Capítulo VII.

1721 Words
Hay una mujer en la habitación. Jacob lo sabe porque la luz del sol se cuela tenue a través de las largas y evidentemente pesadas cortinas de colores opacos que cubren lo que él vislumbra como un pequeño balcón. Ella está de pie en el marco de las puertas abiertas, con una bandeja cargada de platos ornamentados cubiertos con una sutil tela blanca que combina con gran parte de su ropa. Es joven, bastante joven, por lo que se atreve a adivinar. Ella no entra, permanece de pie y en silencio en el mismo lugar por largo rato, Jacob sentado con esfuerzo entre los almohadones acolchados mirándola de vez en cuando, esperando que haga algún movimiento. Asume que tiene unos 13 o 14 años y, por extraño que le resulte, le recuerda mucho a su hermana menor, con su rostro ovalado y unos ojos como de cervatillo asustado. Jacob se ve tentado a decirle que se acerque, que leerá para ella algún cuento y así se asegurará de que tenga buenos sueños. Sabe, sin embargo, que ella no es su hermana. Abigail nunca llevaba vestidos, siempre incómoda con faldas y cosas que tuviesen boleros porque la distraían de lo verdaderamente importante en su universo. Jacob a veces pensaba que estaba incómoda incluso con su propio cuerpo porque la condicionaba a estar en una realidad que no le era propia. No, su hermana nunca llevaría una falda pomposa negra con un mandil blanco por encima y, mucho menos, se recogería el cabello en una trenza. Tal vez en el pasado sí, cuando no era más que una niña que lloraba a gritos cuando su mamá se sentaba tras su espalda y jalaba su cabello para peinarla, repitiendo que las niñas debían ser femeninas y lucir arregladas. Jacob nunca intervino, sabiendo que resultaría en vano: su madre se enojaría y Abigail terminaría deshaciendo sus trenzas de alguna forma, incluso si eso implicaba cortarse el cabello a machetazos con una tijera. Sus pensamientos se desvanecieron entonces, cuando la voz suave de ella flota en el aire y atraviesa la habitación entera como un eco leve hasta sus oídos. No suena como Abigail, quien sino era con gritos no hablaba y tampoco como su madre, quien sonaba tan casada cada día que su voz parecía a punto de apagarse como una radio frecuencia cortada. La voz de esta mujer, si es que podía llamarla así considerando lo joven que es, suena a la melodía de un ukelele, cargado de tonalidades. – ¿Se me permite pasar, señor? Señor, Jacob quiere hacer una mueca ante la forma en cómo lo ha llamado, sintiéndose incómodo no sólo para la palabra en sí misma sino también por el tono. Hay sumisión en su voz y eso no le gusta en absoluto. Siendo esa la razón por la que desvía de nuevo la mirada, fijándola en alguno de los extravagantes muebles que están cubiertos por una gruesa capa de polvo sobre sus pinturas pálidas. La habitación en sí misma cobra una perspectiva distinta: está finamente adornada y cuenta con muchas joyas desperdigadas por la zona, enormes y extravagantes decoraciones, también telas que cuelgan por todo lado, es un cuarto bellamente pensado y adornado hasta el más mínimo detalle, sin embargo, al mismo tiempo se siente extremadamente solitario y frío. – Traigo su desayuno – insiste ella, alzando un poco la bandeja en sus manos cuando él regresa la vista hacia su dirección – ¿Me permite pasar? Jacob termina por asentir, incapaz de articular una palabra por un segundo ante el ardor que sube por su garganta producto del agua que tragó, si es que realmente eso sucedió porque sigue sin poder explicarse lo que está pasando a su alrededor para definir qué es o no la realidad. Aleja los pensamientos tan pronto como lo inundan, incapaz de enfrentarse a las preguntas por ese momento, en cambio, se limita a observarla avanzar sobre el piso alfombrado con pasos pequeños, casi tensos o nerviosos. – ¿Qué…? – la pregunta muere por el esfuerzo, su garganta carraspeando para poder encontrar su voz con algo de estabilidad – ¿Qué hora es? Ella alza sus ojos, que distingue de un verde claro, cuando deposita la bandeja sobre la mesa de noche junto a la cama, sus nudillos blancos por el esfuerzo: – La hora perfecta para desayunar, diría miss Griffin – hay una diversión tenue en su tono, pero ella sacude pronto su cabeza con cabellos peinados en una trenza – Cerca de las ocho de la mañana, señor. Según el ajetreo del mercado, estoy segura de eso. – ¿Ajetreo del mercado? – susurra la pregunta, más para sí mismo que para ella, sin embargo, ella se gira a mirarlo con su completa atención, sus ojos muchos más vivaces. – Es domingo, señor – comienza a decir, ahora moviéndose por la habitación para sacudir las gruesas cortinas de tela estampada – Los domingos en el castillo Doyle son el día más ajetreado de la semana, vienen productores de