Capítulo XIII.

1306 Words
1:30 a.m. es la hora en que llega siempre con sus 1.90 de estatura, su cabello oscuro como una noche sin estrellas en el cielo, su mirada de ojos color café terroso recién cosechado y la sonrisa divertida que se formaba en sus labios como cada vez que se acercaba a centímetros de los míos, un juego sin sentido porque nunca me atreví a cortar la distancia entre nosotros y él lo sabía. Siempre supo que yo no me atrevería. Es todo tan distinto a aquellos años que compartimos durante nuestra adolescencia, sentados lado a lado porque nuestro apellido era el mismo y no teníamos otra opción. Ahora él se sienta junto a mí sin decir nada, como si nunca me hubiese visto y su sonrisa no se halla congelada en mi memoria como un tatuaje indeleble de los sueños de la infancia, esos donde creía que un día sería su mano la que me llevaría por la vida. ¿Por qué me visitas siempre a la 1:30? Me provoca preguntarle algunas veces, cuando sus dedos se enredan en mis largos cabellos, los que no existían en aquellos años, pero las palabras se mueren en mi garganta antes de que puedan ser formuladas, siempre me pierdo entre sus labios, en su sonrisa que es siempre la misma, casi una calcomanía de las fotografías que durante años acumulé a escondidas. A lo mejor es mi mente que la dibuja en su rostro porque no conozco otra imagen que represente mejor el amor que esa: su sonrisa. Él nunca dice nada y yo ya no recuerdo cuál era el tono de su voz, no recuerdo cómo sonaba mi nombre escapándose de sus labios con la fingida inocencia de que no provocaba que mis rodillas temblaran por él. Su risa es también desconocida, no lo es el calor de su cuerpo porque se siente idéntico a aquella noche de mi cumpleaños número quince, cuando me sostuvo entre sus brazos e intentamos bailar el vals. Yo con mi vestido n***o y mi cabeza inclinada hacia arriba, observando su gesto de risa contenida porque fuimos un fracaso. Fuimos un fracaso porque nunca existimos y es muy tarde ya. Tal vez ha sido tarde desde la primera vez que nos vimos, a la 1 de la tarde de un mes cualquier de hace más de 14 años. Quiero gritárselo, decirle que deje de acariciarme el cabello y se marche de una vez por todas, que dos años y medio de visitas de madrugada me han cansado de su presencia como no lo hicieron nunca los siete años que estuvimos sentados uno junto al otro porque nos apellidábamos igual. Estoy harta de su mirada y estoy asqueada de su sonrisa divertida que sólo me habla de un amor que nunca existió. Vete. ¡VETE Y NO VUELVAS MÁS! Mis palabras no salen de mi mente, donde se asienta el calor de su cuerpo junto al mío mientras la cama sede bajo mi peso. Acuna mi sueño luego de haberlo robado por el dolor una madrugada de marzo hace dos años, se lleva de mis recuerdos la imagen que a la 1:30 a.m. surgió frente a mis ojos aquella vez: su nombre resaltado en amarillo bajo el enunciado de un asesinato, una historia cualquier de mi ciudad sangrante que nunca me había herido. Nunca hasta esa madrugada. Nostalgia de una vida compartida que me acosa desde entonces, obligándolo a visitarme para hablar sin que nunca alguno diga algo porque no es necesario. Nunca fue necesario entre nosotros y ahora, más que nunca, es un requisito inútil. Las palabras murieron con él hace ya mucho tiempo, se las llevó a una tumba injusta una mañana soleada y permanecen enterradas bajo la lápida con su fotografía, una donde no sonríe. No como me sonreía a mí. Se me ha olvidado el tono de su voz, su risa perdida en los rincones empolvados de mi memoria y todos los recuerdos acumulados de una adolescencia compartida permanecen ocultos en un baúl bajo llave, el único tesoro de una habitación en el extremo más oculto de mi corazón. Se escapa sólo en las madrugadas, forastero en los pasillos renovados de mi interior, pero habitante permanente de los resquicios de la niña que lo amó. – Eres el amor de mi vida. Es la primera vez que se lo digo. Vivo nunca escapó de mis labios y muerto, visitante de mis sueños, lo único que obtengo es una sonrisa distinta. Una que habla de como lo supo siempre, como construyó sueños conmigo incluso cuando nunca los vivimos porque ambos supimos siempre que el amor, ese amor, sólo tenía un destino.  .......... Ella sonríe mientras depositan la taza frente a sus ojos, el descolorido blanco y la abolladura en uno de los bordes le da un aspecto más familiar; sus labios se curvan con mayor firmeza mientras su nariz y sentidos se inundan con el aroma de café recién hecho que tanto le gusta. Había venido cientos de veces, se había sentado en la misma mesas incontables ocasiones, ésta vez iba con otra persona y pedía otra bebida. “No sabía que te gustaban las cosas amargas”, el chico frente a ella fuerza una sonrisa coqueta mientras la observa recostado en el respaldar de la silla, con sus manos jugando con el vaso frente a él, sin prestarle mayor atención. Es el papel que él suele representar, de un tiempo para acá, un poco más. La pose, la sonrisa, las palabras… la diferencia. “No me gustan”, se limitó a responder sin dirigirle una mirada, mantenía los ojos en las paredes de papel roído que se despegaban poco a poco en las esquinas, en las mesas vacías a su alrededor y en la joven adolescente que barría al ritmo de una canción en su mp3, entre ellas. El silencio se instaló entre sus cuerpo, meciéndose entre ellos con suavidad, como un viejo amigo. Él mantuvo su postura relajada mientras metía la mano en el bolsillo de su jean, ella no dijo nada, con los ojos moviéndose en el espacio que pudiesen captar y las manos aferradas a la taza. Colocó la fotografía sobre la mesa, fue incapaz de mirarla, fue incapaz de hablar. En algún momento, tiempo atrás, todo había sido dicho ya entre ellos. La sutil comodidad, la inexistente simpatía y el insuperable conocimiento de años de infancia compartida. “Prefieres el chocolate, sólo que a él siempre le gusto el cappuccino”, murmuró, la posee se había perdido y mientras ella detenía sus ojos en él, pudo notar todo lo que nadie había visto. El miedo, el dolor… lo que veía en sí misma cada mañana frente al espejo de su cuarto. Habían pasado algunos meses pero sentada en esa cafetería, con el aroma extendiéndose ante ella, con los recuerdos de una vida reproduciéndose en su cabeza, ella por fin se dio cuenta. No miró en ningún momento el pequeño pedazo de papel sobre la mesa, la imagen de un niño abrazado a una niña. Se olvido de la voz infantil, de la expresión adolescente, del nombre y del rostro. Se quedó con los ojos en él, y sonrió. “Te pareces un poco a tu hermano”, la frase salió sin pensarlo pero él no alzó los ojos y ella siguió mirándolo, como si fuese la primera vez que lo hubiese visto, “Sólo que eres un poco más bajo… un poco más fuerte, tal vez, un poco más lindo”. El silencio regreso y la vieja fotografía sobre la mesa, los sumía a ambos en un letargo demasiado nostálgico. Y ella lo sabía, no era a la única que le dolía. Él la miró pero no sonrió, “La diferencia es que yo sí estoy vivo.” 
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