Capítulo III-1

2177 Words
Capítulo III En casa Era un domingo por la noche en Londres, triste, bochornoso y rancio. Las enloquecedoras campanas de iglesia que tañían en toda la gama de disonancias, demasiado agudas o demasiado graves, cascadas o claras, lentas o rápidas, levantaban ecos horrendos en las paredes de ladrillo y mortero. Las calles melancólicas, vestidas de hollín como si fuera un traje de penitente, sumían en un abatimiento extremo al alma de quien estuviera condenado a verlas por la ventana. En cada avenida, por las callejuelas y a la vuelta de casi todas las esquinas, alguna campana lúgubre latía, se agitaba, tañía, como si a la ciudad la asediara la peste y los coches fúnebres rondaran por ella. Todo cuanto podía proporcionar alivio a unos habitantes agotados por el trabajo estaba cerrado a cal y canto: ningún cuadro, ningún animal raro, ninguna planta o flor exótica, ninguna maravilla natural o artificial de la antigüedad: todas estas cosas se consideraban tabú con tan iluminado rigor, que los feos dioses de los Mares del Sur que se alojaban en el Museo Británico bien podían imaginar que se hallaban de nuevo en su país. Sólo se veían calles, calles, calles. Sólo se respiraban calles, calles, calles. Nada había capaz de levantar el ánimo o cambiarlo. Nada para el agotado trabajador, que sólo podía comparar la monotonía del séptimo día con la rutina de los seis precedentes, pensar en la triste vida que llevaba y en cómo extraer de ella lo mejor… o lo peor, según las probabilidades. En ese momento tan feliz, tan propicio a los intereses de la religión y de la moral, el señor Clennam, recién llegado de Marsella vía Dover, y de esta localidad a Londres con la diligencia llamada «La doncella de ojos zarcos», se hallaba junto a la luna de una cafetería de Ludgate Hill. Lo rodeaban diez mil casas responsables que miraban ceñudas las calles que formaban, como si las habitaran los diez jóvenes del cuento del príncipe Kalender que se teñían de oscuro la cara y se lamentaban de su suerte todas las noches. Lo rodeaban cincuenta mil guaridas en las que la gente vivía en un ambiente tan malsano que, si el sábado por la noche dejaba agua potable en su habitación, el domingo por la mañana estaba ya podrida; aunque milord, el diputado del distrito, se sorprendía de que no pudieran dormir en compañía de la carne del carnicero. Kilómetros de casas como agujeros y como pozos cerrados, en las que se respiraba con dificultad por falta de aire, se extendían hacia todos los puntos cardinales. Por el corazón de la ciudad subía y bajaba con la marea un arroyo mortal en lugar de un río de aguas cristalinas. ¿Qué carencia secular podía tener el millón aproximado de seres humanos cuyo trabajo diario, seis días por semana, se desarrollaba entre aquellos objetos tan arcádicos, de cuya dulce monotonía no podían escapar desde la cuna hasta el sepulcro? ¿Qué carencia secular podría colmarse el séptimo día? Sin duda, lo que necesitaban era un policía estricto. Arthur Clennam se hallaba junto a la luna del café de Ludgate Hill contando las campanadas del vecindario y, muy a su pesar, éstas se convertían en frases y estribillos de canciones, y se preguntaba cuántas muertes causarían entre los enfermos a lo largo de un año. A medida que se acercaba el momento, los cambios de ritmo eran cada vez más exasperantes. Cuando faltaba un cuarto de hora, tocaban con una vitalidad letal e impertinente, apremiando locuazmente a las masas a ir a la iglesia, ir a la iglesia, ir a la iglesia. A los diez minutos, como se daban cuenta de que la congregación sería escasa, tañían lentas y abatidas: no vendrán, no vendrán, no vendrán. A los cinco minutos, abandonaban la esperanza y hacían temblar todas las casas del vecindario durante trescientos segundos, con un lúgubre tañido por segundo semejante a un gemido de desesperación. —¡Gracias a Dios! —exclamó Clennam cuando sonó la hora y la campana se paró. Pero el son había revivido una larga serie de tristes domingos y la procesión no quiso detenerse con la campana y siguió