Capítulo III.

3082 Words
Alexander Doyle guarda silencio durante todo el camino de regreso desde la playa, sus ojos fijos en cómo algunos de los peones llevaban en brazos el cuerpo fornido del misterioso hombre, lo sostienen por debajo de los brazos y con un cuidado inusual en hombres de labores campesinas cuando sostienen su pierna herida. Un sin fin de preguntas se acumulan tras sus cejas. Cejas con las que lucha para no alzarlas en un gesto poco amigable producto de no hallar ni siquiera una respuesta. Quiere saber quién es el hombre, por qué había saltado al agua y por, sobre todo, cómo pudo brotar de entre las aguas como una ofrenda de los antiguos dioses, su cuerpo flotando con tranquilidad desde las olas más lejanas hasta la orilla. Dioses antiguos, es la explicación que llega de primero a su cabeza, pero Alexander aleja aquel pensamiento tan rápido como llega, no debe traer de regreso a dioses antiguos que no son más que cuentos de niños hechos para causar miedo. A Dios no le gustaría el rumbo que su mente tomó ante tal situación. Es más, ¿qué diría su padre dónde se atreviese a decir eso en voz alta? Alexander no quiere descubrirlo y es por esa razón que se limita a seguir los pasos de los hombres en silencio, con las manos tras su espalda y sintiendo el viento que llega desde las profundidades del océano acariciando sus cabellos y su nuca, como una caricia que anuncia algo irreversible. Se pregunta sí la decisión de auxiliar al hombre es la correcta, pero ya ha sido tomada y como un Doyle de palabra, Alexander no va a echarse atrás. No lo hará, aunque los dioses antiguos toquen a la puerta de su habitación cuando caiga la más oscura noche. Piensa inevitablemente en los cuentos que su madre susurraba a su oído cuando niño, narraciones fantásticas y aterrorizantes sobre dioses poco misericordiosos, vengativos y sangrientos que al caer la noche y con la luna en la cúspide del cielo estaban siempre a la espera de una ofrenda, siempre avariciosos de los sufrimientos mortales. Ella los narraba distintos, pero su padre le había hecho ver la verdad de aquellos cuentos de niño tras verla partir para siempre. Sólo el amor y la bendición de Dios nos hará libres, Alexander.  Las palabras de su padre resuenan siempre en sus oídos, mantras que dictaminan la manera en cómo vive cada uno de sus días y ahora, caminando con paso lento tras sus sirvientes cargando el cuerpo herido de un misterioso hombre de nombre Jacob, Alexander se convence de que es un designio mandado por el Señor, una prueba a su paciencia y benevolencia, de esas que su padre siempre murmura que es más que necesario enfrentarlas con una buena cara para así ganar el favor merecido. Terminan entrando por la parte lateral del castillo, colándose por la puerta de madera podrida que da a las caballerizas y Alexander sólo debe hacer un movimiento de cabeza para ordenarles hacer el menor ruido posible, dejando que los sonidos provenientes de las cocinas se traguen todo sonido que ellos puedan hacer. No desea en absoluto llamar la atención de ninguna de las personas de la servidumbre, mucho menos de alguno de los visitantes del castillo por el alboroto de un hombre desconocido recién salido de las aguas. – Se ha desmayado – la voz de sir O’Sullivan, el médico de cabecera de los Doyle llega a sus oídos como la suave corriente de un río muy lejano, el hombre de baja estatura y cuerpo rechoncho camina a la cabeza del grupo, girándose de vez en cuando para supervisar la pierna herida – ¿A dónde lo llevamos, mi señor? La pregunta flota por breves momentos cuando se detienen en las escaleras del servicio, que dan a las partes traseras de las habitaciones. No era necesario atravesar los pasillos principales o secundarios, expuestos a toparse con alguien a quién dar explicaciones. Alexander lo metida, sus ojos fijándose en el rostro sereno de ojos cerrados del desconocido. Repasa sus facciones duras y los hilillos del cabello que se desparraman de un extraño moño. – Llévenlo a la habitación del ala este, la que está junto a la mía. No hay ningún rastro de duda en su voz, sin embargo, O’Sullivan aún se gira a mirarlo con las cejas despobladas arqueadas hacia arriba y Alexander casi podría jurar que, de tener línea del cabello, la habrían alcanzado: – ¿Está usted seguro, mi señor? Esa es la… habitación de su