Enero 1999

1186 Words
Charlotte y Darel habían regresado recientemente de Canadá. Las maletas, aún con las etiquetas del vuelo, se amontonaban en la entrada del nuevo departamento, pero para ambos, el cansancio del viaje quedaba eclipsado por la emoción de comenzar una vida juntos en Como, Colima. El brillo en los ojos de Charlotte reflejaba la sensación de aventura y novedad que envolvía ese momento. La promesa de un futuro lleno de posibilidades en un lugar que ahora sería su hogar había transformado la fatiga en una energía palpable. Darel Cartwright, un australiano de 35 años, hombre de negocios, había decidido que ese lugar sería perfecto para ellos. Su empresa, Cartwright Global Solutions, se especializaba en tecnología y expansión de infraestructuras, y debido a un importante proyecto de inversión en el puerto de Manzanillo, tendría que pasar todo el año en esa región. Como, con su ambiente tranquilo pero moderno, les ofrecía el refugio perfecto a la pareja feliz. Darel, quien era un hombre atlético y de porte imponente, sostenía a Charlotte entre sus brazos con una facilidad que resaltaba su fuerza, como si ella fuera la encarnación más delicada de la belleza. Charlotte, una pelirroja natural de cabellos perfectamente rizados que caían en suaves ondas hasta su cintura, tenía la piel pálida y casi translúcida, típica de los pelirrojos. Su apariencia, digna de una modelo de revista, se complementaba con sus ojos verdes y brillantes, que destellaban una mezcla de emoción y nostalgia. Juntos, formaban la imagen perfecta de una pareja ideal. Al entrar al departamento, ambos se detuvieron un momento para admirar su nueva morada. El lugar irradiaba elegancia: techos altos, una sala amplia con suelos de mármol que reflejaban la cálida luz del sol que se filtraba con suavidad a través de las amplias ventanas. Un enorme ventanal dominaba toda la pared principal, permitiendo una vista espectacular de la ciudad de Como y sus alrededores. Charlotte, maravillada, observó cómo el interior del hogar parecía conectarse con el cielo azul y despejado que se extendía sobre la ciudad. Los rayos de sol iluminaban los sofás de cuero blanco y las estanterías repletas de libros y arte contemporáneo, dándole al espacio un aire fresco y lleno de vida. Darel la llevó en brazos hasta la enorme cama king-size en el dormitorio, cuyas ventanas también ofrecían una vista impresionante de la ciudad. La habitación estaba decorada en tonos neutros, pero lujosos: madera oscura, alfombras suaves y un espejo de cuerpo entero que cubría una de las paredes. Bajo la suave luz que apenas rozaba sus cuerpos, se entregaron el uno al otro con una pasión lenta y deliberada, como si cada caricia estuviera ensayada con la precisión de una coreografía íntima. Cada gesto, cada roce, parecía cuidadosamente diseñado para reflejar la perfección aparente de su relación, envolviendo la habitación en una atmósfera cargada de deseo y conexión. Cuando todo terminó, Charlotte quedó sola en la habitación, rodeada por el silencio. Se levantó lentamente y caminó hacia el espejo de cuerpo entero, donde su reflejo la esperaba. Desnuda, se detuvo un momento, contemplándose a sí misma con una mezcla de admiración y introspección, como si quisiera redescubrir cada detalle de su transformación. Su figura era impecable, pero su mente viajaba a los recuerdos de los procesos que tuvo que pasar para llegar a verse así. Recordaba las cirugías: la vaginoplastia, que le había permitido sentir una mayor conexión con su cuerpo, la rinoplastia, que había refinado sus facciones, la feminización facial que suavizó sus líneas. Los pómulos levantados, la mandíbula más delicada, los implantes mamarios que completaban su silueta femenina. Cada uno de esos procedimientos había sido doloroso, tanto física como emocionalmente, pero ahora, al verse en el espejo, sabía que todo había valido la pena. Estaba, finalmente, transformada en la mujer que siempre había querido ser. Después de contemplarse por un rato, rápidamente se vistió con un elegante vestido de algodón ligero, que le llegaba justo a la rodilla, resaltando su figura esbelta. El vestido, en un suave tono lavanda, tenía finos tirantes que dejaban al descubierto sus delicados hombros y el sutil escote en forma de corazón que realzaba su feminidad. El vestido era sencillo, pero destacaba su natural elegancia y el estilo clásico que la caracterizaba. Una vez arreglada, decidió comenzar a desempacar algunas de sus pertenencias personales. En una esquina de la habitación, sobre una pequeña mesa, descansaba una delicada cajita de madera blanca, finamente tallada con motivos florales que recorrían los bordes con precisión artística. La madera tenía un brillo satinado que reflejaba la luz suave de la habitación, y el cierre de metal antiguo parecía haber sido elegido especialmente para resguardar sus recuerdos más valiosos. Al abrirla, el ligero chirrido de las bisagras acompañó el aire que se llenó de una fragancia tenue de jazmín, un vestigio de lo que alguna vez guardó entre esas paredes de madera. Con cuidado, Charlotte comenzó a sacar pequeñas cosas: un collar de plata, una pulsera vieja, y entre los objetos, encontró una fotografía que hacía tiempo no veía. Era ella, junto a Mia y Mike, sonriendo los tres en el lujoso penthouse de Robert Assanti. Una sonrisa nostálgica cruzó sus labios al recordar ese día. Hacía tanto tiempo que no sabía de ellos, más allá de las cartas con fotos que les había enviado, mostrando los avances de su transformación. Emocionada por el hallazgo, tomó la foto entre sus dedos y, sin pensarlo más, se dirigió hacia el baño para compartir el recuerdo con Darel. El baño del departamento era un santuario de lujo. El mármol blanco cubría todas las superficies, desde el suelo hasta las paredes. La bañera de hidromasaje estaba incrustada en el centro de la habitación, y una enorme ducha con cristal templado ocupaba la esquina. Darel estaba bajo el agua caliente, con las gotas cayendo sobre su cuerpo perfectamente esculpido. El vapor llenaba el ambiente, pero Charlotte se acercó y, con dulzura, le pidió permiso para invitar a Mia y a sus amigos a ver el nuevo departamento. Darel, sin dejar de enjabonarse, se negó rotundamente. Su rostro se endureció, y con un tono firme le dijo que debían disfrutar su nueva vida a solas, que este era su momento y que no necesitaban a nadie más. —Tenemos todo lo que necesitamos aquí, amor. Este es nuestro hogar, nuestra pequeña luna de miel. ¿No querrás que alguien más venga a arruinarlo, ¿verdad? Entiende, Roja, no necesitamos a nadie más. ¿Quedo claro? Charlotte, con un suspiro silencioso, asintió lentamente. No había espacio para discusión; la decisión ya estaba tomada antes de que ella siquiera hablara. Se volvió hacia la cama y, con pasos pesados, se tumbó sobre las sábanas de satén. Mientras su cuerpo se hundía en la suavidad de la tela, y sus rizos perfectos se dispersaban sobre la almohada, la alegría que había sentido al entrar en el departamento comenzaba a desvanecerse, reemplazada por una sensación de inquietud que se filtraba lentamente, como una sombra. Todo parecía perfecto en la superficie, pero algo oscuro latía debajo, creciendo en intensidad con cada momento en que su voluntad se desdibujaba.
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