avanzando. —Que el cielo y quienes me criaron me perdonen —dijo—. ¡Cuánto he odiado los domingos! Odiaba los horribles domingos de su niñez, cuando se sentaba con las manos delante, terriblemente asustado por un horrible librito que empezaba preguntando en su título ¿ Por qué vas camino de la perdición?, una curiosidad que en aquellos tiempos de bata y calzones un niño no estaba en condiciones de satisfacer, y que, como mayor aliciente para la imaginación infantil, tenía paréntesis aquí y allá con referencias entrecortadas del tipo 1 Ts. C. III, v. 6 y 7. Volvían ahora los soñolientos domingos de su niñez en los que, como si fuera un desertor del ejército, un pelotón de maestros lo conducía tres veces al día a la capilla, esposado moralmente a otro muchacho; y en el que gustoso habría cambiado dos raciones de indigesto sermón por una o dos onzas de cordero, aunque fuera peor alimento, para aumentar el escaso sustento que recibía su cuerpo físico. Volvían ahora los domingos interminables de su minoría de edad en los que su madre, severa de rostro e implacable de corazón, pasaba el día entero detrás de una Biblia —encuadernada a imagen y semejanza de sí misma con las más duras, sobrias y rígidas cubiertas que quepa imaginar, adornadas apenas con un grabado similar al que produciría el roce de una cadena y con el canto de las hojas salpicado furiosamente de rojo—, como si ese libro, ¡ése precisamente!, fuera una pócima contra la dulzura de carácter, el cariño natural y el trato afectuoso. Volvían también los domingos de tiempos posteriores, llenos de resentimiento, en los que, sentado, furioso y melancólico a lo largo de la lenta extensión del día albergaba la sensación de tener el corazón herido y sin mayor conocimiento de la benéfica historia del Nuevo Testamento que si se hubiese criado entre idólatras. Una legión de domingos, días todos de inútil amargura y mortificación, desfilaron despacio ante sus ojos. —Perdone, caballero —dijo un brioso camarero mientras frotaba la mesa—, ¿quiere ver la habitación? —Sí, estaba pensando que precisamente eso era lo que quería hacer. —¡Chica! —gritó el camarero—. ¡El señor de la siete quiere ver la habitación! —¡Alto! —dijo Clennam, poniéndose en pie—. Lo he dicho sin pensar, he contestado de modo mecánico. No voy a dormir aquí, me voy a mi casa. —¿Sí, señor? ¡Chica! El caballero de la siete no duerme aquí, se va pa casa. No se movió de su asiento mientras moría el día, contemplando las tristes casas situadas en la acera de enfrente y pensando que si los espíritus incorpóreos de los anteriores inquilinos hubieran sido conscientes del lugar que habitaban, cuánto se habrían compadecido de haber vivido ahí encerrados. De vez en cuando, asomaba una cara detrás de los sucios cristales de una ventana y en seguida se esfumaba en la oscuridad, como si ya hubiese visto bastante de la vida y se retirara de ella, desvaneciéndose. Oblicuas ráfagas de lluvia empezaron a caer entre él y esas casas, y la gente empezó a refugiarse en el pasaje que había enfrente, mirando al cielo con desazón mientras la lluvia caía cada vez más tupida y más rápida. Aparecieron paraguas mojados, faldas que se arrastraban por el suelo, y barro. ¿Quién podía saber dónde había estado el barro o de dónde venía? Parecía haberse congregado en un momento, como hacen las multitudes, y en cinco minutos había salpicado a todos los hijos e hijas de Adán. El farolero inició la ronda y, a medida que los feroces chorros de fuego surgían bajo su toque, uno imaginaba su sorpresa al ver que se toleraba que introdujeran una muestra de claridad en una escena tan lúgubre. Arthur Clennam cogió el sombrero, se abrochó el abrigo y salió a la calle. En el campo, la lluvia habría generado mil aromas deliciosos y cada gota se habría asociado con alguna hermosa forma de brote o de vida. En la ciudad, sólo producía olores rancios y era una aportación sucia, tibia y malsana a las cloacas. Cruzó por delante de San Pablo y siguió hacia abajo, describiendo un largo ángulo, casi hasta la orilla del agua, por algunas de las calles