Capítulo II
Compañeros de viaje
—Hoy no se oyen alaridos como los de ayer, ¿verdad, señor?
—No he oído ninguno.
—Entonces, puede estar seguro de que no los hay. Cuando esta gente grita, grita para que la oigan.
—Como casi todo el mundo, imagino.
—Ah, pero esta gente siempre grita. Si no grita, no está contenta.
—¿Se refiere a los marselleses?
—Me refiero a los franceses. Siempre están gritando. Marsella ya sabemos cómo es. Ha dado al mundo el mayor canto a la insurrección jamás compuesto. No podría existir sin todo ese allez y marchez hacia un sitio u otro: a la victoria, a la muerte, al incendio o lo que sea.
El que así hablaba, con un frívolo buen humor, miraba, con el mayor desprecio por la ciudad, por encima del muro que hacía de parapeto; y, adoptando una posición decidida, con las manos en los bolsillos y jugueteando con las monedas que ahí tenía, apostrofó con una breve carcajada:
— Allez y marchez, claro que sí. ¡Sería más encomiable, me parece a mí, que permitieras que los demás allerán y marcherán a sus honrados negocios en vez de encerrarlos en una cuarentena!
—Bastante fatigosa —dijo el otro—, pero saldremos hoy.
—¡Saldremos hoy! —repitió el primero—. Que salgamos hoy agrava incluso el disparate. ¡Salir! ¿Y por qué nos metieron dentro?
—Me parece a mí que por ningún motivo importante, pero como venimos del este y en Oriente hay peste…
—¡Peste! —repitió el otro—. De eso me quejo, desde que llegué me siento apestado. Soy como un hombre cuerdo encerrado en un manicomio; no puedo soportar la sospecha. He llegado más sano que nunca, pero sospechar que tengo la peste es como contagiármela. La he tenido… y la tengo.
—Pues lleva usted muy bien la enfermedad, señor Meagles —dijo su interlocutor con una sonrisa.
—No, si conociera bien la situación sería la última observación que se le ocurriría. Me he despertado noche tras noche diciéndome: ya la tengo, ya la he contraído, ahora sí que se está desarrollando, ahora, con tantas precauciones, estos individuos han conseguido que la tenga. Vaya, si es que preferiría que me atravesaran con una aguja y me pincharan en un cartón para coleccionarme como un escarabajo antes de tener que llevar la vida que he llevado aquí.
—Vamos, señor Meagles, no insista más, ahora que ha terminado —lo apremió una alegre voz femenina.
—¡Terminado! —repitió Meagles, que parecía encontrarse (aunque sin ningún resquemor) en ese especial estado de ánimo en que toda palabra que añada otra persona constituye una nueva ofensa—. ¡Terminado! ¿Y por qué no iba yo a decir nada más aunque todo haya terminado?
Era la señora Meagles quien se había dirigido al señor Meagles; y la señora Meagles era, como el señor Meagles, sana y atractiva, con un agradable rostro inglés que, tras observar durante más de cincuenta y cinco años objetos sencillos y cotidianos, había acabado convertida en un brillante reflejo de éstos.
—Nada, déjalo, déjalo, padre —dijo la señora Meagles—. Por el amor de Dios, consuélate con Tesoro.
—¿Con Tesoro? —repitió el señor Meagles, todavía ofendido. Tesoro, sin embargo, que estaba justo detrás de él, lo tocó en el hombro y el señor Meagles inmediatamente perdonó a Marsella en el fondo de su corazón.
Tesoro tendría unos veinte años. Era una joven hermosa con un espléndido cabello castaño que le caía suelto en rizos naturales. Una muchacha preciosa con un rostro franco y ojos espléndidos; tan grandes, tan tiernos, tan brillantes y tan bien situados en un rostro de expresión dulce. Era éste de líneas redondas, lozano, con hoyuelos, de expresión consentida, y tenía un aire de timidez y sumisión que constituía la mejor de las debilidades y le confería un encanto supremo del que una muchacha tan joven y agradable podría perfectamente haber prescindido.
—Y ahora le formularé una pregunta bien sencilla —dijo el señor Meagles con el tono más tierno y confidencial, dando un paso atrás y obligando a su hija a dar un paso hacia delante para que pudiera así ilustrar su argumento—, de hombre a hombre, ¿ha visto alguna tontería mayor que la de poner a Tesoro en cuarentena?
—En conclusión, ha hecho que la cuarentena fuera incluso agradable.
