Capítulo VI.

1909 Words
Sus ojos repasaron por quinta vez las duras palabras que su padre le había dedicado por medio de su última misiva. Alexander casi puede jurar que siente su intimidante y seria mirada sobre él, juzgando cada uno de los pasos que da con aquellas duras e inflexibles reglas que estableció desde que él era tan joven. Antes no habría tenido problema con seguir al pie de la letra sus órdenes, pero ahora… Un suspiro muere en su garganta cuando sus ojos se deslizan hacia la fotografía amarillenta sobre la biblioteca de la oficina principal: el rostro afable y sonriente de su madre, sus ojos cándidos sobre unos pómulos pronunciados que alguna vez Alexander lleno a besos mariposa. ¿Cuál sería la opinión de su madre ante la petición de su padre? ¿Cuáles serían las palabras que elegiría para confortar su corazón apesumbrado? Madre, ¿qué debo hacer? Por favor, por favor dímelo. Es un ruego que no escapa de sus labios, arremansándose en el fondo de sus pensamientos cuando cae en cuenta de que no tendrá respuesta. Años atrás habría llorado ante la espera eterna de algo o alguien que contestasen a sus preguntas y súplicas, hoy entendía que es imposible obtener algo más que una fotografía muda e inmóvil del rostro de quien un día le rodeaba el cuerpo con brazos delgados, pero amorosos. La respuesta, cualquiera que fuese, no saldría de la fotografía por más que lo desease. Por lo que vuelve a encorvarse sobre los libros de contabilidad que mantiene desperdigados sobre la amplia mesa de roble oscuro que funge como escritorio, una lampara de petróleo cómo única luz para sus cansados ojos. No sabe cuántas horas lleva revisando los números, contabilizando la cantidad de oro gales con la que realmente cuentan y cuánto les hace falta para terminar el invierno. Sus ojos se desvían brevemente a la misiva de su padre, el papel desdoblado abandonado a unos pocos centímetros de sus manos. ¿Qué dirá su padre cuando le informe de las finanzas? Alexander no se imagina la reacción del hombre ni a quién o qué echará la culpa por el despilfarro de las últimas temporadas. Sabe con seguridad, que se morderá la lengua para no decirle que ha sido precisamente él, quien busca culpables, quien lo derrochó todo para fingir tener una vida que no disponían con tal de satisfacer las habladurías en Londres. ¿Y así quería que Alexander planease una fiesta para buscar una esposa? ¿Así se atrevía a ordenarle que eligiese una prometida, páguese una dote y organizase una boda? ¡Ni siquiera sabe sí podrán llegar al final del invierno con algo más que simple cebada almacenada en las bodegas del castillo! ¿Cómo iban a costear todo eso? Está seguro que su tía no dará ni un solo gramo de oro para tales propósitos, así que… ¿ha enloquecido su padre, acaso? Dos secos golpes en la puerta interrumpen el hilo de sus pensamientos, regresándolo al lugar en le que lleva horas sentado: la fría oficina, frente a un escritorio de roble vacío de cualquier otra cosa que no sean libros cosidos llenos de contabilidad, las cartas de su padre escondidas entre las páginas de unos cuantos y una solitaria lámpara a punto de consumirse, casi tanto como la tinta negra con la que ha estado escribiendo. Es una habitación sombría en sí misma, rodeada de altas bibliotecas repletas de libros llenos de polvo y telarañas, lo suficientemente altas como para recubrir las paredes heladas del castillo que sólo se vislumbran cerca de la chimenea donde un sillón recubierto en tela roja permanece dispuesto. El único toque de color en aquella habitación y lo único que brinda calidez es la fotografía de su madre que permanece dispuesta en la biblioteca, la única en todo el castillo. ¿Cuánto habría pagado su padre para disponer de la extraña tecnología? Dos nuevos toques provocan que sacuda la cabeza, enfocándose: – Adelante. Su voz resuena por toda la instancia, arremedando el tono inflexible de su padre que tanto le atormentó en la infancia. Alexander sabe que jamás podrá igualarlo, no sólo en la voz, sino también en el carácter y, se dice con sinceridad a sí mismo, se ha cansado ya de intentarlo. – Mi señor, ya ha pasado la medianoche – la voz de miss Griffin irrumpe como terciopelo en el lugar, su cabello recogido bajo una tela blanca oculta perfectamente las canas que ya espolvorean su cabeza desde hace algunos años, las arrugas, sin embargo, no son posibles de ser escondidas – No ha bajado a cenar ni ha pedido que arreglemos su baño, quería asegurarme de que está bien. Hay cariño mal enmascarado en su voz y en su gesto imperturbable, pero después de tantos años estando bajo su cuidado, Alexander lo reconoce con extrema facilidad. Es por esa razón que sonríe con cansancio para ella, pasando su mano por sus cabellos revueltos mientras siente sus músculos tensarse con dolor al enderezarse en el asiento. Debe de haber estado en la misma posición por mucho tiempo, su cuerpo pasando factura de ello. – Lo lamento, miss Griffin – son las primeras palabras que brotan de su boca en horas que han parecido eternidades – Me entretuve organizando algunas de los asuntos administrativos del castillo, ya sabe cómo es… La frase flota en el aire hasta ella, que se endereza colocando sus arrugadas y machadas manos sobre sus caderas regordetas: – Ya sabré yo cómo es eso, mi señor. Lo que sé es que no ha probado bocado en mucho tiempo y debe