todo el pueblo y el condado para intercambiar y comprar algunas cosas, además de pagar los impuestos que corresponden. Jacob la observa moverse por la habitación, mucho más libre sin la pesada bandeja en las manos y luciendo como una campanilla atrapada que necesita del sol para sobrevivir, o es así como la ve cuando ella abre las cortinas de par en par para que el sol entre por completo y de sobre todos los rincones de la habitación: los colores lucen opacos debido al polvo, pero su belleza es innegable. El ruido proveniente del exterior brota junto al sol, dando peso a las palabras de la chica cuando se convierte en murmullos, voces y risas de personas por fuera de la alargada puerta que da al balcón. Por un instante, Jacob quiere poder ponerse de pie para ser testigo de ello, ver qué está pasando allí afuera y perderse un rato entre los rostros de las personas. – Hace un día muy bonito para ser invierno – conviene ella, de pie junto al balcón y con las manos entrelazadas sobre el mandil de su falda – Ciertamente hay menos productos, pocos productores vienen en estas fechas, pero todavía hay buenas cosas. – Me lo imagino… Su voz brota como un susurro nuevamente, pero la sobresalta lo suficiente para que se gire por completo en su lugar y sus manos se retuerzan con algo de nervios: – Que tonta soy, estoy aquí para servirlo, señor. Mi nombre es Bríd. – Está bien, no pasa nada – sacude la cabeza tratando de no darle importancia al asunto, tal y como haría ante cualquier pataleta de Abigail – Por favor, no me llames señor, mi nombre es Jacob y… – No puedo hacer eso, señor – reafirma ella, desviando la mirada a la punta de sus botas de cuero café que se asoman bajo su falda – Es usted un invitado del amo Alexander y no es correcto que… – ¿Invitado? – la interrumpe sin desearlo, pero la palabra resuena con fuerza y casi amenaza con provocarle un dolor de cabeza – ¿A qué te refieres con invitado? – Bueno, ya sabe… - ella se rehúsa a mirarlo, Jacob no tiene que ser un adivino para saberlo, basta con ver como su mirada sigue fija en el suelo, su trenza cayendo a un lado de su cuerpo por sobre su hombro – Un invitado. Debemos servirlo con todos los honores, como un señor más del castillo y yo… ¡yo soy muy buena haciendo mi trabajo! – pronto ella alza su cabeza junto a su tono de voz, sus ojos verdes abriéndose considerablemente a la vez que su pecho sube y baja con algo de violencia – ¡Por favor no hable mal de mi ante el amo Alexander!   – Hey, tranquila… - susurra, forzando su voz a que salga en aquel tono un poco más grueso que siempre calma a su hermana – Tranquila, sólo… quería saber. Le cuesta un poco calmar su respiración, pero ella termina por asentir antes de volver su atención a la bandeja, retirando la tela blanca de encaje en los bordes y dejando así escapar el potente olor de la comida que se toma cada rincón del cuarto y Jacob casi que puede jurar que quedará impregnado en las telas. Sin embargo, no piensa muy detenidamente en ello, su estómago rugiendo de pronto porque lleva sin probar bocado ya mucho tiempo. – Son salchichas de cerdo con col y patatas, miss Griffin dice que son lo mejor para que recupere fuerzas con rapidez – es todo lo que ella dice, acomodando el plato junto a un par de cubiertos de brillante plata – También traje unos bollos rellenos y un poco de té de miel. Estoy segura que esto lo hará sentir mejor. Jacob siente su boca hacerse agua mientras ella deja la bandera sobre su regazo, sus manos delgadas y pequeñas de adolescente haciendo fuerza para que nada se desacomode sobre el frío metal. Quiere decir gracias, pero se encuentra comiendo con rapidez porque el hambre que no sabía que sentía, resulta mucho más fuerte que cualquiera de sus modales. – Más tarde vendrá Sir O’Sullivan a revisar cómo sigue y traerá también una silla con la que seguro podrá moverse por algunos pasillos, otros son muy estrechos, pero por lo menos podrá salir – ella habla, retirándose unos pasos para observarlo comer – También vendremos a limpiar, el polvo no es bueno para su recuperación, señor. Jacob se encuentra a sí mismo sin palabras, su boca disfrutando de la carne caliente de las salchichas, de cada sabor que se entreteje sobre su lengua y es por eso que no la ve hacer una reverencia y marcharse tal y como ha llegado: en un silencio imperturbable. Más tarde pensará en ella, pensará en Abigail y que estaría haciendo en casa, sola y sin un adulto que la cuide porque mamá trabaja demasiado y él, se supone, está en un viaje de surf. Pensará en que se encuentra herido y recostado sobre una cama enorme de doseles, en una habitación extravagante, pero solitaria. Y, en lo que según parece, 121 años en el pasado. 
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