madre. Alexander lo sabe, no hace falta que el médico se lo recuerdo. Se ve tentado a girar los ojos en un gesto de pocos modales, en cambio, se limita a enderezarse en todos sus casi dos metros de estatura. Mirándolo con aquella mirada que su padre le enseñó desde niño, esa que no dejaba lugar a dudas por lo intimidante que resultaba, esa que decía: “aquí soy yo el amor y señor de todo”. O’Sullivan, de quien nunca ha conocido el nombre y tampoco le ha interesado hacerlo, asiente en una respuesta silenciosa a su mirada. Su voz guía a los hombres por el entresijo de pasillos, un laberinto tras las paredes del castillo, moviéndose en silencio y con cuidado de no ser vistos por alguna r*****a de un cuadro mal acomodado, de una puerta mal cerrada. Alexander les sigue los pasos sin ninguna vacilación, conociendo de memoria cada esquina, cada telaraña y cada oscuridad que habita entre las falsas paredes. Acceden a la habitación de su madre por un enorme cuadro de una antigua doncella vestida de fiesta. Las faldas rosas caen hasta el suelo y les permiten el paso, camuflando la entrada con las largas telas empolvadas que cubren cada pared. Alexander se queda al margen de la habitación, como ha hecho desde los trece años y hará hasta el último de sus días como amo y señor de ese castillo. Vislumbra los rincones donde no da el sol con sus azules y escurridizos ojos, observando la nueva capa de polvo que recubre los objetos. El espejo es inservible ya, las joyas de su madre desperdigadas por las cómodas lujosas y el cepillo de su rojizo cabello de antes un dorado brillante ahora permanecen cubiertos de motas grisáceas que llevan sin ser limpiadas, exactamente, doce años. Alexander ordena con un movimiento de cabeza a los hombres retirarse, dejándoles el espacio suficiente como para salir a su lado sin rozarlo. O’Sullivan se queda junto a la cama de doseles altos, observando al hombre inconsciente que ahora descansa en la cama de su madre. Alexander no se mueve ni amaga por dar un paso dentro, permanece quieto como una estatua de fino mármol, observando al hombre mover sus manos por la pierna inflamada cual bola de heno. Lo ve retirar brevemente la extraña capa de ropa del cuerpo del hombre, las marcas de tinta negra aferradas a su piel extendiéndose más allá de su codo. Alexander había estado curioso, ansioso de saber qué son. Ahora, en cambio, algo parecido al pánico trepa por su garganta, erizando cada vello de su piel: hay más dibujos de tinta negra subiendo por la piel del hombre, llegan a adornarlo hasta la altura del pecho, enredándose cual hojas venenosas a la altura del corazón. No sabe qué son y mucho menos qué significan. Lo único que piensa es en las antiguas historias de dioses demasiado viejos y sangrientos que su madre solía contarle cada noche al dormir. Historias que él disfrutaba cual niño inocente antes de conocer lo vengativo de las almas que yacen bajo el suelo, los helechos y el océano. Historias de dioses de medianoche, de la luna y las mareas. Alexander, de pronto, teme a ellas. A Ella le gustan las almas débiles, mi amado Alexander. No pronuncies su nombre ante la noche, no aparece a conveniencia sino cuando es ella quien lo desea. Sus ojos de cuervo plagados de muerte nos observan, mi amado, dispuesto a esperar el momento perfecto para llevarnos. Es, a pesar de todo, benevolente con las almas que sufren, Alexander. Las acoge y las protege en las batallas. Los antiguos pobladores solían describirla como un alma muerta, que caminaba sin tocar el suelo como si invisibles alas de cuervo la llevasen a centímetros de la tierra. Sus dedos pálidos y delgados sólo tocaban las almas que la adoraban, que le rendían tributos en las noches más frías. Los cuidaba en batalla, servía de su escudo y sí caían, ella se sentaba a su lado a susurrarles poemas de vida hasta que debía llevárselo. Esa fue su historia de amor, mi amado hijo. Dicen que aquel guerrero la venció en cada campo inimaginable en el que se encontraron, incluso ante sus terribles poderes y designios él fue superior. Único en su tipo atrajo la atención de sus ojos negros y la hipnotizó no sólo con su fuerza, sino también con su ingenio. ¿Había alguien más en la tierra o los mares capas de vencerla a Ella? No y ella lo amó, aunque él a ella no. Cuando murió, vencido en batalla, se acomodó contra un fuerte