El barco real, ahora llamado “El Tiburón”, llegó al puerto de las islas Cammalin. Uno de los tantos territorios isleños que pertenecen a Mentholia.
Los cammalianos que estaban cerca sintieron el verdadero terror. Las mujeres tomaron a sus hijos y se los llevaron corriendo a sus casas, y los hombres se prepararon para lo peor.
Por la bandera real que ondeaba en el palo más alto del buque, se supo de inmediato que el rey venía a bordo.
La isla de Cammalin era el territorio que más le debía impuestos a la corona. Desde la plaga que azotó a todo el mundo mágico hace ya más de una década, la isla no se había recuperado del daño económico que dicha enfermedad había causado en casi todos los reinos, y aunque el rey Andrew I había sido benevolente...su hijo no lo había sido tanto.
Andrew II les había dado un ultimátum por medio de una carta enviada al gobernador hace seis meses, en donde amenazaba con expropiar cualquier cosa de valor que encontrara en la isla si la gente no pagaba los tributos.
Los seis meses habían pasado, y no se había reunido ni un tercio de lo que la isla le debía a la corona en impuestos. Pero lo que nadie se esperaba, era que el rey en persona llegara a cumplir con lo dicho.
Apenas el buque se ancló al puerto y se extendió la rampla, los pocos hombres que quedaron temblaron de miedo al ver la imponente figura del hombre con capa negra que bajaba del barco, con mirada altiva e intimidante.
Atrás habían quedado esos tiempos en que la gente se agolpaba en los puertos para recibir con emoción al rey de Mentholia y a su “delfín”. Lejos había quedado ese amor y devoción que la sociedad mentholiana sentía por su rey.
Ahora, solamente le temían.
Si había algo que podían hacer los reyes magos a sus anchas, era utilizar sus poderes sin restricción alguna. Así que, si querían usar el prohibido hechizo de la muerte, podían hacerlo.
Y Andrew había utilizado mucho ese hechizo últimamente, ante el más mínimo acto de desobediencia.
Su crueldad había sido tal, que las personas más humildes, aquellas que no podían pagar los impuestos y que veían amenazadas sus vidas, habían emigrado al continente occidental, siendo bien recibidas en las tribus del norte y en Emrystiel.
—Huyendo como ratas cobardes, la verdad no me sorprende —dijo Andrew, seguido por Roger y por Clifford, que no estaban para nada de acuerdo con los métodos de su rey, pero tenían que callar.
El gobernador de la isla, Harriot, era uno de los pocos hombres que se había quedado en el puerto a recibir al rey, y su corazón latía con tanta fuerza que sentía que en cualquier momento le daría un infarto.
Destan observó desde la cubierta, no siendo capaz de acompañar a Andrew en otra de sus arremetidas. Le entristecía ver en lo que su amigo se había convertido. Andrew había pasado de ser un príncipe risueño, amable y benévolo, a ser un rey cruel, desalmado y déspota.
Incluso el palacio se había sumado en la oscuridad en la que estaba metido Andrew, porque si algo se decía, es que el alma del rey se veía reflejada en su palacio.
Por más que las mucamas se empeñaran en traer las mejores flores, importadas desde el reino de las hadas más cercano, se marchitaban al instante en que tocaban las puertas del palacio.
La gente incluso comparaba ahora el palacio de Mentholia, con el que había sido el palacio de los Waldermon en Emrystiel. Lúgubre y frío.
Pero había un rayito de luz de esperanza en el pueblo de Mentholia, y ese era el inminente matrimonio entre su rey y la princesa Eirwen.
La pequeña ninfa, que ya no era tan pequeña, se había ganado los corazones de los trabajadores del palacio durante su corta estadía en Mentholia, cuando sus padres tuvieron que ir a luchar contra Pandora y Pandarus, y la dejaron al cuidado de la reina Mary.
Las mucamas habían llorado mucho cuando la niña se despidió de ellas una vez finalizó la guerra, pero les dijo que volvería, y así lo deseaba toda Mentholia, a cuyos oídos ya habían llegado los comentarios de que la princesa de Emrystiel ya se estaba comportando como toda una monarca, preocupándose más por su pueblo que de ella misma, y tenía a todo el mundo encantado.
Cuando Andrew terminó de hacer y deshacer en esa isla, regresó al barco y dio la orden de que partieran al fin de regreso a Mentholia. Habían durado tres meses por fuera. Los primeros dos meses los habían utilizado para recorrer algunas islas, en busca de aquel príncipe hada con el que Andrew no dejaba de soñar.
