Capítulo II-2

2002 Words
—Le agradezco mucho la confianza que me muestra. —No hay de qué —contestó el señor Meagles—. Y ahora, señor Clennam, tal vez pueda preguntarle si ha tomado una decisión sobre dónde irá a continuación. —Pues no. Tengo tan pocas raíces que me arrastra cualquier corriente. —Me parece tan extraordinario, si me permite la libertad de opinar, que no vaya directamente a Londres —dijo el señor Meagles en el tono de quien da un consejo personal. —Quizá termine en Londres. —Ah, pero yo me refería a su falta de voluntad de ir. —No tengo ninguna voluntad. Es decir —aclaró sonrojándose un poco—, ningún deseo concreto. Fui educado por una fuerza que me rompió, no me doblegó; fui aplastado con un objetivo que jamás se me consultó y que nunca fue el mío; me embarcaron al otro extremo del mundo antes de la mayoría de edad y me exiliaron allí hasta que murió mi padre, hace un año; he estado dando vueltas a un molino que siempre he odiado. ¿Qué se espera de mí, alcanzada la mediana edad? ¿Voluntad, objetivos, esperanza? Todas esas luces se apagaron antes de que pudiera pronunciar esas palabras. —¡Enciéndalas de nuevo! —exclamó el señor Meagles. —Ah, eso es fácil decirlo. Señor Meagles, soy hijo de unos padres duros. Soy hijo único de unos padres que todo lo sopesaban, medían y tasaban, y para quienes lo que no podía pesarse, medirse y tasarse no existía. Personas estrictas que, como se dice comúnmente, profesaban una religión severa; su auténtica religión era un triste sacrificio de los gustos y simpatías ajenos, ofrecidos como parte del trato que les garantizara la seguridad de sus posesiones. Rostros austeros, disciplina inflexible, penas en este mundo y terror en el próximo… nada amable o agradable en ningún lugar y el vacío en mi corazón acobardado en todas partes: eso fue mi infancia, si es que puede emplearse esa palabra para aplicarla a semejante inicio en la vida. —¿De veras? —preguntó el señor Meagles, muy incómodo ante la imagen que se le ofrecía—. Unos principios muy duros. Pero, vamos, ahora debe estudiar, aprovechar lo que tenga, como un hombre práctico. —Si las personas que normalmente llamamos prácticas lo fueran en el sentido que usted indica… —Caramba, claro que lo son —dijo el señor Meagles. —¿De veras? —Bueno, eso supongo —contestó el señor Meagles pensando un poco—. No queda más remedio que ser práctico, y eso somos la señora Meagles y yo. —Entonces, mi camino desconocido es más sencillo y útil de lo que esperaba —dijo Clennam, negando con la cabeza y con una sonrisa grave—. Bueno, ya hemos hablado bastante de mí, aquí está el barco. El barco estaba lleno de los sombreros de tres picos contra los que el señor Meagles sentía una aversión nacional; los portadores de esos sombreros desembarcaron y subieron los escalones, y todos los viajeros en cuarentena se congregaron. A continuación, los de los sombreros sacaron multitud de papeles y se pusieron a pasar lista con mucha firma, sello, estampilla, tinta y secado de tinta, lo que dio resultados borrosos, arenosos e indescifrables. Finalmente, todo se hizo de acuerdo con las normas y los viajeros pudieron partir libremente hacia donde quisieron. Apenas prestaron atención a la mirada cegadora, satisfechos por haber recuperado la libertad, de modo que revolotearon por el puerto en alegres botes y se reunieron en un gran hotel con celosías cerradas que no admitían la luz del sol y donde los suelos desnudos, los altos techos y los resonantes pasillos atemperaban el calor intenso. Allí, una gran mesa en una gran sala no tardó en verse profusamente cubierta de una espléndida comida; y los recintos de la cuarentena quedaron desiertos, apenas un recuerdo entre los platos exquisitos, frutos del sur, vinos frescos, flores de Génova, nieve de las cumbres y todos los colores del arco iris lanzando destellos en los espejos. —Ahora ya no odio aquellas monótonas paredes —dijo el señor Meagles—. Uno siempre empieza a perdonar un lugar tan pronto como lo abandona; me atrevería a decir que, en cuanto sale, el preso empieza a atenuar el odio que siente por su cárcel. Eran unas treinta personas que conversaban, pero forzosamente en diversos grupos. Padre y madre Meagles se habían sentado a ambos lados de su hija, en un extremo de la mesa; en el lado opuesto estaba el señor Clennam; un caballero francés alto de cabello y barba negros como ala de cuervo, de un aspecto moreno y terrible, para no decir distinguidamente diabólico (pero que se había mostrado como el más afable de los hombres); y una joven y hermosa inglesa que viajaba sola, de rostro orgulloso y observador, que siempre se apartaba de los demás o bien éstos la evitaban: nadie, tal vez sólo ella, podría haber dicho cuál de ambas cosas. El resto del grupo lo integraban los individuos de costumbre: viajeros de negocios y viajeros por placer; oficiales de la India con permiso; mercaderes que comerciaban con Grecia y con Turquía; un clérigo inglés, vestido con un chaleco estrecho sin pretensiones, en viaje de novios con su joven esposa; unos majestuosos papá y mamá ingleses, de clase patricia, con tres hijas creciditas que llevaban un diario para mayor confusión de sus congéneres; y una vieja y sorda madre inglesa, curtida en viajes, con una hija definitivamente crecida que recorría el universo entero tomando apuntes del natural con la esperanza de dibujarse casada algún día. La inglesa de aspecto reservado se mostró en desacuerdo con la última observación del señor Meagles. —¿Quiere decir que el preso perdona a su prisión? —preguntó, lentamente y con énfasis. —Sí, sobre eso