torcidas que bajaban entre el río y Cheapside (en aquella época eran todavía más torcidas y estrechas en esa zona). Pasó por delante del mohoso salón de alguna honorable asociación, por las ventanas iluminadas de una iglesia sin fieles que parecía estar esperando que un arriesgado Belzoni [4] la sacase a la superficie y descubriese su historia; cruzó por delante de almacenes y muelles, y aquí y allá, por alguna estrecha calle que conducía al río, y en cuyos muros húmedos lloraba un triste cartel que decía: «Encontrados ahogados»; finalmente llegó a la casa que buscaba, tan sucia que parecía negra, aislada detrás de una verja. Delante, un patio cuadrado en el que un par de matas y un fragmento de hierba estaban tan crecidos como oxidada estaba la verja (y es mucho decir); en la parte trasera, se juntaba una maraña de raíces. Era una casa unida a otra igual, con ventanas largas y estrechas de gruesos marcos. Muchos años antes había tenido la ocurrencia de inclinarse hacia un lado; sin embargo, la habían apuntalado y se apoyaba en media docena de muletas gigantescas: un gimnasio para los gatos del barrio, deteriorado por el tiempo, manchado por el humo, cubierto de hierbas que, a estas alturas, ya no ofrecía mucha seguridad. —No ha cambiado nada —dijo el viajero, deteniéndose—. Tan oscuro y miserable como siempre. Una luz en la ventana de mi madre, que parece no haberse apagado desde la época en que volvía a casa del colegio dos veces al año y arrastraba mi maleta por esta misma acera. ¡Vaya, vaya! Se dirigió a la puerta, que tenía una marquesina de madera tallada con festones y cabezas de niños hidrocéfalos, diseñada a imitación de un modelo monumental pasado de moda, y llamó. En seguida se oyó un arrastrar de pies por el suelo de piedra de la entrada y abrió la puerta un anciano encorvado y seco, pero de ojos vivos. Tenía una vela en la mano y la levantó un momento para ayudar a sus ojos perspicaces. —Ah, ¿Arthur? ¿Así que, al final, ha venido? Pase. Arthur entró y cerró la puerta. —Su figura se ha hecho más ancha y sólida —dijo el anciano, volviéndose a mirarlo otra vez con la luz levantada mientras movía la cabeza—. Pero, en mi opinión, no llega a la altura de su padre. Ni tampoco a la de su madre. —¿Cómo está mi madre? —Igual que en los últimos tiempos. Se queda en su dormitorio incluso cuando no está obligada a guardar cama: no habrá salido ni quince veces en otros tantos años, Arthur. Habían entrado en un comedor sobrio y precario. El viejo había dejado la palmatoria sobre la mesa y, apoyando el codo derecho en la mano izquierda, se acariciaba la correosa barbilla mientras miraba al visitante. Éste le tendió la mano. El viejo la estrechó fríamente y pareció preferir la barbilla, a la que regresó tan pronto como pudo. —No sé si a su madre le parecerá bien que venga a casa en fiesta de guardar —dijo moviendo la cabeza con gesto de duda. —No querrá que me vaya, ¿verdad? —¿Yo? ¿Yo? Yo no soy el dueño de la casa, no es lo que yo haría. He mediado entre su padre y su madre unos cuantos años y ahora no quiero interponerme entre su madre y usted. —¿Querría decirle que he llegado a casa? —Sí, Arthur, sí. Claro que sí. Le diré que ha llegado a casa. Por favor, espere aquí, verá que no ha cambiado nada. Cogió otra vela de un cajón, la encendió, dejó la primera en la mesa y marchó a cumplir lo prometido. Era un hombre bajo y calvo; iba vestido con una chaqueta de hombros altos y chaleco, calzones de color apagado y largos, y polainas del mismo color. Por su vestido, podría ser tanto un oficinista como un criado, y de hecho hacía tiempo que era las dos cosas. No llevaba ningún ornamento, excepto un reloj hundido en las profundidades del correspondiente bolsillo gracias a una vieja cinta negra, y tenía una llave de cobre deslucida encima para indicar el lugar en que se hundía. Tenía la cabeza ladeada y se movía de costado, como un cangrejo, como si sus cimientos hubieran cedido al mismo tiempo que los de la casa y también fuera necesario apuntalarlo.
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