Ni Roger ni los demás entendían a qué se debía la obsesión de Andrew por el hada, cuando ya habían pasado casi nueve años desde que habían tenido aquel amorío que no duró más de un par de semanas, pero Destan, siendo de familia feérica, por supuesto que sabía a qué se debía.
Edgrev y Andrew estaban enlazados. Tenían ese poderoso vínculo que unía a las hadas primitivas, pero lo que no entendía Destan era por qué el lazo también parecía afectar a Andrew en la misma medida en la que afecta a las hadas, y a menos de que tuviese sangre feérica, algo que Destan creía poco probable, no había explicación alguna.
Y Destan no sabía hasta cuándo podría ocultarle a Andrew que tenía un hijo medio hada. Detestaba verlo tan mal todos los días, verlo sentirse tan miserable porque ya no tenía ninguna razón por la cual vivir aparte de su reino.
Destan estaba completamente seguro de que, si Andrew llegara a enterarse de que tenía un hijo, su actitud déspota cambiaría y su corazón se ablandaría, pero...no le competía a él revelárselo.
—¿Puedo darte un consejo, mi lord? —le preguntó Roger a Andrew apenas estuvieron a solas en el camarote de él, y Andrew apenas gruñó en respuesta mientras se servía una copa de vino —. Si tanto quieres ver al príncipe Edgrev, ¿por qué no simplemente asistes al cumpleaños de la princesa Eirwen? No falta mucho para el invierno, y según dicen mis contactos en Emrystiel, el príncipe siempre vuelve a su reino cuando sus familiares cumplen años, y creo que sería una buena estrategia política para ambos reinos que vayas en una visita de Estado, reafirmaría relaciones y todo eso...
—Marco no quiere verme ni en pintura —dijo Andrew, sentándose en su escritorio, poniendo los pies cómodamente sobre este —, la reina Sariel mucho menos, y lo han dejado muy claro al no querer asistir a las sesiones anuales del Consejo de la Unión y enviar a su delegado —tiembla al recordar su última discusión con Kailus —, el cual está a nada de comerse mis ojos.
—Si la princesa Eirwen es tan buena como dicen, y si tiene la influencia que dicen que tiene sobre sus padres y hermanos, no permitirá que te hagan daño —replicó Roger, y Andrew rodó los ojos, sirviéndose más vino.
—Ella sí que me debe odiar. Fue prometida a mí en su primer mes de vida.
—Si es cierto todo lo que dicen de ella, no debe de odiar a nadie entonces —insistió Roger, cruzándose de brazos —. Intenta enviarle una carta. Esa también sería una buena estrategia política. Si ambos reinos saben que la princesa y tu están manteniendo una buena comunicación, dejarán de tener incertidumbre sobre el matrimonio y estarán más tranquilos.
Andrew quería decirle a su amigo lo que tanto quería gritar a los cuatro vientos: que no se quería casar con la princesa Eirwen ni con ninguna mujer. Pero, ¿qué otra opción tenía él?, ¿qué otra opción tenía Eirwen? Él precisamente la había reclamado para sí cuando era una recién nacida para protegerla de las locas de las ninfas, no podía ahora abandonarla a su suerte. Puede que ahora él fuera una persona déspota y sin sentimientos, pero era un hombre de palabra, y si prometió proteger a Eirwen, pues eso haría. Además...sentía que siempre tendría una deuda pendiente con Marco y...con Edgrev.
Además, lo quisiera o no, él como rey estaba obligado a casarse y tener herederos. Si no era con Eirwen, sería con alguna otra noble.
Y los mentholianos prácticamente le estaban rogando que hiciera a Eirwen su reina, él no era tonto, por supuesto que había escuchado alguno que otro murmullo en los pasillos del palacio y de la plaza.
—Y podrías también escribirle a la princesa para tranquilizarla, porque sí que debe estar nerviosa al ver que se acerca el momento en que deberá dejar su hogar y viajar a Mentholia para ser tu esposa y tu reina —agregó Roger, negando con la cabeza para demostrar su lamento —. A esa pobre chica no le dieron a escoger —mira con el mismo pésame a su amigo —, a ti tampoco.
Andrew no se contentó con el vino, y se sirvió un vaso de ron, siendo la bebida más fuerte que tenía en su camarote.
—A los nobles nunca se nos ha dado a escoger —dijo Andrew, y con un ademán le indicó a su almirante que podía irse.
Roger se fue sin rechistar, no queriendo ser testigo de la borrachera que se pegaría su rey. Andrew se había vuelto alcohólico, al menos estando dentro del barco, porque no es que en el castillo se permitiera estar en ese estado, no cuando sus lores parecían querer hacerle un golpe de Estado en cualquier momento.
