2
Abby Tanner miró fijamente el cristal, viendo algo más que la pieza al rojo vivo de líquido fundido. Fue girando la varilla lentamente, formando diferentes capas, doblándolas y dándoles forma hasta que encajaban con la imagen que predominaba en su mente. Le encantaba la manera en que un vidrio sin forma se transformaba en una preciosa obra de arte, y también se sentía muy agradecida de poder ganarse bien la vida dedicándose a ello. Disfrutaba de una libertad con la que no muchos podían contar.
Siguió trabajando en la pieza durante las siguientes tres horas, doblando y soplando hasta que se formó una delicada flor. Ya casi había acabado. La pieza en la que estaba trabajando le había llevado casi seis meses, y ya la había vendido por más de cincuenta mil dólares. Pero para ella lo importante no era el dinero, sino lo mucho que disfrutaba creando algo hermoso para la dicha de otros.
Levantó la vista al oír ladrar a un perro, y acabó de limpiar su taller con una sonrisa. Estaba formado por un granero de madera de buen tamaño, no muy lejos de la cabaña en la que vivía, en las profundidades de la región montañosa del norte de California.
Sus abuelos habían vivido en aquella cabaña antes de que ella naciera, y tras la marcha de su madre cuando ella no era más que un bebé, se había convertido también en su hogar. Su madre había acabado muriendo de una sobredosis cuando ella solamente tenía dos años, y nunca había llegado a conocer a su padre. Habían sido sus abuelos quienes la habían criado hasta sus muertes. Hacía cinco años ya de la de su abuela, y solo seis meses de la de su abuelo.
Abby todavía estaba luchando por superar la depresión que se adueñaba de ella en ocasiones. Sus abuelos habían sido completamente felices viviendo en aquella cabaña, lejos de todo. Abby había crecido correteando por un campo de juegos fabricado en madera especialmente para ella, y ahora, con veintidós años, no sentía ningún deseo de marcharse a vivir al pueblo cercano de Shelby, ni tampoco a ninguna ciudad de mayor tamaño. Ya le costaba suficiente tener que marcharse para asistir a las aperturas de las galerías que mostraban su trabajo.
Se apartó el cabello castaño oscuro que se había escapado de la coleta y se colocó los mechones tras las orejas mientras echaba un último vistazo a su alrededor y cerraba las puertas dobles que daban al taller.
El gran golden retriever que salió corriendo hacia ella consiguió arrancarle una carcajada, y Abby se inclinó y le dio a Bo un gran abrazo, intentando mantener la boca cerrada para que la ansiosa lengua de este no se colase entre sus labios.
―Te echa de menos ―dijo Edna Grey, apareciendo por el pequeño sendero después de Bo.
Edna llevaba aquel día el cabello largo y gris oscuro trenzado en lugar de recogido en un moño. Iba vestida con unos tejanos desgastados y una camisa a cuadros con la cintura bien metida. Aunque estaba a punto de alcanzar los setenta, seguía moviéndose como lo haría una mujer con la mitad de su edad. Abby no pudo evitar sonreír al ver el brillo en los ojos verdes de Edna mientras seguía a Bo.
Abby era consciente de que parecía joven para su edad, y le daba todo el crédito de su aspecto a la rama familiar de su abuela. Había heredado su cabello castaño oscuro, los ojos de un azul profundo y la cara con forma de corazón. Su nariz era más bien respingona, y los labios carnosos. A menudo le parecía que la combinación hacía que pareciera una niña pequeña enfurruñada, pero su abuelo siempre había dicho que gracias a todo eso podía seguir viendo a su abuela en ella, y eso simplemente le otorgaba todavía más belleza.
―Yo también lo he echado de menos. Sí, eres un viejo cariñoso, ¿verdad? Sí que lo eres ―respondió Abby, poniéndose en pie.
Bo saltó de un lado a otro, esperando a que Abby aceptara la pelota de tenis que llevaba en la boca. Agitó la larga cola de un lado al otro mientras trotaba en círculos, ladrando. Abby recogió la pelota de tenis húmeda y la lanzó hacia la cabaña; Bo salió corriendo como una bala tras su viscoso premio.
―¿Y cómo estás? ―preguntó Edna suavemente, acompañando a Abby hacia la cabaña.
Esta guardó silencio durante un momento antes de soltar un profundo suspiro.
―Estoy mejor. Al principio fue muy duro perder al abuelo, pero cada día es más fácil de llevar. Estar ocupada ayuda. Ya casi he terminado esa pieza tan grande en la que he estado trabajando para la pareja de Nueva York.
Edna le pasó el brazo por la cintura, abrazándola contra ella.
―Me muero de ganas de verla. Nunca has mantenido ninguna de tus piezas tan en secreto como esta.
Abby se rio con voz ronca.
―Es una de las más hermosas que he hecho nunca. No puedo esperar a enseñártela. Cuando me contrataron para el proyecto dudé un poco; normalmente solo creo cosas según lo que veo al mirar el vidrio, pero este cliente quería reunirse conmigo y me pidió que creara algo basándome en la decoración de su casa. Pasé dos días allí como invitada; fue increíble. Y de gran ayuda. Me contrataron nada más morir el abuelo, y estar concentrada en ello me ayudó a lidiar con su muerte.
―¿Hay alguna posibilidad de que conozcas a algún joven agradable durante tus viajes? ―bromeó Edna.
―¡No, para nada! ―respondió Abby, horrorizada―. Me gusta estar sola. En mis viajes he visto a hombres de sobra, a ellos y a sus comportamientos, como para desconfiar de juntarme con alguien.