—Sin duda —dijo Meagles—, y le agradezco la observación. Oye, Tesoro, querida, será mejor que vayas con tu madre y te prepares para subir al barco. El funcionario de Sanidad y una serie de farsantes con sombreros de tres picos van a venir para dejarnos salir de aquí de una vez; y todos nosotros, los pájaros enjaulados, vamos a desayunar juntos de un modo más cristiano antes de volar a nuestros diferentes destinos. Tattycoram, no te alejes de la señorita.
Dijo esto dirigiéndose a una hermosa joven de ojos y cabello de un brillante color n***o, muy pulcramente vestida, que contestó con una leve inclinación cuando se alejó tras la señora Meagles y Tesoro. Las tres cruzaron la explanada desnuda y agostada y desaparecieron por un arco blanco. El compañero del señor Meagles, un hombre de gesto grave y tez oscura, de unos cuarenta años, siguió contemplando el arco después de que desaparecieran; hasta que el señor Meagles le dio unos golpecitos en el brazo.
—Usted perdone —dijo con un sobresalto.
—No hay de qué —contestó el señor Meagles.
Anduvieron en silencio de un lado a otro a la sombra de la pared para disfrutar, desde la altura en que estaban situados los barracones de la cuarentena, del escaso refresco de la brisa marina de las siete de la mañana. El acompañante del señor Meagles reanudó la conversación.
—¿Puedo preguntarle cómo se apellida…?
—¿Tattycoram? —le interrumpió Meagles—. No tengo la más remota idea.
—Pensaba que… —dijo el otro.
—¿Tattycoram? —sugirió de nuevo el señor Meagles.
—Gracias… Pensaba que Tattycoram era un apellido y algunas veces me ha llamado la atención por su rareza.
—Mire, lo que sucede es que la señora Meagles y yo somos personas prácticas —dijo el señor Meagles.
—Me lo han dicho ustedes con frecuencia en el curso de las agradables e interesantes conversaciones que hemos tenido caminando arriba y abajo por estas piedras —dijo con una media sonrisa en su rostro grave y oscuro.
—Somos prácticos. Por ese motivo, un día, hace cinco o seis años, cuando llevamos a Tesoro a la iglesia del hospicio… ¿ha oído hablar del hospicio de Londres? Es parecido a la institución para niños abandonados de París.
—Lo he visto.
—Pues bien, un día llevamos a Tesoro a esa iglesia a oír la música… porque, en nuestra condición de personas prácticas, nos tomamos muy en serio la tarea de enseñarle todo lo que nos parece que puede gustarle. Madre, que es como llamo habitualmente a la señora Meagles, se echó a llorar de tal modo que tuvimos que salir. «¿Qué te pasa, madre? —pregunté cuando ya habíamos conseguido calmarla un poco—: Estás asustando a Tesoro, querida». «Sí, ya lo sé, padre —dijo madre—. Pero es que la quiero tanto que se me ha ocurrido una idea». «¿Y qué idea se te ha ocurrido, madre?». «Oh, querido —exclamó madre, prorrumpiendo otra vez en sollozos—, cuando he visto a todos esos niños ordenados en filas, rogando por el padre que ninguno de ellos ha tenido en la tierra al gran Padre de todos nosotros en el Cielo, se me ha ocurrido pensar en si alguna desdichada madre habría ido alguna vez a mirar entre esas caritas, preguntándose cuál era la pobre criatura que había traído a este triste mundo, ¡para que no conociera nunca su amor, sus besos, su rostro, ni siquiera su nombre!». Eso fue una idea práctica de madre, y eso le dije. Dije: «Madre, eso es lo que yo llamo una idea práctica de las tuyas, querida».
Su interlocutor asintió, no sin emoción.
—Así que al día siguiente dije: mira, madre. Tengo que hacerte una propuesta que me parece que te gustará. Llevémonos a una de estas niñas para que sea la doncella de Tesoro. Somos prácticos. De modo que, si encontramos que su carácter tiene algún defecto o sus modales son muy distintos de los nuestros, sabremos encajarlo. Sabemos que tendremos que calcular una enorme diferencia respecto a todas las experiencias e influencias que nos han formado a nosotros: una niña sin padres, sin hermanos ni hermanas, familia propia ni zapatito de Cenicienta o Hada Madrina. Y así fue como encontramos a Tattycoram.
—¿Y el nombre?
