Capítulo 28

1361 Words
Kane El aire estaba pesado, cargado de la culpabilidad que me ahogaba cada vez que inhalaba. Recordar como Maeve había llegado, y yo, un monstruo en la penumbra, temblaba no por el frío, sino por el miedo de lo que estaba a punto de hacerle. A medida que se acercaba su paso, mi ansiedad se convertía en un monstruo aún más grande, devorando lo poco que quedaba de mi humanidad. Cuando su silueta apareció, todo mi ser se tensionó. Mi instinto, ese lado primitivo y oscuro que tanto había luchado por controlar, tomó las riendas. La vi avanzar hacia mí, su rostro lleno de preocupación, no consciente de la bestia que esperaba. Intenté que se fuera, sabía que me curaría aunque tomara unos días, pero claro, ella eso no lo sabía. En un momento que pareció tanto eterno como fugaz, mis colmillos encontraron el suave y cálido refugio de su cuello. El sabor de su sangre se esparció por mi boca, un elixir tan potente que por un instante me hizo olvidar el horror de mis acciones. La sangre de Maeve, dulce y embriagadora, inundó mis sentidos, llevándome a un éxtasis prohibido. Gemí de placer, aunque ya había probado su sangre, nunca me había alimentando de ella, no de esta forma tan irresponsable. La fuerza de su cuerpo se debilitaba en mis brazos, y cada parte de mí que aún podía sentir, gritaba en agonía. No tenía fuerzas para suavizar su dolor, para calmar su terror. Todo porque mi propia debilidad me había consumido primero. Ahora, mientras ella luchaba por retener la conciencia, yo luchaba contra la bestia que claramente no habia tenido suficiente de mi ángel. ¿Cómo podría mirarme en el espejo sabiendo que había traicionado lo único puro en mi vida? Me aparté con horror, viendo cómo su cuerpo caía, debilitado y pálido. El brillo de vida en sus ojos se desvanecía, y el terror de lo que había hecho me golpeó como un puñetazo. Había prometido protegerla, y en un momento de pura debilidad, casi la había destruido. —Maeve, lo siento, —susurré, la voz rota, los ojos nublados por la culpa. —No sabes cuánto. Llevé a Maeve a la cama, apoyándola con cuidado mientras mis manos temblaban. Era como si cada célula de mi cuerpo rechazara la violencia que acababa de cometer. Busqué mi teléfono con movimientos torpes, mis dedos resbalando sobre el dispositivo en mi urgencia. Localicé el número de Ada en la lista reciente de llamadas y presioné la pantalla con más fuerza de la necesaria. Cuando Ada contestó, ni siquiera esperé a que terminara su saludo. Mi voz salió en un torrente, cada palabra empapada de desesperación. —Necesito que vengas a mi apartamento con un grupo de limpieza y que traigas al doctor... —mis palabras se atropellaban entre sí, mi tono revelaba el caos en mi interior. Hubo un instante de silencio al otro lado antes de que Ada respondiera, su voz teñida de urgencia. —¿Qué pasó? —Solo vengan ya, —corté bruscamente, sin la paciencia para explicar, colgando antes de que pudiera decir algo más. Dejé el teléfono a un lado y me volví hacia Maeve, que yacía inmóvil en la cama. Su rostro, pálido y sereno en su inconsciencia, era un golpe que me partía el corazón . Me acerqué a ella, mis pasos resonando en el silencio como una marcha fúnebre. Cada movimiento parecía un esfuerzo sobrehumano, como si me moviera a través de un mar de melaza. Al llegar a su lado, me arrodillé junto a la cama, observando su pecho subir y bajar con respiraciones superficiales que apenas parecían sostenerla en el hilo de la vida. Mis ojos se llenaron de lágrimas, una muestra de humanidad que no había sentido en siglos. Un sollozo me escapó, un sonido crudo y doloroso que reverberó en las paredes de la habitación. Extendí una mano temblorosa para acariciar su cabello, permitiéndome un momento de ternura en medio del tormento. —Por favor, ángel, aguanta un poco, —susurré, mi voz rota por el dolor y la culpa. Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas, cayendo en silencio sobre la sábana. Era una prueba de que, a pesar de todo lo que había vivido y todo lo que había hecho, todavía podía sentir, todavía podía amar, y todavía podía romperme. El sonido de la puerta al abrirse me sacó de mi trance. Ada entró primero, su expresión rígida, seguida de cerca por un hombre de aspecto serio con una maleta médica en la mano. Detrás de ellos, un grupo de individuos vestidos con ropas oscuras y neutras entraron sin hacer ruido, cada uno con una eficiencia silenciosa mientras comenzaban a limpiar la sala. Ada me miró con una mezcla de preocupación y reprobación, pero se apartó para dejar que el médico se acercara a la cama donde estaba Maeve. El médico se puso a trabajar, examinando sus signos vitales con una profesionalidad fría. —Mi señor, haré todo lo posible por estabilizarla, —dijo el médico, sin levantar la vista de Maeve. Asentí, incapaz de formular palabras, mi garganta tenía un nudo apretado de miedo y culpa. Observé cada movimiento del médico, cada ajuste que hacía en su equipo, cada susurro suave que dirigía a Maeve para tranquilizarla, aunque ella no pudiera oírlo. Mientras tanto, el equipo de limpieza se movía con una eficiencia silenciosa, eliminando cualquier rastro del caos que había sucedido. No había sonidos de conversación, solo el ocasional roce de tela contra tela y el suave zumbido de su trabajo meticuloso. Ada se mantuvo a un lado, observando todo con ojos críticos. Después de unos momentos, se acercó a mí, su voz baja para no perturbar al médico. —Kane, esto no puede seguir así. Debes reconsiderar tu posición. Tu... conexión con la muchacha, es peligrosa, no solo para ti sino para todos, —susurró, su tono cargado de una reproche que raramente mostraba. —Lo sé, Ada, —respondí con un susurro igual de bajo, —pero no puedo, no ahora. No cuando ella podría... Fui interrumpido por el médico, que finalmente levantó la mirada, su rostro serio pero aliviado. —La he estabilizado, mi señor. Debería recuperarse, pero necesitará descanso y cuidado continuo. Un suspiro de alivio escapó de mis labios, y por un momento, el peso en mi pecho se alivió ligeramente. Me acerqué a la cama, tomando la mano de Maeve entre las mías, sintiendo su calidez frágil pero persistente. —Gracias, doctor, —dije, mi voz todavía un susurro tembloroso. —Por supuesto, mi señor. Estaré disponible si necesita más asistencia, —respondió antes de hacer una pequeña reverencia y retirarse, dejando a Ada y a mí solos con Maeve en la tranquila y sombría habitación. —Deberíamos estar planificando un contraataque, no cuidando a esta... —comenzó Ada, su voz cargada de frustración. Me giré hacia ella, sintiendo cómo la ira hervía bajo mi piel. —Termina esa frase... —la desafié, dejando que mis colmillos asomaran levemente en una amenaza silenciosa. Ada tragó saliva, sus ojos se movían nerviosos, y finalmente, suspiró profundamente antes de salir de la habitación sin decir una palabra más. Volví mi atención hacia Maeve, observando cómo el color empezaba a volver a su rostro, lo que me permitió soltar el aire que ni siquiera sabía que estaba conteniendo. Me incliné hacia adelante, tomando su mano fría entre las mías, sintiendo el leve temblor de su piel. —Te amo, mi reina, —susurré con toda la sinceridad que mi corazón inmortal podía ofrecer. Mis labios encontraron los suyos en un beso suave. Me levanté lentamente, dándole espacio para respirar, aunque más bien era yo quien necesitaba distanciarme para no dejar que las emociones me desbordaran. Me senté en el sofá frente a la cama, mis ojos nunca dejaron de estar fijos en ella, vigilando cada respiración que tomaba, cada pequeño cambio en su expresión. El silencio de la habitación se llenaba únicamente con el suave sonido de su respiración, y a pesar de la situación exterior, en ese momento, el mundo exterior parecía desaparecer. Todo lo que importaba era ella.
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