especulaba, señorita Wade, pero no pretendo saber con exactitud cómo se siente un preso, ya que nunca había estado preso antes de ahora. — Mademoiselle duda de que sea tan fácil perdonar —dijo el caballero francés en su idioma. —Eso es. Tesoro tuvo que traducir estas intervenciones al señor Meagles, el cual, en ninguna circunstancia adquiría el menor conocimiento de la lengua del país que estuviera visitando. —Vaya —contestó finalmente—. Qué pena, ¿no les parece? —¿Que no me crea sus palabras? —preguntó la señorita Wade. —No, no es eso, sino que a usted no le parezca fácil perdonar. —La experiencia me ha hecho cambiar de opinión en muchos sentidos —contestó ella con calma— a lo largo de los años. Según tengo entendido, es la manera habitual de madurar. —Bueno, bueno. Pero no me dirá usted que lo natural es guardar rencor —dijo el señor Meagles alegremente. —Si me hubieran encerrado en un lugar para que penara y sufriera, odiaría ese lugar para siempre y desearía quemarlo o arrasarlo, de eso estoy segura. —De armas tomar, ¿verdad? —dijo el señor Meagles al francés, ya que otra de sus costumbres era la de dirigirse a individuos de todas las naciones en inglés coloquial, convencido de que de un modo u otro tenían que entenderlo—. Convendrá conmigo en que nuestra bella amiga es de rompe y rasga. El caballero francés contestó cortésmente: — Plaît-il? [3] —En mi opinión, tiene usted razón —contestó el señor Meagles con gran satisfacción por su parte. Como el desayuno empezaba a languidecer, el señor Meagles dirigió un pequeño discurso a los presentes, breve y sensato, teniendo en cuenta que era un discurso, y cordial. En el que dijo que, puesto que el azar los había unido y se habían entendido bien y estaban a punto de dispersarse y, probablemente, no volverían a verse, lo mejor que podían hacer era despedirse, desearse buena suerte y brindar todos a la vez con una copa de champán fresco. Así hicieron y, tras estrecharse la mano, el grupo se disolvió para siempre. La joven dama solitaria no había dicho una palabra más. Se había puesto en pie con los demás y se había retirado en silencio a un rincón alejado de la gran sala, donde se había sentado en un sofá, junto a la ventana, como si contemplara el reflejo plateado del agua que temblaba en la celosía. Se había alejado de toda la sala, como si la soledad fuera producto de una decisión altiva. Sin embargo, habría sido tan difícil como en otras ocasiones afirmar que era ella quien evitaba a los demás o justo lo contrario. La sombra en la que se encontraba, y que le caía como un velo sombrío sobre la frente, encajaba perfectamente con su tipo de belleza. Era arduo contemplar aquel rostro, inmóvil y desdeñoso, enmarcado por unas cejas oscuras y arqueadas, y los pliegues del cabello oscuro sin preguntarse cómo sería su expresión si cambiara. Parecía prácticamente imposible que se suavizara o dulcificara; la mayoría de los observadores, por el contrario, darían por hecho que, de producirse algún cambio, éste podría derivar hacia un gesto de enfado o desafío. En aquel momento, su rostro carecía de una expresión elaborada; si bien no tenía un gesto franco, tampoco manifestaba fingimiento alguno. «Soy reservada e independiente; tanto me da vuestra opinión; no me interesáis, no me importáis, y os oigo y os veo con indiferencia», decía con toda claridad. Lo decían los ojos orgullosos, las ventanas de la nariz abiertas, la boca hermosa pero de labios apretados, incluso crueles. Y, aunque dos de las mencionadas vías de expresión hubieran estado ocultas, la tercera habría continuado impasible. Y, si se hubieran velado las tres, habría bastado un movimiento de la cabeza para revelar un carácter indómito. Tesoro se había acercado hasta ella (su familia y el señor Clennam, que eran ya los únicos ocupantes de la sala, habían estado comentando su actitud) y se detuvo a su lado. —¿Está usted… —la señorita Wade volvió los ojos hacia Tesoro y ésta vaciló—… esperando a alguien, señorita Wade? —¿Yo? No. —Mi padre va a enviar a un mozo a la Poste Restante, será un placer pedirle que pregunte si hay cartas para usted, si lo desea. —Muchas gracias, pero ya sé que no habrá ninguna. —Nos inquietaría —dijo Tesoro, sentándose a su lado con timidez y cierta ternura— que se sintiera sola cuando nos hayamos ido. —¡No me diga! —Por supuesto —dijo Tesoro con tono de disculpa, cohibida por su mirada—, no creemos que hasta el momento le hayamos hecho compañía o que podamos hacérsela; ni siquiera que usted lo desee. —No ha sido mi intención dar a entender que deseaba compañía. —No, claro que no —dijo Tesoro, tocándole tímidamente la mano que permanecía inmóvil entre ambas en el sofá—, pero ¿no desea que mi padre le preste algún servicio? Lo hará con sumo placer. —Será un placer —insistió el señor Meagles acercándose con su esposa y Clennam—. Menos hablar francés, haría cualquier cosa por usted, se lo aseguro. —Se lo agradezco muchísimo —contestó ella—, pero lo tengo ya todo organizado y prefiero hacer las cosas sola y a mi modo. —¿De veras? —dijo el señor Meagles para sí mientras la examinaba con una mirada desconcertada—. ¡Bien, también es buena muestra de carácter! —No estoy muy acostumbrada a la compañía de señoritas y me temo que no la aprecie como otros harían. Les deseo buen viaje, ¡adiós! Dio la impresión de que, si por ella fuera, no habría extendido la mano, pero el señor Meagles le tendió la suya de tal modo que no pudo hacer caso omiso. Así que se la dio con la misma indiferencia con que antes la había dejado sobre el sofá.
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