que tiene entre las piernas; “¿No lo quieres tú también? – le pregunta, su voz ha sonado demasiado suave y se muerde el labio, esperando - ¿No quieres a tu hermano aquí?” Él se llevaba otra papa a la boca y da un sorbo antes de hacer algo, ella sigue mirándolo, sigue esperando. Unos segundos, un minuto, dos… él se levanta, arrugando el empaque de plástico ya vació y se recuesta en la camilla, tomando con la otra mano la fotografía empapada en las lágrimas de su madre. “¿Eso es lo qué quieres, vieja?”, le pregunta pero no la mira, sus ojos observan la foto, viajan de un lado al otro y su mano se cierra en un puño en torno a ella, “Porque yo creo que él ahora está mejor que nunca – su mirada se fija en la de ella, tiene su misma nariz y sus labios poseen la misma forma delgada y alargada pero hay algo diferente en él – No voy a reemplazarlo… no quiero hacerlo”, y su voz trastabilla en la última frase, por un momento, su cuerpo tiembla. Ella sigue mirándolo, ahora con los labios hechos una fina línea y baja unos segundos sus ojos a la foto que él mantiene arrugada entre sus dedos y llora, vuelve a llorar; “Yo solo quería dormir”, murmura mientras vuelve acomodarse en la cama y él suspira mientras regresa a la silla. “Y yo quería que mi hermano no hubiese enfermado jamás – le espeta él, con voz molesta mientras mira el reloj que llevaba en su muñeca derecha – No quisiera parecerme a él… Pero hay cosas que son demasiado, vieja… son demasiado”, y ella levanta la cabeza, como si fuese la primera vez que le ve frente a ella, él la mira… llorando, lo que durante esos 12 días no lloro.  La puerta se abre y el hombre de bata blanca entra sin mirar, con una planilla en la mano y diciendo algo en voz baja, se para en el centro de la habitación y los observa a ambos por sobre sus gafas, golpeando con su bolígrafo su tabla; “La paciente necesita descansar, así que se ha acabado el horario de visitas”, le dice a él con voz tranquila, como si fuese un niño asustado. Él asiente y la mira de nuevo, soltando un suspiro; “Yo también quisiera dormir – le dice, como en secreto – Porque solo mirar un espejo… duele”, baja los ojos y aprieta con más fuerza la fotografía y camina hacia la salida, secándose con el antebrazo las lágrimas que siguen cayendo. Ella mira su espalda y se acuesta, con la mirada clavada en el techo blanco, mientras el hombre de bata revisa el suero que tiene conectado al dorso de su mano y las demás máquinas a su alrededor. Él camina hacia la puerta y echa al pequeño bote de basura la arrugada fotografía. Sale de ahí, ya había visitado varias veces ese tipo de habitación en sus 17 años, pero esa vez era diferente. Esta vez no acompañaba a quien había sido siempre su compañero de juegos, ese que se parecía a él, ese que él empujó de la patineta cuando solo tenía 13 años y lo condenó; según dice; a pasar su último día, su último minuto entre paredes blancas.
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