Hablaba con brusquedad, pero el Conde contestaba fríamente, sin emoción. Sin duda le estaba explicando que eran viajeros ordinarios, ocupados sólo de sus asuntos personales. En una ocasión, el Conde señaló hacia Vesta aludiendo a ella sin duda como a su esposa. El jefe hizo un chiste, riendo con gran entusiasmo, pero el Conde no se dignó sonreír siquiera. Después, el hombre le dijo algo a sus secuaces y murmuraron todos entre sí. Uno o dos de ellos se llevaron la mano hacia los cuchillos que tenían en el cinturón y, por primera vez, Vesta sintió realmente miedo. El Conde se volvió muy elocuente. Amenazaba, ofrecía, suplicaba, aparentemente sin resultados. De nuevo Vesta oyó la palabra “dinero”, que reconoció como tal, pero tuvo la extraña sensación de que el jefe no estaba interesado.