—Soy tan débil —se dijo Arthur Clennam cuando el hombre se marchó— que una acogida como ésta podría hacer que se me saltaran las lágrimas. A mí, que no conozco otra cosa, que nunca he conocido otra cosa.
Podría hacerlo y lo hizo. Fue una debilidad momentánea en una naturaleza decepcionada desde la aurora primera de sus percepciones y que todavía no había renunciado a todos sus anhelos llenos de esperanza. Los viejos muebles estaban en su antiguo sitio: las plagas de Egipto, atenuadas por las plagas de Londres —las moscas y el humo—, enmarcadas y congeladas, colgaban de las paredes. El viejo mueble bar vacío, forrado de plomo, como una especie de ataúd con compartimientos; el viejo armario oscuro, también vacío, del que había sido en muchas ocasiones el único contenido en días de castigo, cuando lo contemplaba como la verdadera entrada de un destino hacia el cual, según el librito mencionado, avanzaba al galope. Estaba, sobre el aparador, el reloj grande y anguloso que en su imaginación lo miraba ceñudo y con feroz regocijo cuando se retrasaba con las lecciones y que, cuando se le daba cuerda una vez a la semana con una manecilla de hierro, sonaba como si gruñera de satisfacción al imaginar las miserias que le traía. Pero estaba también otra vez el anciano diciendo:
—Arthur, iré delante de usted para iluminarle el camino.
Arthur lo siguió por las escaleras, revestidas de unas planchas de madera que parecían lápidas, hasta llegar a una habitación mal iluminada, el suelo de la cual se había ido hundiendo gradualmente de tal manera que la chimenea descansaba sobre una hondonada. En esa hondonada, en un sofá que parecía un féretro, recostada en una gran almohada cilíndrica similar al tajo que se utilizaba en las ejecuciones de los viejos tiempos, se encontraba su madre, vestida de luto.
Desde sus primeros recuerdos, su padre y su madre nunca habían estado de acuerdo en nada. Una de las ocupaciones más apacibles de su infancia había sido mirar alternativamente, sentado en silencio, uno y otro rostro enfrentados. Su madre le dio un beso helado y le tendió cuatro dedos rígidos envueltos en estambre. Tras el saludo, Arthur se sentó al otro lado de una mesilla. Había un fuego encendido, igual que lo había estado noche y día a lo largo de quince años. Y había una tetera en la lumbre, como noche y día a lo largo de quince años. Había un montoncito de cenizas sobre el fuego, sofocándolo, y otro montoncito bajo la rejilla, como noche y día a lo largo de quince años. En la habitación mal ventilada olía a tinte n***o; el fuego llevaba quince meses extrayendo vapores del brazalete n***o y de la tela del vestido de luto, y quince años del sofá que parecía un ataúd.
—Madre, veo que esto es un cambio, comparado con sus viejas costumbres activas.
—El mundo se ha reducido a estas dimensiones, Arthur —contestó la madre recorriendo la habitación con la mirada—. Tengo la suerte de que nunca me interesaran sus huecas vanidades.
La vieja influencia de su presencia y de su voz seca y fuerte tuvo tal peso sobre su hijo que éste sintió de nuevo el escalofrío de timidez y reserva de su infancia.
—¿No sale nunca de su habitación, madre?
—Con mi reumatismo y con la debilidad nerviosa que lo acompaña, da lo mismo cómo se llame, he perdido la capacidad de mover las piernas. No salgo nunca de mi habitación, no he pasado por esta puerta desde… díselo —ordenó, hablando por encima de su hombro.
—Las próximas Navidades se cumplirá la docena de años —respondió una voz cascada desde la oscuridad.
—¿Affery? —preguntó Arthur, mirando hacia allí.
La voz cascada contestó que sí y una anciana se adelantó hacia la luz incierta; besó la mano de la señora de la casa y desapareció otra vez en la oscuridad.
—Puedo ocuparme de mis tareas diarias —dijo la señora Clennam indicando vagamente con la mano derecha, envuelta en estambre, una silla de ruedas delante de un escritorio cerrado— y doy las gracias por ese privilegio. Es un gran privilegio. Pero no hablemos de negocios hoy. Mala noche, ¿verdad?
—Sí, madre.
—¿Está nevando?
—¿Nevando? Si sólo estamos en septiembre.
—Todas las estaciones son iguales para mí —contestó la mujer con una expresión de triste magnificencia—. Aquí, encerrada, no me entero de si es verano o es invierno. El Señor ha tenido a bien colocarme más allá de estas cosas.
Con su frío cabello gris y sus fríos ojos grises, su rostro hierático, tan rígido como los pliegues de su pétreo tocado, que estuviera fuera del alcance de las estaciones parecía una consecuencia lógica de estar fuera del alcance de cualquier emoción cambiante.
En la mesilla tenía dos o tres libros, un pañuelo, las gafas de acero que acababa de quitarse y un anticuado reloj de oro en una pesada caja doble. Sus ojos y los de su hijo se detuvieron a la vez sobre ese objeto.
—Veo que le llegó el paquete que le mandé a la muerte de mi padre, madre.
—Ya lo ves.
—Nunca había visto que mi padre mostrara tanta inquietud. Quería que recibiera usted este reloj.
—Lo guardo aquí en memoria de tu padre.
—No expresó su deseo hasta el final; cuando sólo tenía fuerzas para cogerlo y farfullar con poca claridad: «Tu madre». Un momento antes, pensaba que estaba desvariando, como llevaba haciendo varias horas (creo que no padeció en toda su breve enfermedad), y de repente lo vi volverse en la cama e intentar abrirlo.
—Entonces, ¿no deliraba cuando intentó abrirlo?
—No, en ese momento estaba en su pleno juicio.
