Capítulo I-3

1591 Words
—Y no tardaron en sobrevenir las dificultades de nuestra situación. Soy un hombre orgulloso. Nada diré en defensa del orgullo, pero soy orgulloso. También está en mi carácter el deseo de mandar. No puedo someterme, tengo que dirigir yo. Lamentablemente, los bienes de madame Rigaud estaban a su nombre, tal había sido la insensata decisión de su difunto marido. Más lamentablemente todavía, tenía parientes. Cuando los parientes de una mujer se interponen entre ésta y un marido que es un caballero, que es orgulloso y que tiene la necesidad de mandar, las consecuencias no llevan precisamente a la paz. Había también otra fuente de discordias entre nosotros. Por desgracia, madame Rigaud era un poco vulgar. Intenté corregir sus modales y mejorar su estilo en general, pero ella, con el apoyo de sus parientes, se lo tomó a mal. Empezamos a pelearnos y estas discusiones, propagadas y exageradas por las calumnias de los parientes de madame Rigaud, llegaron a oídos de los vecinos. Dijeron que maltrataba a madame Rigaud; quizá me vieran darle un bofetón, pero nada más. Tengo la mano ligera y, si se me ha visto corregir de ese modo a madame Rigaud, sería poco más que un juego. Si el carácter juguetón de monsieur Rigaud era lo que expresaba su sonrisa en aquel momento, bien podrían haber dicho los parientes de madame Rigaud que preferían que corrigiera en serio a la infortunada mujer. —Soy sensible y valiente. No digo que sea un mérito ser sensible y valiente, pero tal es mi carácter. Si los parientes varones de madame Rigaud se hubieran manifestado abiertamente, yo habría sabido cómo tratarlos. Lo sabían y por ese motivo urdieron sus maquinaciones en secreto; como consecuencia, madame Rigaud y yo tuvimos enfrentamientos frecuentes y lamentables. Ni siquiera cuando yo quería una pequeña cantidad de dinero para mis gastos personales podía obtenerla sin enfrentamientos, ¡y eso tenía que sufrirlo un hombre de carácter d*******e! Una noche, madame Rigaud y yo estábamos paseando amistosamente, diría que como enamorados, por un acantilado sobre el mar. Una mala estrella hizo que madame Rigaud aludiera a sus parientes; razoné con ella y le reproché la falta de fidelidad y devoción que manifestaba al dejarse influir por la celosa animosidad de éstos a su esposo. Madame Rigaud me replicó; yo le repliqué. Madame Rigaud se acaloró; me acaloré y la provoqué. Lo admito. La sinceridad también es rasgo de mi carácter. Finalmente, madame Rigaud, en un acceso de furia que siempre deploraré, se lanzó sobre mí con gritos de ira (sin duda, los que se oyeron a lo lejos), me destrozó la ropa, me tiró del pelo, me hirió las manos, pataleó y, por último, tropezó y se precipitó a la muerte sobre las rocas al pie del acantilado. Tal es la cadena de acontecimientos que la malevolencia ha tergiversado y según la cual yo había intentado convencer a mi mujer para que renunciara a sus derechos y, como ésta se negaba a acceder a mis peticiones, había discutido con ella… ¡y la había asesinado! Dio un paso hacia la repisa en la que se encontraban las hojas de parra, cogió dos o tres y se limpió las manos, dando la espalda a la luz. —Bueno —preguntó tras un silencio—, ¿no tienes nada que decir? —Un caso feo —contestó el hombrecillo, que se había puesto en pie y estaba sacando brillo a la navaja con el zapato mientras apoyaba un brazo en la pared. —¿Qué quieres decir? Giovanni Baptista pulía la hoja en silencio. —¿Quieres decir que no he presentado el caso debidamente? — Altro! —contestó Giovanni Baptista. Ahora la palabra era una disculpa y quería decir: «¡De ningún modo!». —Entonces, ¿qué? —Los presidentes y los tribunales tienen tantos prejuicios… —Bueno —exclamó el otro, echándose un extremo de la capa sobre el hombro con un juramento—: pues entonces, que hagan lo peor. —Eso creo que harán —murmuró Giovanni Baptista para sí mientras inclinaba la cabeza para meterse la navaja en la faja. No dijeron nada más, aunque ambos empezaron a caminar de un lado a otro, lo que los obligaba a cruzarse a cada vuelta. Monsieur Rigaud se detenía de vez en cuando, como si fuera a presentar su caso de otro modo o a formular una protesta airada. Pero, como el signor Cavalletto seguía caminando de un lado para otro en un grotesco trotecillo, con los ojos bajos, esos gestos quedaron en mero conato. Al poco, el ruido de la llave en la cerradura los detuvo a ambos. Se oyó luego ruido de voces y de pasos. La puerta se cerró con un golpe, las voces