Capítulo I-2

2027 Words
Cuando monsieur Rigaud se echaba a reír, en su rostro se operaba un cambio que resultaba más llamativo que agradable. El bigote ascendía bajo la nariz y la nariz descendía sobre el bigote en una expresión siniestra y cruel. —¡Ya está! —dijo el carcelero dando la vuelta al cesto para sacudir las migas—: ya he gastado todo el dinero que he recibido; aquí está la nota y ya está hecho. Monsieur Rigaud, tal como esperaba ayer, el presidente del tribunal tendrá el placer de encontrarse con usted hoy mismo una hora después del mediodía. —Para juzgarme, ¿eh? —dijo Rigaud, deteniéndose, cuchillo en mano, con un trozo de comida en la boca. —Usted lo ha dicho. Para juzgarlo. —¿Y no hay noticias de lo mío? —preguntó Giovanni Baptista, que había empezado a masticar su pan con aire satisfecho. El carcelero se encogió de hombros. —¡La Virgen! ¿Y voy a pasarme aquí toda la vida, compadre? —¡Yo qué sé! —exclamó el carcelero dando media vuelta con vivacidad meridional y gesticulando con las dos manos y todos los dedos, como si estuviera amenazando con destrozarlo—. Amigo mío, ¿cómo voy a decirle yo cuánto tiempo va a pasar aquí? ¿Qué sé yo, Giovanni Baptista Cavalletto? ¡Así me caiga muerto! Por aquí tenemos algunos presos que no tienen tanta prisa en que los juzguen. Al decir esto, pareció lanzar una mirada de soslayo a monsieur Rigaud; pero éste había vuelto a comer, si bien no con tanto apetito como antes. — Adieu, pajaritos —dijo el guardián de la cárcel cogiendo a su linda hija en brazos y dictándole estas palabras con un beso. —¡ Adieu, pajaritos! —repitió la nena. Su rostro inocente los miró con una expresión tan alegre por encima del hombro de su padre mientras éste se la llevaba cantándole la canción de un juego infantil: ¿Quién anda tan tarde por la calle? Compagnon de la Majolaine! ¿Quién anda tan tarde por la calle? ¡Siempre va contento! que Giovanni Baptista consideró cuestión de honor contestar desde la reja, con buena afinación y buen ritmo, aunque con voz un poco ronca: De todos los caballeros del rey es el primero, compagnon de la Majolaine. De todos los caballeros del rey es el primero, ¡siempre va contento! Canción que los acompañó por las cortas y empinadas escaleras, de tal modo que el carcelero tuvo que detenerse al fin para que su hijita la oyera hasta el final y repitiera el estribillo cuando ambos todavía estaban a la vista. Después desapareció la cabeza de la niña y la cabeza del carcelero desapareció también, pero la vocecita siguió cantando hasta que la puerta se cerró con un golpe. Monsieur Rigaud tropezó en su camino con Giovanni Baptista, que todavía escuchaba los ecos antes de que se extinguieran (incluso los ecos parecían más lentos y debilitados en aquel encierro), y le recordó con un puntapié que debía volver a su oscuro rincón. El hombrecillo se sentó de nuevo en el suelo con la abandonada comodidad de quien está acostumbrado a ese tipo de asiento; y, tras colocarse delante los tres trozos de pan duro y a****r el cuarto, se dispuso a dar cuenta de ellos como si fuera un juego. Tal vez echara un vistazo a la salchicha de Lyon y quizá mirara de reojo la ternera en sabrosa gelatina, pero no estuvieron ahí mucho tiempo esos manjares para hacerle la boca agua; monsieur Rigaud no tardó en liquidarlos a pesar del presidente y del tribunal, y a continuación se chupó los dedos hasta dejarlos tan limpios como pudo y se los secó con las hojas de parra. Después, mientras hacía un alto en la bebida para contemplar a su compañero de celda, su bigote se alzó y su nariz bajó. —¿Qué tal está el pan? —Un poco seco, pero aquí tengo mi propia salsa —contestó Giovanni Baptista, sosteniendo la navaja. —¿Qué salsa? —Puedo cortar el pan así… como si fuera melón. O así… como una tortilla. O así… como un pescado frito. O así… como una salchicha de Lyon —dijo Giovanni Baptista cortando los diversos trozos tal como indicaba y masticando con sobriedad lo que tenía en la boca. —¡Toma! —exclamó monsieur Rigaud—. Bébete esto. Puedes terminártelo. No era un gran regalo, ya que quedaba poco vino; pero el signor Cavalletto, poniéndose en pie de un brinco, cogió la botella con agradecimiento, se la llevó a la boca e hizo chasquear los labios. —Pon la botella con las otras —dijo Rigaud. El hombrecito obedeció la orden y se dispuso a encenderle una cerilla; Rigaud estaba ya liando unos cigarrillos con ayuda de los papelillos cuadrados que le habían traído con el tabaco. —Ten, toma uno. —Mil gracias, capitán —dijo Giovanni Baptista en su lengua y con la cortesía propia de sus compatriotas. Monsieur Rigaud se irguió, encendió un cigarrillo, se guardó el resto del tabaco en un bolsillo del pecho y se tumbó cuán largo era en el banco. Cavalletto se sentó en el suelo sujetándose un tobillo con cada mano y fumando apaciblemente. Los ojos de monsieur Rigaud parecían sentirse incómodamente atraídos por la zona del suelo que el pulgar había señalado en el plano. De tal modo se le iban que el italiano, en más de una ocasión, le siguió la mirada hasta el suelo y de nuevo hasta él con cierta sorpresa. —¡Maldito agujero! —dijo monsieur Rigaud, rompiendo una larga pausa—. ¡Mira la luz del día! ¿Del día? La luz de la semana pasada, de hace seis meses, de hace seis años, ¡una luz débil, muerta! La luz