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Monroe estaba sentado en una silla al lado del trono, escuchando las necesidades de los más necesitados. Aunque era el regente mientras Andrew no estaba, no era capaz de sentarse en esa gran silla a la que él no tenía derecho.
Todos aprovechaban cuando el rey no estaba para dar a conocer sus necesidades al cordial y benevolente Monroe, la mano derecha del rey y el que siempre había sido el protegido de la reina Mary.
Monroe intentaba atenderlos a todos, así tuviera que sacrificar varias horas de sueño, porque él sabía perfectamente que Andrew no atendería a ningún plebeyo. Si no atendía a sus duques, mucho menos atendía a los más necesitados. Andrew se había vuelto tan cruel, que en una de las únicas ocasiones que atendió a los pobres del reino, a un humilde hombre que le pidió ayuda para llevar algo de comida a su casa y alimentar a sus hijos que estaban que se morían de hambre, lo único que hizo fue decirle que “para qué había tenido hijos si era pobre”.
Monroe, muy a su pesar, y sabiendo que era terrible eso de los matrimonios arreglados, era otro de los que deseaba con impaciencia que la princesa Eirwen llegara pronto a Mentholia. Él mismo se había dado cuenta de la humildad de la pequeña en su corta estadía en ese castillo, cuando se despojaba de todas sus cosas sin pensarlo dos veces para dárselo a los pobres que veía deambulando en la plaza cuando la reina la llevaba con ella de compras.
Como reina y emperatriz, Eirwen tendría algo de poder, y aunque no podría pasar sobre la autoridad de Andrew, Monroe sabía que si la chica era tan astuta como sus padres, encontraría la manera de ayudar a los mentholianos sin hacer enojar a Andrew.
—El próximo barco mercante partirá hacia las tribus del norte en dos días —le dijo Monroe a las personas que querían emigrar, al no ver una solución a su situación en este reino —. No se deberán preocupar por pagar el viaje, el capitán es amigo mío, luego cuadraré cuentas con él.
Era triste que el reino hubiera llegado hasta ese punto, en el que los menos favorecidos aprovechaban la ausencia de su rey para emigrar. Eso no había pasado en el reinado de Andrew I.
Y eran los grandes esfuerzos de Monroe y sus negociaciones con los nobles, que había logrado apagar un poco los humos que presagiaban un golpe de Estado.
La corona no estaría segura hasta que Andrew se casara y tuviera un heredero. Era precisamente por eso que a los monarcas se les exigía tener herederos, porque eran ellos quienes aseguraban la continuidad del poder, pero sin un príncipe, y sin más descendencia varonil de la familia real, el destino de la familia Carlion pendía de un hilo.
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El navío real se ancló en el puerto, y no había nadie quien recibiera con emoción al rey, solo las familias de los marineros.
Atrás habían quedado esos tiempos en donde el puerto se llenaba hasta que no le cabía un alma más para recibir a Andrew tras un largo viaje. Ahora, los pocos que lo recibían en el puerto le hacían reverencias temblorosas, al verlo bajar la rampla con su mirada de halcón.
Porque ni siquiera su madre, la reina Mary, lo recibía ya en el puerto. No después de que le faltara el respeto hace dos años en una fuerte discusión, cuando ella le sacó en cara lo mucho que había cambiado para mal y de que el pueblo lo odiaba.
Fue tal la magnitud de esa discusión, que Mary se fue del castillo y regresó a la casa de su padre, el duque de Worex, haciendo sentir a Andrew aún más miserable.
Tras despedirse de Roger y sus amigos, Andrew ingresó al frío palacio, siendo recibido solo por unos cuantos criados, y es que hasta eso había perdido. La mayoría de trabajadores del palacio ya había renunciado al no aguantarse los ataques de ira del rey, esos que tenía casi todos los días al no encontrar otra manera de desahogarse.
En sus aposentos ya le habían dejado un exquisito banquete, pero al Andrew llegar y quitarse la capa negra que usaba en todos sus viajes, y sentirse miserable de nuevo por no haber encontrado a Edgrev en su viaje, dio un grito de furia y tiró toda la comida al suelo en una fuerte onda mágica.
Edgrev. Su hermoso Edgrev, del que ni siquiera tenía algún retrato y debía conformarse con los recuerdos que aún tenía de él, los recuerdos de esas maravillosas dos semanas que compartieron juntos en el navío.
Iría a Emrystiel. Sí. Iría con la excusa de asistir al cumpleaños 17 de la princesa Eirwen, y haría su máximo esfuerzo por recuperarlo.
Haría lo posible por dejar de sentirse tan solo.