tener hambre, ¿por qué no baja al comedor y le preparo algo simple para que se alimente antes de dormir? Puedo prepararle también el baño para que se relaje. – No será necesario, miss Griffin – es su respuesta, levantándose con cierta pesadez de su lugar para estirar al fin el resto de los músculos de su cuerpo – Ya es bastante tarde y tanto usted como yo debemos ir a descansar como Dios manda, mañana nos espera un día ajetreado siendo día de mercado. Ella parece dispuesta a replicar, lista para argumentar algo que lo obligue a bajar al comedor a cenar algún trozo de pan o similar: – Pero mi señor… – Además, ¿Cuántas veces te he dicho que cuando estemos solos puedes llamarme Alexander? – replica en cambio, queriendo desviar el tema de la conversación con la mujer, algo que sabe no es fácil de conseguir – Has estado a cargo de mi educación desde siempre, tienes ese derecho, miss Griffin. El sonrojo en su rostro arrugado le resulta enternecedor, entonces ella sacude su rostro para evitar que se desvían una vez más: – Hablo en serio… Alexander. Por lo menos déjame prepárate algo simple antes de irte a la cama. – De acuerdo, pero que sea algo pequeño porque realmente deseo descansar un poco. Mañana habrá muchas personas entrando y saliendo del castillo, por lo que resultará agotador tener todo vigilado como es debido – cede porque la conoce, sabe que ella insistirá hasta conseguir su cometido y Alexander comienza a sentir el cansancio sobre sus hombros como para discutir con ella. – ¿Desea que prepare también el baño? – intenta ella. – No, no, de verdad que no es necesario – es lo que arguye mientras toma entre sus manos el sobre que recientemente cerró con el escudo familiar estampado en el sello, el orgulloso estandarte de siglos de historia – Por favor, envía a alguien de confianza a Londres, necesito que esta misiva llegue cuando antes a mi padre. Es… un asunto urgente. – ¿Ha sucedido algo? – es lo que ella pregunta, sus manos planchando de forma inútil su amplio mandil blanco de tela desgastada ya en las puntas – Puedo enviar a Henry, es rápido con los caballos, pero si… – No es un asunto de vida o muerte, no se preocupe tanto, miss Griffin – asevera con una sonrisa tensa, recordando el pedido explicito en las palabras de su padre, intimidante aún por carta – Es sólo un pedido de información que mi padre me extendió, para ganar el favor de los parlamentarios londinenses, sabes cómo es. Claro que ella sabía cómo era su padre, sobre todo en temas de política. Había estado a su servicio por más de treinta años y, así mismo, conocía a Alexander como la palma de su mano, él casi está seguro que ella sospecha de lo que se oculta en sus palabras, sin embargo, no hay mentira en ellas… al final, todo es un asunto para ganarse el favor de los distinguidos parlamentarios londinenses para así poder ser beneficiados en el futuro. Alexander siente su cuerpo tenso, cada músculo de su espalda contraído por la presión que ha puesto su padre sobre sus hombres: – Por cierto, miss Griffin… ¿le sirvieron la cena a nuestro invitado? Las cejas de la mujer se arquean, un gesto incrédulo cruzando su rostro y rompiendo con su usual gesto frío: – ¿Es nuestro invitado? – ¡Claro que lo es! – hay indignación evidente en su tono, su mano volviendo a perderse entre los hilillos de su cabello – Es mi invitado y será tratado como tal, ¿no había quedado claro eso ya, miss Griffin? La mujer se abstiene de suspirar, asintiendo en su lugar con vehemencia: – Por supuesto y le informo entonces que se le sirvió la cena a nuestro invitado a las horas debidas, pero al parecer su salud sigue siendo delicada, sir O’Sullivan le revisó hace unas horas para verificar su condición. Ha presentado fiebre alta y confusión. – ¿Se recuperará? – desconoce la preocupación en su voz, pero a la mujer no le pasa inadvertida – Sir O’Sullivan sólo me dijo que tenía la pierna lastimada, pero… – Lo hará, Alexander – hay condescendencia en su voz – Tomará tiempo, pero lo hará. No debe preocuparse tanto, entiendo que se sienta responsable, aunque no comprendo el por qué. – Debemos ser amables con nuestros semejantes – es su respuesta escueta, una que dice claramente que no hay lugar a ninguna duda o replica y ella lo entiende a la perfección – Él… es un viejo conocido de cuando estuve en Londres estudiando, hijo de… un duque. No sabe por qué miente, pero es muy tarde ya para retractarse. Hay una sombra de duda asomándose en el rostro de la mujer, pero pronto parece desvanecerse ante la evidente confianza que deposita en él y Alexander se siente mal, siente la culpa subirle por la garganta y querer obligarlo a decir la verdad. Es la primera vez que le miente a ella. – ¿Vamos por ese bocadillo? Su pregunta brota frágil, tal y como se siente producto de la mentira, pero ella asiente, efusiva porque ha conseguido que se alimente antes de retirarse a su habitación a descansar. La ve girarse, su cuerpo regordete y anciano moviéndose con energía incluso cuando es pasada la medianoche y él, adolorido y culpable, se limita a seguir sus pasos. Cuando abandona la oficina, incluso evita observar la fotografía con el hermoso y amigable rostro de su madre, temeroso de ver la decepción dibujarse en los gestos que siempre estuvieron repletos de amor por él. ¿En qué se convertía?
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