La señora Clennam negó con la cabeza aunque no expresó con claridad si en una señal de despedida al fallecido o de negativa ante la opinión de su hijo.
—Tras la muerte de mi padre, abrí el reloj pensando que tendría algún tipo de memorándum. Pero no hace falta que le diga, madre, que no había otra cosa que el viejo papel de seda con dibujos que sin duda usted encontró en su sitio, entre las tapas, ahí donde yo lo encontré y lo dejé.
La señora Clennam asintió; después dijo:
—No hablemos de negocios en un día como hoy —y luego añadió—: Affery, son las nueve.
Al oír eso, la anciana recogió la mesita, salió de la habitación y regresó en seguida con una bandeja en la que había un plato de tostadas y una pequeña porción de mantequilla fresca, simétrica, blanca y esponjosa. El viejo, que no se había movido de la puerta, contemplando a la madre en el piso de arriba igual que había contemplado al hijo en el piso de abajo, salió al mismo tiempo y, tras una ausencia algo mayor, regresó con otra bandeja con una botella de oporto casi llena (que, a juzgar por el jadeo, traía del sótano), un limón, un azucarero y una caja de especias. Con esos materiales y la ayuda de la tetera, llenó un vasito con una mezcla caliente y aromática, medida y preparada con la misma precisión que si se tratara de una receta del médico. La señora Clennam mojó en la mezcla algunas de las tostadas y se las comió; mientras tanto, la anciana ponía mantequilla en otras que se comería sin acompañamiento. Cuando la inválida se hubo comido todas las tostadas y hubo bebido toda la mezcla, retiraron las dos bandejas y volvieron a colocar los libros, la vela, el reloj, el pañuelo y las gafas. Entonces se puso las gafas y leyó en voz alta varios pasajes de un libro —con firmeza, ferocidad e incluso ira— orando para que sus enemigos (con su tono y actitud los hacía totalmente suyos) fueran pasados por la espada, consumidos por el fuego, devorados por la peste y la lepra, para que sus huesos quedaran reducidos a polvo y fueran totalmente exterminados. Mientras leía, para su hijo los años iban retrocediendo como si fuera un sueño, y se cernieron sobre él los viejos horrores de lo que habían sido los preparativos habituales antes de irse a dormir.
La mujer cerró el libro y estuvo un rato con el rostro oculto por una mano. Lo mismo hizo el anciano, que seguía impasible; y eso mismo hizo también, probablemente, la anciana que se encontraba en la parte más oscura de la habitación. Después, la mujer enferma estuvo ya dispuesta para irse a la cama.
—Buenas noches, Arthur. Affery se ocupará de acomodarte. Tócame con cuidado porque tengo la mano muy sensible.
Tocó la envoltura de estambre de la mano —como si no fuera nada: si su madre hubiera estado envuelta en bronce no habría habido mayores barreras entre ellos— y siguió a los ancianos hacia el piso inferior.
La mujer le preguntó, cuando estuvieron solos en las densas sombras del salón, si quería algo de cena.
—No, Affery, nada de cena.
—Como quiera —dijo Affery—. En la despensa está la perdiz de mañana, la primera de este año. Diga una palabra y se la preparo.
No, no hacía mucho que había cenado y no quería comer nada más.
—Entonces, beba algo —dijo Affery—. Puede beber de su botella de oporto, si quiere. Diré a Jeremiah que me ha ordenado que se la traiga.
—No, tampoco me apetece.
—No hay motivo, Arthur —dijo la anciana, inclinándose hacia él para susurrar— para que les tenga un miedo feroz aunque yo se lo tenga. La mitad de los bienes son suyos, ¿verdad?
—Sí, sí.
—Entonces, no se acobarde. Usted es listo, ¿verdad, Arthur?
Éste asintió, ya que ella parecía esperar una afirmación.
—Entonces, ¡plántese! Ella es listísima y sólo una persona lista puede dirigirle la palabra. Él también es listo, listísimo, y le da la réplica cuando quiere, claro que sí.
—¿Su marido le contesta?
—¿Que si lo hace? Me pongo a temblar de pies a cabeza cuando le contesta. Mi marido, Jeremiah Flintwinch [5] , es capaz de derrotar incluso a su madre. ¡Mire si es listo!
El rumor de los pasos del aludido, arrastrando los pies, hizo que la mujer se retirara al otro extremo de la habitación. Aunque era una anciana alta, poco agraciada y nervuda, que en su juventud podría haberse alistado en la infantería sin correr grave riesgo de que la descubrieran, se derrumbaba ante aquel anciano de ojos vivos y aire de cangrejo.
—Venga, Affery —dijo éste—, mujer, ¿qué estás haciendo? ¿No eres capaz de encontrar algo de comer para el señorito Arthur?
El señorito Arthur volvió a repetir que no deseaba tomar nada.
—Bien, entonces —dijo el anciano—. Hazle la cama, espabila.
Tenía el cuello tan torcido que los extremos de los lazos del pañuelo blanco que llevaba ahí anudado le rozaban una de las orejas; su mordacidad y su energía naturales, siempre en lucha con la costumbre impuesta de la represión, daban a sus rasgos una expresión hinchada y contenida; en conjunto, tenía un curioso aspecto, como si se hubiera ahorcado en algún momento de su vida, alguien hubiera cortado la cuerda a tiempo y, desde entonces, no hubiera cambiado de postura.
—Mañana tendrán una conversación amarga, Arthur, usted y su madre —dijo Jeremiah—. Aunque hemos dejado que sea usted quien se lo diga, su madre sospecha que ha abandonado el negocio a la muerte de su padre y no lo dejará pasar así como así.
—He renunciado a todas las cosas de la vida por el negocio y ahora ha llegado el momento de dejarlo.