—¡Adiós! —dijo el señor Meagles—. Ésta es nuestra despedida, ya que madre y yo nos hemos despedido ya del señor Clennam aquí presente y él sólo está esperando para despedirse de Tesoro. ¡Adiós! Probablemente no volvamos a vernos.
—En esta vida nos cruzamos con personas que proceden de muchos lugares extraños y se nos acercan por muchos caminos extraños —fue la tranquila respuesta—. Y lo que esté escrito que tengamos que hacerles o que nos tengan que hacer, sucederá.
Pronunció estas palabras de una manera que algo chirrió en los oídos de Tesoro: daban a entender que lo que se hiciera sería necesariamente malo y, sin poderlo remediar, la muchacha cuchicheó: «Oh, padre», y se encogió con un gesto infantil de niña mimada para acercarse más a él. La señorita Wade no dejó de advertirlo.
—Su linda hija se sobresalta al pensar en estas cosas —dijo, mirándola abiertamente—; sin embargo, puede estar segura de que hay hombres y mujeres que están ya en camino y cuyas ocupaciones se mezclarán con las suyas inevitablemente. No le quepa duda. Quizá vengan desde cientos o miles de kilómetros de distancia, del otro lado del mar; quizá estén ya cerca; quizá estén acercándose sin que lo sepa ni pueda hacer nada para evitarlo, desde las cloacas más abyectas de esta misma ciudad.
Con la más fría de las despedidas y con un gesto de cansancio que daba una expresión marchita a un rostro todavía joven, salió de la habitación.
A continuación tuvo que recorrer muchas escaleras y pasillos para llegar desde aquella zona del espacioso hotel a la habitación que había reservado a su nombre. Ya casi había terminado el trayecto y cruzaba el pasillo en el que se encontraba su cuarto, cuando oyó airados murmullos y sollozos. A través de una puerta abierta vio a la camarera de la joven a la que acababa de dejar; la doncella que llevaba un curioso nombre.
Se detuvo para mirar a la muchacha, ¡una joven hosca y colérica! El abundante cabello n***o le caía sobre la cara, congestionada y furiosa, y, mientras bramaba, se tiraba de los labios con una mano despiadada.
—¡Bestias egoístas! —decía la muchacha entre sollozos y suspiros—. ¡Les da igual lo que sea de mí! ¡Me dejan aquí, hambrienta, sedienta y cansada, para que me muera de hambre, les da igual! ¡Bestias! ¡Demonios! ¡Sinvergüenzas!
—Pobrecilla, dime qué te pasa.
La joven alzó repentinamente los ojos enrojecidos y se detuvo con las manos en el aire cuando iba a pellizcarse el cuello, donde se veían ya marcas rojizas recientes.
—¿Y a usted qué le importa? Lo que a mí me pase le da igual a todo el mundo.
—Claro que me importa, me da pena verte así.
—A usted no le da ninguna pena —dijo la joven— sino que se alegra. Y usted sabe que se alegra. Sólo me he puesto así dos veces durante la cuarentena, y las dos ha aparecido usted, me da miedo.
—¿Te doy miedo?
—Sí, aparece usted como mi propia rabia, mi propio mal genio y mi… yo que sé, no sé lo que es. Pero ¡es que me maltratan, me maltratan, me maltratan! —Al llegar a este punto regresaron los sollozos y las lágrimas, y volvió a lastimarse con la mano que había quedado en suspenso.
La visitante se quedó mirándola con una sonrisa extrañamente atenta. La furia de la joven y cómo se debatía era un espectáculo; como si la desgarraran antiguos demonios.
—Soy dos o tres años menor que ella, pero ¡tengo que ser yo quien la cuide, como si fuera mayor, y a ella la miman y la llaman Nena! Odio ese nombre, la odio. La están convirtiendo en una idiota, la miman demasiado. Sólo piensa en sí misma, me hace tan poco caso como si yo fuera una piedra en el camino —prosiguió la joven.
—Tienes que tener paciencia.
—¡No quiero tener paciencia!
—No debe importarte que se ocupen mucho de sí mismos y poco de ti.
—Pues me importa.
—¡Ssssst! Sé más prudente. Olvidas que ocupas una posición subalterna.
—Me da igual. Me escaparé. Haré algo mal, no quiero aguantar más, no puedo aguantar más. ¡Si intento aguantarlo, me moriré!
La observadora se había llevado la mano al pecho y contemplaba a la muchacha como la víctima de una enfermedad contemplaría con curiosidad la disección y exposición de un caso análogo al suyo.
La joven rabiaba y batallaba con toda la fuerza de su juventud y vitalidad, hasta que, poco a poco, sus exclamaciones airadas se fueron convirtiendo en murmullos entrecortados, como si experimentara algún dolor. Y poco a poco, fue cayendo en una silla, después sobre las rodillas, después al suelo, junto a la cama, arrastrando la colcha consigo, en parte para esconder su rostro avergonzado y su cabello húmedo y en parte, al parecer, para estrecharla contra su pecho arrepentido a falta de algo mejor que abrazar.
—¡Váyase, váyase! Cuando estoy furiosa me pongo como loca. Sé que podría evitarlo si me esforzara, y muchas veces me esfuerzo, pero otras veces no quiero y no lo hago. ¡Qué cosas he dicho! Cuando las decía sabía que eran mentiras. Piensan que se ocupan de mí y tengo todo lo que quiero. Son muy buenos y los quiero mucho, nadie sería tan bueno como ellos con una criatura desagradecida. Váyase, váyase de aquí, me da usted miedo. Me doy miedo cuando me entran estos ataques y también me da miedo usted. Aléjese de mí y déjeme llorar y rezar para que Dios me haga mejor persona.
Fue pasando el día y de nuevo la amplia mirada lo abarcó todo; y la noche calurosa llegó a Marsella, durante la cual el grupo de la mañana se dispersó y cada uno tomó su camino. Y así, día y noche, bajo el sol y las estrellas, trepando por las colinas polvorientas y abriéndonos paso penosamente por las tediosas llanuras, viajando por tierra y por mar, yendo de un lado a otro de modo absurdo, para encontrarnos, actuar y reaccionar en nuestro trato con los demás, nos movemos todos, viajeros incansables, por el peregrinaje de esta vida.