árbol a esperar la muerte. Ella llegó a acariciar sus cabellos, sabiendo que ahora él permanecería a su lado para todas las eternidades que vendrían. Le habló al oído hasta que su ser se extinguió en nuestras tierras y pasó a las de ella. Una historia de amor muy bella, ¿no lo crees, Alexander? La muerte y la vida en su círculo más íntimo, nudos entrelazados que dan razón de quiénes somos y quiénes seremos. Escúchala cuando te hable al oído, Alexander, como sí escuchases a tu corazón. Desde los árboles, desde las olas o desde el silencio de los rincones de este enorme castillo. Deja que sus largos cabellos negros, trenzados para la guerra, hablen de los destinos de tu vida. Las guerras no son iguales ahora. Ahora, hijo mío, habitan en el fondo de nuestros corazones. Su madre murió hace mucho tiempo, pero Alexander aún la extraña como la primera mañana en que se sentó en la mesa a desayunar sin su presencia, acompañado tan sólo de la figura silenciosa e intimidante de un padre poco presente. Ninguno dijo nada aquella mañana ni ninguna de las siguientes por casi tres años, hasta que su padre carraspeó con su garganta, mirándolo fijamente y anunciando en voz alta que estaba listo para empezar su educación. Ella murió demasiado joven, con los cabellos de rojo fuego confundiéndose con la sangre que manchaba las sábanas de su cama mientras alumbraba una bebé que nació con los pulmones tan débiles que no alcanzó ni a dar su primera exhalación. Su cabello, contrario al de su madre y el de quien sería su hermano mayor, eran hilillos rubios idénticos a los del padre que no estuvo presente para verla nacer y morir en menos de un minuto. Alexander sí, aunque nunca debió ser testigo de algo así. Era en ese momento lo suficientemente mayor y curioso como para asistir el parto desde las sombras, sus ojos observándolo todo con minuciosidad desde las rendijas de las paredes, moviéndose en el silencio de la oscuridad falsa y su sombra proyectándose por la poca luz que desde las lámparas de cera se proyectaba hacia la pared. Nadie sabía que él permanecía ahí, a la espera del llanto del hermano que tanto ansiaba y su padre tanto esperaba. Sus ojos detallaron largos momentos los rostros serios de las mujeres moviéndose a lo largo de la habitación, escuchó sus palabras de aliento, sus pedidos para que no dejase de “puja” mientras débiles gemidos escapaban de los labios de su madre. Parecieron ser horas largas, casi eternas las que se mantuvo ahí de pie. No hubo llanto nunca ni gritos adoloridos por un alumbramiento, tan sólo quejidos por falta de aire, mujeres rumiando por lo bajo maldiciones irlandesas que hasta entonces él desconocía. Fue incapaz de ver el alma de su madre escaparse de su delgado y frágil cuerpo, pero Alexander sí alcanzó a distinguir el rostro sonrosado y regordete de una hermana que no alcanzaría nunca a escuchar los cuentos de dormir que madre siempre contaba, a tomar lecciones de etiqueta, que jamás se reiría discretamente de sus travesuras y que nunca podría convertirse en una gran dama, digna de un esposo ejemplar y de un hogar cálido como el que un día su madre procuró crear. Por un segundo, breve y doloroso, Alexander ansió tener esa oportunidad con ella, pero no existió nunca. Una hermana y una madre fueron las ofrendas que Alexander, siendo tan sólo un adolescente, entregó a los dioses que un día temería, dioses que plagaban las historias de su infancia y que encantaron los labios delgados y en forma de corazón de Natalie Doyle durante años, delicadas manos blancas acariciando los cabellos rojizos de su único hijo, su único amor. Los abandonó apenas comprendió que Dios lo había castigo con esas pérdidas por intentar creer en imágenes que no existían, en historias falsas que un día habían plagado el mundo de sangre y venganza injustificada. – Está hecho, mi señor. La voz del médico le trae de regreso de aquellos recuerdos que permanecen en lugares de su memoria que poco frecuenta. La mirada cansada y el gesto tenso lo obligan a abandonar aquellos cuartos oscuros de su memoria más remota, ahí donde no llega ni siquiera la mano controladora de su padre. Sacude imperceptiblemente la cabeza, sus cabellos cayendo sobre su frente y por un momento, el hombre más mayor confunde la imagen del adulto con la del niño. Un niño que vio crecer. A quien él sostuvo