El día amaneció soleado, y pudo comprobar que la tormenta se había llevado consigo todas las nubes. Abby tomó un sorbo de su café mientras bajaba los escalones de la entrada a la cabaña. Había trozos de ramas por todos lados, y detrás del establo había un árbol caído, pero no había llegado a hacer ningún daño. Bo bajó los escalones junto a ella y echó a correr por el terreno, olisqueando las ramas para ver si la tormenta había traído algo con lo que pudiera jugar. Abby abrió la puerta del establo y se acercó al cubículo donde estaba Gloria. Esta asomó la cabeza por encima de la partición y la miró con unos ojos de párpados caídos.
―¿Te ha mantenido despierta la tormenta, preciosa? ―le preguntó Abby, pasándole una mano tras las orejas y por la mandíbula―. Venga, vamos a sacarte fuera para que disfrutes del clima.
Entró en el cubículo y abrió la puerta deslizante de la parte trasera, que llevaba al corral. Tras asegurarse de que el corral seguía siendo un recinto cerrado, tomó un cepillo y cepilló a Gloria antes de cerrar la puerta.
―Vamos, Bo. Demos un paseo, a ver qué más tenemos que hacer ―llamó, avanzando por el camino que llevaba a su taller.
Le echaría un vistazo antes de dirigirse a la pradera de algo más arriba en la montaña; era allí donde había visto aquella extraña luz la noche anterior. Incluso había soñado con ella. No recordaba mucho del sueño, pero tenía el presentimiento de que debía ir para ver qué había ocurrido.
Su taller había sobrevivido a la tormenta sin problemas. Se alegró; a fin de cuentas, contenía varios miles de dólares en materiales, sin mencionar la pieza que ya casi había acabado. Bo trotó de un lado al otro, agitando la cola y marcando todo lo que se cruzaba en su camino. Abby se rio ante aquella necesidad tan masculina; le recordaba un poco a Clay cuando este la seguía por todo el pueblo, fulminando con la mirada a cualquier persona que la mirase.
Bo se adelantó por el sendero. Abby iba un poco más lenta, parándose de vez en cuando para retirar algunas de las ramas más grandes del camino. En verano le gustaba estirar las piernas y subir hasta la pradera para disfrutar de las vistas. Justo estaba retirando una rama particularmente grande cuando oyó cómo Bo ladraba, excitado.
―Un momento, chico. Ya voy ―gritó. Apartó la rama del todo y apretó el paso.
En cuanto vio la enorme nave dorada en mitad de la pradera se detuvo en seco, quedándose con la boca abierta. Bo estaba caminando alrededor de la nave, pero cada vez que se acercaba, esta parecía casi estremecerse y apartarse. Era casi como si estuviera viva. Abby se acercó lentamente.
―Bo, ven aquí, chico. Creo que la estás asustando ―dijo en voz baja.
Bo olió una última vez el metal dorado antes de alejarse en busca de otra aventura. Abby rodeó la nave, viendo cómo esta se estremecía también con su cercanía. No era muy grande, puede que tuviera el tamaño de un todoterreno, pero sí absolutamente preciosa. Espirales de colores se dibujaban en la capa exterior, haciendo que su forma dorada se volviera casi invisible al absorber los tonos de su alrededor.
Abby extendió lentamente la mano para tocar la superficie. Esta brilló con un dorado intenso, casi a modo de advertencia, recordándole a Abby alguna de la fauna que podía encontrarse en las montañas. Sus abuelos y ella se habían cruzado a lo largo de los años con animales asustados o heridos, y habían cuidado de muchos hasta que se habían recuperado, soltándolos después de nuevo en la naturaleza.
―No pasa nada, pequeño. No voy a hacerte daño ―susurró con suavidad―. Todo va a ir bien.
La nave dorada volvió a estremecerse cuando rozó su suave superficie con la mano. Abby se rio en voz baja al sentir el metal, liso y sin mácula. No comprendía ni qué era ni de dónde había llegado, pero no le transmitía ningún mal presentimiento.
Pasó también la otra mano sobre la superficie y la frotó ligeramente, susurrando palabras sin sentido. Notó como ambas manos se hundían lentamente en el suave metal en el mismo momento en que unas largas tiras de oro se extendían, aferrándose a sus brazos y muñecas.
Se quedó sin respiración, observando cómo el oro iba subiéndole por los brazos. Se apartó, pero dos delgadas bandas de oro seguían rodeándole las muñecas con un intrincado diseño, de manera parecida a como lo harían unas muñequeras de oro. Las miró fijamente, maravillada ante su belleza, y después pasó los dedos primero por una y después por la otra.
Los ladridos de Bo cambiaron de repente a un quejido asustado, y el perro salió corriendo hacia ella. Abby se apartó de la nave con aspecto sobrecogido, pero Bo pasó de largo y siguió corriendo sendero abajo, hacia la cabaña. Abby se preguntó qué otras maravillas habría traído la tormenta.
―Bueno, ¿qué es lo que te ha puesto tan nervioso? ―preguntó divertida. Seguía aturdida por su hermoso hallazgo en mitad de la montaña. Justo en ese momento se oyó un gruñido proveniente de la dirección de la que Bo había salido huyendo, y Abby dio un paso atrás.
* * * *
Zoran gruñó al intentar levantar la cabeza. No recordaba mucho del aterrizaje; únicamente sabía que había necesitado salir, que su cuerpo había estado en llamas, pero su memoria se limitaba a poco más que el fiero clima que poseía el planeta. Volvió a dejarse caer, incapaz de moverse con todo el dolor que se había adueñado de su cuerpo. Sabía que necesitaba volver al interior del simbiótico, pero no tenía la energía suficiente. Solo le quedaba albergar la esperanza de que sus hermanos hubiesen recibido su mensaje, aun mientras la oscuridad volvía a hacer presa de él.