—¡Vaya! —dijo el señor Meagles—. Me olvidaba del nombre. Caramba, en la institución la llamaban Harriet Bedel, un nombre elegido de modo arbitrario, claro. Así que de Harriet pasamos a Hattey y de ahí a Tatty porque, como personas prácticas que somos, pensamos que un mote afectuoso sería algo nuevo para ella y le parecería más cariñoso, ¿no cree usted? En cuanto al «Bedel», no es necesario decir que nos pareció totalmente innecesario. Si hay algo que no debe tolerarse es la imposición arbitraria de insolencias y absurdos por parte de la autoridad. Un bedel es una pequeña autoridad que, con chaleco, sobretodo y bastón, representa el apego de los ingleses por las tonterías, ¿ha visto un bedel últimamente?
—Dado que soy un inglés que acaba de pasar más de veinte años en China, pues no.
—En ese caso —dijo el señor Meagles, apoyando el índice sobre el pecho de su interlocutor con gran animación—, será mejor que tampoco lo vea ahora, si puede evitarlo. Cuando veo un bedel con todas sus galas bajando por la calle un domingo, al frente de una fila de chicos de una escuela de caridad, doy media vuelta y salgo corriendo para no pegarle. Descartado el apellido Bedel y dado que el creador de la institución para aquellos pobres expósitos fue una bendita criatura apellidada Coram, pusimos ese apellido a la pequeña doncella de Tesoro. En algunas ocasiones era Tatty, en otras era Coram, hasta que lo mezclamos y ahora la llamamos siempre Tattycoram.
—Su hija es la única que tienen, ya lo sé, señor Meagles —dijo su interlocutor después de ir y volver otra vez en silencio y detenerse unos momentos junto a una tapia para mirar el mar y reanudar de nuevo el paseo—. No es por curiosidad impertinente sino porque he experimentado un gran placer en su compañía, quizá en este laberinto de mundo no vuelva a cruzar palabra con usted y desearía tener un recuerdo exacto de los suyos, pero ¿podría preguntarle si me he equivocado al deducir de las palabras de su buena esposa que han tenido más hijos?
—No, no —dijo el señor Meagles—. No hemos tenido otros hijos, sólo otra más.
—Me temo que sin querer he tocado un tema delicado.
—No se preocupe —dijo el señor Meagles—. Si bien es un asunto serio, tampoco me entristece. Me deja pensativo, pero no triste. Tesoro tuvo una hermana gemela que murió cuando apenas asomaba los ojos, exactos a los de Tesoro, por encima de la mesa, si se sujetaba y se ponía de puntillas.
—¡Ah, vaya!
—Sí, y como somos personas prácticas, la señora Meagles y yo hemos acabado pensando una cosa que tal vez usted entienda o tal vez no. Tesoro y su hermanita eran tan parecidas y tan idénticas que en nuestros pensamientos nunca hemos podido separarlas. En vano nos dirán que nuestra niña era sólo una criatura: para nosotros ha cambiado igual que la niña que sobrevivió. Mientras Tesoro crecía, la otra niña crecía; a medida que Tesoro se ha hecho más sensata y adulta y femenina, su hermana se ha hecho más sensata y femenina en el mismo grado. Sería difícil convencerme de que, si falleciera mañana mismo, no me recibiría, por la gracia de Dios, una hija idéntica a Tesoro; tan difícil como hacerme creer que la misma Tesoro no es una realidad que tengo a mi lado en este momento.
—Lo comprendo —dijo el otro amablemente.
—En cuanto a ella —prosiguió su padre—, la repentina pérdida de su retrato y compañera de juegos, y ese primer contacto con ese misterio a que todos nos llega, si bien no tan temprano, sin duda ha tenido alguna influencia en su carácter. Su madre y yo no éramos jóvenes cuando nos casamos y Tesoro ha llevado siempre una vida de persona mayor con nosotros, si bien hemos intentado adaptarnos a ella. En más de una ocasión nos aconsejaron, cuando tuvo alguna enfermedad, que cambiáramos de clima y de aires con la mayor frecuencia posible, especialmente a esta edad, y que la tuviéramos entretenida. Así pues, como ya no tengo necesidad de estar atado al despacho de un banco (aunque fui pobre en otros tiempos, se lo aseguro; si no hubiera sido así, me habría casado antes con la señora Meagles), nos dedicamos a rondar por el mundo. Por ese motivo nos encontró usted contemplando el Nilo, las Pirámides, la Esfinge, el desierto y todo lo demás; y por eso Tattycoram será, con el tiempo, más viajera que el capitán Cook.