y los pies fueron subiendo mientras el carcelero ascendió lentamente por las escaleras seguido por una guardia de soldados. — Monsieur Rigaud —dijo, deteniéndose un momento ante la reja con las llaves en la mano—, tenga la bondad de salir. —Por lo que veo, me llevan con toda ceremonia. —De no ser así —contestó el carcelero—, tal vez compareciera ante el tribunal tan maltrecho que sería difícil recomponerlo. Hay ahí fuera una multitud, monsieur Rigaud, que no le tiene el menor aprecio. Desapareció de su vista y descorrió los cerrojos de una portezuela situada en el rincón de la celda. —Venga —dijo al abrirla y aparecer por ella—, salga. De todos los tonos del blanco existentes, ninguno se aproxima a la blancura del rostro de monsieur Rigaud en aquel momento, ni ningún rostro humano expresó jamás el terror como en aquel momento se manifestó en cada una de sus arrugas. Ambas cosas se comparan tradicionalmente con la muerte, pero la diferencia es tan enorme como la que existe entre lo más fiero de un combate y su resultado. Encendió un cigarrillo con el de su compañero; se lo puso entre los dientes y lo apretó con fuerza; se cubrió la cabeza con un sombrero de fieltro de ala flexible; lanzó de nuevo el extremo de la capa sobre el hombro y salió a la galería lateral a la que daba la puerta sin volverse a mirar al signor Cavalletto. En cuanto al hombrecillo, éste había concentrado toda su atención en acercarse a la puerta y mirar por ella. Exactamente igual que un animal salvaje se acercaría a la puerta abierta de su jaula para contemplar la libertad, él dedicó aquellos breves momentos a atisbar el exterior hasta que la puerta se cerró de nuevo. Al mando de los soldados se encontraba un oficial: un hombre profundamente tranquilo, recio y diligente que, con la espada desenvainada en la mano, fumaba un cigarro. Rápidamente, hizo que monsieur Rigaud se colocara en el centro del grupo, se puso al frente con consumada indiferencia, dio la orden de: «¡En marcha!» y bajaron todos por la escalera con un tintineo. La puerta restalló, giró la llave y fue como si hubiera pasado por la celda un rayo de luz insólita, una ráfaga insólita de aire, que se fueron desvaneciendo con la diminuta voluta de humo del cigarro. Todavía en su cautiverio, como un animal inferior —como un mono impaciente o un oso menudo que anduviera sobre dos patas—, el preso, ahora solo, había saltado sobre el antepecho para no perderse ni un instante de esta marcha. Mientras seguía agarrado a la reja con ambas manos, un rugido llegó a sus oídos: gritos, alaridos, juramentos, amenazas, insultos, todo en uno, en una única descarga, como si fuera una tormenta. El deseo de saber qué estaba pasando puso tan nervioso al preso que, en su inquietud, aún se asemejaba más a una bestia enjaulada; saltó ágilmente al suelo, corrió por la celda, saltó de nuevo, se agarró a la reja e intentó sacudirla, bajó de un salto y corrió, subió de un salto y escuchó, y no descansó hasta que el ruido, cada vez más lejano, dejó de oírse. Cuántos presos mejores que él se han consumido de este modo sin que nadie pensara en ellos, sin que lo supieran aquéllos a quienes más querían; mientras los grandes reyes y gobernadores que los habían llevado al cautiverio desfilaban alegremente entre vítores bajo luz del sol. Incluso a estos grandes personajes que han muerto en la cama, con un final ejemplar y un sonoro discurso, ¡la historia, el más servil de sus instrumentos, los ha embalsamado! Finalmente, Giovanni Baptista, que ahora ya podía elegir un lugar dentro de aquellas paredes para echarse a dormir a voluntad, se tumbó en el banco, con el rostro sobre los brazos cruzados, y se quedó dormido. En su sumisión, en su ligereza, en su buen humor, en sus arrebatos y en su facilidad para contentarse con pan duro y piedras duras, en su sueño rápido, en sus furores y sobresaltos, era un verdadero hijo de la tierra que lo había visto nacer. La amplia mirada lo contempló todo durante un rato; el sol se puso con un glorioso esplendor rojo, verde y oro; las estrellas aparecieron en el cielo y las luciérnagas remedaron su brillo en la tierra, de la misma manera que los hombres imitan débilmente la bondad de un orden de cosas superior; las largas y polvorientas carreteras y las llanuras interminables descansaron; y se hizo un silencio tan profundo sobre el mar que éste apenas emitió un suspiro sobre el momento en que entregará a sus muertos.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD