La chica, en la cual, al socaire de esas palabras, la rabia había ido creciendo y el rubor aumentando, respondió alzando los ojos negros y brillantes, cerrando el puño y agarrando los pliegues del vestido que no había dejado de toquetear: —¡Prefiero morirme! La señorita Wade, cogiéndole la mano, miró tranquilamente a su alrededor y dijo con una sonrisa: —¡Caballeros! ¿Qué responden a esto? La inexpresable consternación del señor Meagles al ver cómo sus motivos y sus actos se tergiversaban le había impedido decir nada hasta ese momento; pero entonces recobró el don de la palabra: —Tattycoram… —comenzó—, dado que voy a seguir utilizando ese nombre, querida niña, sabiendo como sé que sólo pretendía expresar mi cariño cuando te lo puse, y sabiendo que tú también lo sabes… —¡No, no lo sé!