―¿Y qué hay de Clay? Ya sabes que le interesas ―insistió Edna.
Abby frunció la nariz, asqueada. Clay era el sheriff asignado al pueblo de Shelby, y llevaba intentando que saliera con él desde que Abby había cumplido los dieciocho. Era un hombre agradable, pero Abby no podía decir que correspondiera los sentimientos que parecía albergar hacia ella.
Hacía un viaje semanal al pueblo para enviar el vidrio soplado que vendía a sus distribuidores y recoger cualquier objeto que necesitase, como comida o pertrechos, y cada semana sin falta Clay aparecía en la oficina de correos para pedirle que saliera con él. Abby lo rechazaba con educación, y Clay acababa siguiéndola por todo el pueblo, acosándola para que accediera a comer con él.
―Clay es un buen chico y todo eso, pero no siento nada por él ―dijo, acariciando a Bo y volviendo a lanzarle la pelota.
―Algún día conocerás al hombre adecuado. Gracias por echarle un ojo a Gloria y a Bo por mí ―dijo Edna cuando se acercaron al tráiler para caballos enganchado a la parte trasera de su camioneta.
―No es nada. Ya sabes que siempre disfruto de su compañía cuando te marchas en tus pequeños viajes ―respondió Abby, riéndose y mirando como Gloria, la vieja mula de Edna, intentaba sacar la cabeza por la pequeña ventana. Le encantaban las manzanas que Abby siempre acababa dándole.
―Bueno, eres la única a quien Gloria no intenta morder ni pisotear. ― Edna abrió la puerta del tráiler y sacó a Gloria, con Bo bailando alrededor de los pies de la vieja mula en un intento de que jugase con él.
―¿Cuánto tiempo estarás fuera? ―preguntó Abby. Sacó una manzana del guardapolvo que llevaba sobre la camisa y los tejanos―. He oído que mañana por la noche habrá tormenta, se supone que bastante fuerte. ― Le tendió la manzana a Gloria, y esta se la arrebató de los dedos, mordisqueándola mientras Edna la llevaba hacia el pequeño corral aledaño a la cabaña.
―Sí, lo he oído. Deberían caer unos cinco centímetros de lluvia y es posible que haya algunas tormentas eléctricas considerables. Mi plan es marcharme tan pronto como acabe aquí para que no me atrape; volveré para finales de semana. Jack y Shelly celebrarán el cumpleaños de Crystal el jueves, así que el viernes cogeré el coche para volver ―contestó esta antes de soltar a Gloria con una palmadita en el flanco.
―¿Tienes tiempo para un poco de té o café? ―Abby miró cómo Gloria entraba en el pequeño establo anexo al corral; ya le había preparado una gruesa cama de heno en uno de los cubículos, y había agua y comida fresca.
―Una taza de café sería magnífica ―fue la respuesta de Edna, y siguió a Abby escalones arriba para entrar en la pequeña cabaña.
Abby adoraba su pequeño hogar. Contaba con dos dormitorios, cada uno con su propio baño, una pequeña sala de estar y una combinación de comedor y cocina. La sala de estar estaba dominada por una chimenea enorme, y ambos dormitorios incluían unas pequeñas estufas de pellets para los fríos meses de invierno. Por suerte el verano se había adelantado, así que, a excepción de alguna noche fresca, no le haría falta usar ni las estufas ni la chimenea. Las ventanas del salón y la cocina eran amplias, dejando pasar la luz natural a espuertas.
Su abuelo había sido dueño de un negocio relacionado con la música en Los Ángeles, y su abuela escribía canciones; ambos habían contado con un talento excepcional. Habían creído que mudarse a las montañas ayudaría a la madre de Abby a recuperarse de su caída en las drogas.
Por desgracia, en lugar de eso su madre había huido, y había acabado quedándose embarazada de ella con solo diecisiete años. Abby misma tenía apenas un mes cuando su madre volvió a desaparecer, y dos años más tarde la encontraron muerta por sobredosis junto a su novio de aquel momento. Los abuelos de Abby habían quedado devastados por la muerte de su única hija, y habían hecho todo lo posible para asegurarse de que Abby nunca cayera en aquella clase de vida.
Abby había heredado la personalidad amble y el amor por el arte de su abuela. Esta había usado todo su tiempo en las montañas para escribir canciones, y había aprendido por sí sola cómo soplar vidrio. Su abuelo había adoptado aquel entretenimiento al cabo de poco, y acabó convirtiéndose en un negocio más gracias a la ayuda de Internet. En los últimos seis años Abby se había hecho un nombre a nivel internacional con sus preciosas creaciones.
Edna y Abby pasaron la siguiente media hora poniéndose al día sobre la familia de la primera, que vivía en Sacramento, y sobre los contratos que tenía la segunda con diferentes museos que deseaban exponer su obra. Bo se contentó con tumbarse sobre la alfombra, frente a la chimenea, observando su pelota de tenis.
Al cabo de poco Abby se encontró mirando cómo desaparecía la luz de los faros traseros de la camioneta de Edna según se alejaba por el empinado sendero que llevaba a su hogar. Llamó a Bo para que volviera cuando este intentó seguir la camioneta, y se rio cuando el perro empezó a correr de un lado a otro, intentando decidir con quién quería quedarse. Solo hizo falta la promesa de algo de comida para conseguir que volviera a subir corriendo los escalones de la cabaña y se adentrase en su cálido interior.