en brazos pocos días después de nacer, augurando una vida sana y fuerte para el primogénito de los Doyle. Niño que vio infinidad de veces corriendo por los pasillos de un castillo lúgubre para darles vida con su risa y sus ojos llenos de una luz pocas veces vista. Un niño que murió la misma noche que su madre, extinguiéndose una llama que calentaba un hogar sólo sostenido por el corazón de la mujer. Alexander dirige entonces sus ojos al hombre sobre la cama, continúa inconsciente por lo que alcanza a percibir y su pierna, sin duda alguna, luce mucho más derecha de como minutos atrás parecía estar. ¿Cuál habría sido la fuerza de las aguas para lastimar tanto su cuerpo y aún así, no haberlo ahogado? Simplemente no lo entiende y, por un instante, se dice a sí mismo que prefiere no hacerlo. Está dispuesto a brindar su ayuda, sabiendo que seguramente aquel pobre desgraciado no tiene un lugar donde recuperarse de una lesión tan profunda. Lo imagina pobre, hambriento y harapiento con aquellos extraños ropajes, mendigando por un trozo de pan en alguna taberna de las carreteras que dan a los pueblos. Es incapaz de relacionarlo con alguno de los hombres que trabajan en sus tierras y la única explicación con coherencia para su mente es esa: Un alma adolorida que no encontró otra salida. – ¿Qué debemos hacer ahora, sir? – dirige su mirada al hombre bajo, manteniendo su postura de desinterés calculado, ha sido educado para no mostrar más de lo debido, mucho menos sí de emociones se trata – ¿Cuánto tiempo debe descansar o qué medicinas debe tomar? – ¿Planea… planea que permanezca en el castillo, mi señor? – la tensión se acumula aún más en su rostro y la duda se refleja de forma directa en su voz, sus manos retorciendo estúpidamente un pañuelo que siempre carga en el bolsillo derecho de sus pantalones de lino n***o – No creo que su padre esté… – Mi padre no está, sir O’Sullivan. Le recuerdo que partió hace dos noches para Gran Bretaña, tiene asuntos por atender – no especifica, ni está interesado en hacerlo, los asuntos de negocios de los Doyle o las discusiones políticas no se tocan con empleado – No estará por tanto tiempo que creo que ni siquiera es necesario avisarle de una visita a nuestro castillo. Soy quien dirige este lugar, amo y señor encargado mientras él no está – su voz no da lugar a ninguna duda, a ninguna mueca que el hombre bajo pueda hacer sin ser castigado severamente. Alexander había sido un alma pura, amable y servicial igual a su madre. Eso, recuerda con cierta pesadumbre el médico, antes de que su padre pusiese sus garras sobre su mente joven y adolorida por la pérdida. Había instaurado en él cada una de sus posturas, cada una de sus creencias y había terminado por convertir al joven en una imagen a miniatura del cruel y despiadado Brendan Doyle. – Estoy seguro que usted me indicará los cuidados necesarios que convendrán la recuperación de nuestro invitado – Alexander ladea la cabeza, observando de nuevo el hombre semidesnudo, cubierto de arena y de tinta que dibujan formas extrañas en su piel, sobre la cama que un día ocupó su madre, la cama donde murió – Es mi invitado, será tratado hasta que esté recuperado y sólo entonces se marchará. ¿Hay alguna objeción a mis decisiones, sir? El hombre no contesta y Alexander sabe que no hay absolutamente nada más por decir o hacer. Con la mirada le indica que salga y él se rezaga unos segundos, sus ojos volviendo a fijarse en el hombre que ha emergido de las entrañas del océano, aguas furiosas que lo han entregado como una ofrenda en las arenas de su playa. Alexander no sabe por qué, no quiere ni preguntárselo. Hará lo necesario para que sane y entonces le pedirá que se marche, que vuelva a los caminos de donde proviene o si lo desea, a las aguas de las que escapó. Él habrá cumplido con los favores de Dios y eso habrá sido todo. Se convence de eso dándole una última mirada, su mano cerrando tras de sí la puerta secreta de madera que rechina, la luz colándose por las ventanas y golpeando el rostro que descansa como la última imagen de la habitación que un día perteneció a su madre. Se abstiene de pensar en los dibujos de su piel, se obliga a olvidar el temor que repta por la suya. Alexander Doyle no cree en cuentos de dioses antiguos, no lo hará ahora ni nunca.
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