Luego de haber tomado el sol en compañía del de dorados cabellos, este le pidió que le acompañara a su estudio, así podía tocarle una pieza en el violín, ya que, según él, quería una opinión sincera acerca de su arte, y no únicamente la de su querida y amable servidumbre, quien siempre hacía lo posible por agradarle.
Para llegar al estudio, debían cruzar por el amplio salón y subir por la escalera del ala este de la casona. En el pasillo de la derecha, que era a donde guiaban los peldaños, tenía paredes decoradas con un tapiz de estilo señorial, junto con una alfombra en tonos grises opacos, pequeños candelabros y detalles decorativos en los bordes de las paredes, con los mismos diseños de los muebles de madera, como si hubieran sido hechos a juego.
En la primera puerta, le mostró un área de costura que había adecuado para el uso de Liah, que disfrutaba mucho haciendo prendas de vestir, en especial usarlo como modelo. La segunda puerta llevaba a una biblioteca bastante amplia, que solo él sabría cuántos títulos distintos poseía.
Al final del pasillo, habían unas elegantes puertas francesas color miel, con detalles en barniz amarillo y pomos de hierro dorado. El más bajo las abrió para así poder entrar los dos.
Apenas echar un vistazo dentro de la habitación, bastaba para deslumbrarse. Había una gran lámpara araña colgando del techo, elegante y con un estilo refinado, no estaba sobrecargado el lugar, esta combinaba con otras más pequeñas en distintos puntos del techo blanco. Bajando la mirada, la visión de iba agrandando, teniendo más cosas por curiosear.
Había allí dispuesto un diván tapizado con estampado similar al de las paredes, de un tono coral desvaído. A un lado de este, se encontraba un escritorio que reconocía como una reliquia, también de siglos atrás.
Su curiosidad picaba por salir a la luz, quería saber más de aquél lugar. Cuánto más observaba, más quería conocer lo que escondía la mirada gris del extraño.
Observó un gran piano de cola, pulido hasta en los lugares más intrínsecos, brillando en un tono café cargado. También había un contrabajo y un clarinete, completando la colección de estudio musical.
El desconocido sacó de un estuche el ya prometido pequeño instrumento de cuatro cuerdas y arco. Le hizo señas de que tomara lugar en alguno de los muebles individuales que había en el espacio, pero este prefirió darse un paseo por la habitación, pidiéndole que iniciara sin problemas.
La melodía que hizo vibrar en las delgadas y agudas cuerdas, dejaban a cualquier ser estupefacto, detuvo sus pasos al instante, mirando por una ventana que se encontraba abierta, dejando a la brisa colarse por medio de ella, agitando las suaves cortinas de muselina color crema. Divisó a detalle las canvas del cielo, tornándose cada vez más oscuros los tonos, indicando que llegaba el anochecer. El calor de la chimenea le hacía sentir en otra época, en un ambiente mágico. No lograba comprender cómo podía estar tan cómodo allí.
La sensación que le transmitió la pieza musical apenas inició, era nostalgia pura, como si hubiese tocado la misma partitura en tiempos anteriores, frente a otras personas, personas que anhelaba consigo. Lo sabía porque era la misma mirada que su madre tenía cada vez que le hacía alguna pregunta respecto de sus padres, que habían muerto en un accidente de tráfico cuando ella tenía apenas diecinueve años. Irónico que se dedicaran en cuerpo y alma a trabajar en un concesionario de autos. Una pequeña empresa que había iniciado su padre tras mucho esfuerzo.
Siempre se preguntó cómo sería tener abuelos consentidores, tener un padre que se hiciera cargo de enseñarle a jugar béisbol. Sin embargo, esos pensamientos eran eliminados de su mente en cuanto llegaban, puesto que lo único que hacían era bajarle el ánimo, y no podía permitirse tal cosa siendo el sustento no solo del hogar, sino ahora también de la empresa.
Minutos después, salió de su ensoñación, volviendo a la realidad. Volteó de inmediato hacia donde se encontraba el rubio, de pie con el arco en una mano y el instrumento en otra. El atril donde se posaban las partituras, mostraba cómo habían llegado las páginas a su fin.
—¿Y bien? ¿Qué le ha parecido?— formuló un tanto ido el desconocido.
—Puedo decir que te desenvuelves bastante bien...— habló, queriendo que el contrario completara la oración con su nombre, tenía que intentarlo.
—Heracline, así me nombraron— dijo este, asombrando a su compañero con la revelación de dicha información.
—De acuerdo, Heracline, me pareció estupenda la ejecución del instrumento, no hubo un momento en que no presté atención a cada detalle, y a su vez en que mi mente no voló hacia los sitios más recónditos. Para ser honesto, me gustó mucho ¿Es de tu autoría?—.
El ahora conocido dueño de la casona, miró hacia otro lado, quizás avergonzado, o pensativo, no lo sabría.
—Me siento en la obligación de creerle, puesto que su juicio, a mi parecer, es de fiar. Sin embargo, debo diferir en algunos aspectos, aunque podemos discutirlos luego ¿Le parece? Se ha hecho tarde, y debo atender un compromiso previo adquirido— le informó con tono diplomático.
—Por supuesto, atiende lo que debas, espero no haberte importunado despertando de repente—.
—De ninguna manera, siéntase libre aquí, por favor—.
En medio de esta frase, ambos fueron caminando hasta la planta baja, donde Liah le esperaba con el saco para el frío. Le ayudó a ponérselo y asintió a sus órdenes.
Dentro de poco menos de dos minutos, Heracline ya estaba fuera de la construcción, dirigiéndose a Dios sabía dónde a esas horas.
En cuanto se quedó a solas con la muchacha, esta le dijo que su turno había llegado a su fin y que se iría también, que el amo llegaría al amanecer, como casi siempre.
Esto no le tranquilizó, en realidad, avivó aún más su incesante deseo de saber más acerca de aquél muchacho de apariencia apoteósica.
Media hora después, se encontraba cenando solo, sintiéndose extraño. Debería estar buscando a Sergio y no perdiendo el tiempo allí, abusando de la hospitalidad de un casi desconocido.
No pudo terminar su cena, realmente quería ir en busca del representante de Abyl, comunicarse con el mundo exterior, hacer algo.
Buscó entre los armarios de la puerta principal algún abrigo que le sirviera, encontrando también un par de botas de cuero y una bufanda. Se los puso en su debido lugar y decidió salir de la casona.
El campo estaba bastante fresco, soplando una brisa helada que prometía un invierno cercano. Mientras más pasos daba, más se adentraba en las profundidades de las hectáreas de lavanda.
La luna en su faceta nueva, brillaba con un matiz único, alumbrándole un poco el camino, sin embargo, no lograba distinguir nada con lujo de detalle.
Sus pasos entre el pasto crujían levemente, dando señales de dónde se hallaba. Quería ir hacia el lago donde fue encontrado por el par que hacía vida en la casona, pero no estaba seguro de cuál camino tomar para llegar allí.
Llegó hasta un claro que conectaba con una espesa arboleda, quiso seguirla para, de ese modo, probar suerte. Rezando para no perderse.
Cuánto más pasos daba, más se alejaba del camino principal de la construcción, y también de su vista. Por lo que ya no tendría sentido de ubicación.
Caminó por más de veinte minutos sin éxito alguno, no lograba encontrar ese dichoso lago por ninguna parte. Todo era vegetación y más vegetación.
Cansado, se sentó a la raíz de un árbol gigantesco, mirando hacia arriba, quizás debía rezar un poco más fuerte. Cerró sus ojos e intentó concentrarse para meditar, pues esto le ayudaba a aclarar la mente y pensar mejor. Si quería encontrar a Sergio, debía ser inteligente.
En medio de su improvisada meditación, escuchó el crujir del pasto cerca de sí, frente a sus sentidos. Quiso seguir concentrado, pero no pudo. El ruido se hacía cada vez más cercano y fuerte.
Abrió sus ojos, queriendo divisar de qué se trataba, pero no logró distinguir nada extraño. Intentó respirar de nuevo, pero fue entonces cuando algo extraordinario pasó, algo que no pensó que podría suceder.
Un pequeño ciervo pasó corriendo a toda marcha hacia su lado izquierdo, pero no pudo escapar de lo que huía. Fue así como una criatura pálida humanoide de ojos rubí con dientes sobresalientes y puntiagudos, le atacó, hincándose en su carne, saciando su sed de este ser.
Cuando logró salir del shock, quiso esconderse tras el tronco y las raíces del árbol, pero, como siempre, actuó con nerviosismo al encontrarse en peligro. Siempre le pasaba lo mismo, temblaba y hacía todo mal. Esta vez no fue la excepción.
Cuando las miradas de ambos se cruzaron, no pudo quedar más helado.
Era Heracline.