entraba por una conducción cuadrada que cegaba una ventana situada en la pared de la escalera, a través de la cual no se veía el cielo… ni ninguna otra cosa. —Cavalletto —dijo monsieur Rigaud, apartando repentinamente la vista de la conducción hacia la que ambos habían vuelto los ojos de modo involuntario—, ¿me tienes por un caballero? —Claro, claro. —¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —En mi caso, mañana a las doce de la noche se cumplirán once semanas. En el suyo, a las cinco de esta tarde serán nueve semanas y tres días. —¿He hecho algo alguna vez? ¿He tocado la escoba, he extendido las colchonetas o las he enrollado, he recogido las damas o las fichas del dominó o he hecho algún trabajo con las manos? —¡Jamás! —¿Has pensado alguna vez que yo podría llegar a hacer algún tipo de trabajo? Giovanni Baptista contestó con el típico movimiento del índice derecho que es el gesto de negación más expresivo del lenguaje gestual de los italianos. —¡No! Desde el momento en que me viste supiste que yo era un caballero, ¿verdad? — Altro! —contestó Giovanni Baptista cerrando los ojos y moviendo la cabeza con vehemencia. Esta palabra, pronunciada con énfasis genovés, podía indicar confirmación, contradicción, afirmación, negación, insulto, cumplido, burla y cincuenta cosas más, pero en este caso concreto y con una vehemencia mucho más poderosa que cualquier expresión escrita en nuestra lengua familiar, quería decir: «¡Por supuesto que lo creo!». —¡Ajá! ¡Tienes razón! ¡Claro que soy un caballero! ¡Y como caballero viviré y como caballero moriré! ¡Tengo intención de ser un caballero, es justo lo que pretendo y pongo en práctica ahí donde voy, así me caiga muerto! —Se incorporó y se quedó sentado, y, con aire triunfante, exclamó—: ¡Aquí estoy! ¡Mírame! En compañía de un simple contrabandista por voluntad del destino, encerrado con un pobre bandido que no tiene los papeles en regla, al que la policía echó mano por poner su bote, como modo de cruzar la frontera, a disposición de otras personas sin importancia que tampoco tienen los papeles en regla; y que reconoce instintivamente mi posición, incluso con tan poca luz y en este lugar. ¡Bien hecho! ¡Seguro que gano en cualquier circunstancia! De nuevo el bigote subió y la nariz bajó. —¿Qué hora es ahora? —preguntó con una palidez y acaloramiento que difícilmente podía asociarse con la alegría. —Media hora después de mediodía. —¡Bien! El presidente no tardará en tener ante sí a un caballero. ¡Vamos! ¿Quieres que te diga de qué se me acusa? Será ahora o nunca, porque no voy a volver aquí. O me liberan o me preparan para el afeitado. Ya sabes dónde guardan la navaja. El signor Cavalletto se quitó el cigarrillo de los labios entreabiertos y por un momento pareció más incómodo de lo que podría haberse esperado. —Yo soy… — monsieur Rigaud se puso en pie para decirlo—, soy un caballero cosmopolita, no pertenezco a ningún país. Mi padre era suizo, del cantón de Vaud. Mi madre era francesa de origen, nacida en Inglaterra. Yo nací en Bélgica. Soy ciudadano del mundo. El aire teatral, mientras hablaba con un brazo en la cadera entre los pliegues de la capa, y la manera con que parecía despreciar a su compañero tomando, en su lugar, a la pared como interlocutor, sugerían que estaba ensayando para actuar delante del presidente del tribunal ante el que iba a comparecer en breve en vez de estar molestándose en informar a un personaje tan insignificante como Giovanni Baptista Cavalletto. —Pongamos que tengo treinta y cinco años de edad. He visto mundo, he vivido aquí y allá y en todas partes como un caballero. Me han tratado y respetado en todas partes como a un caballero. Si alguien tratara de alegar contra mí que he vivido de mi ingenio, le preguntaría: ¿cómo viven vuestros abogados? ¿Vuestros políticos? ¿Vuestros intrigantes? ¿Los hombres de las finanzas? No dejaba de hacer gestos con la mano, como si ésta fuera un testigo de su condición de caballero que le hubiera prestado ya buenos servicios en ocasiones anteriores. —Llegué a Marsella hace dos años. Reconozco que era pobre; había estado enfermo. Cuando vuestros abogados, vuestros políticos, vuestros intrigantes, vuestros hombres de negocios se ponen enfermos y no han ahorrado dinero, caen en la pobreza. Me alojé en La Cruz de Oro, que entonces era propiedad de monsieur Henri Barronneau, el cual tendría unos sesenta y cinco años y mala salud. Viví en la casa varios meses cuando monsieur Barronneau tuvo la desgracia de morir —en cualquier caso, no tuvo nada de raro esa desgracia; esas cosas suceden con cierta frecuencia— sin ninguna colaboración por mi parte. Giovanni Baptista se había fumado el cigarrillo hasta el extremo y monsieur Rigaud tuvo la magnanimidad de lanzarle otro. Encendió el segundo con la colilla del primero y se lo fumó mirando de refilón a su compañero; el cual, absorto en su caso, apenas lo miraba. — Monsieur Barronneau dejó una viuda. Tenía veintidós años, fama de hermosa y, cosa que no siempre sucede, además lo era. Seguí viviendo en La Cruz de Oro y me casé con madame Barronneau. No me corresponde a mí decir si fue una unión desigual. Aquí estoy, mancillado por la cárcel, pero es posible que me considere usted más apto que el anterior marido. Tenía cierto aire de ser un hombre guapo —cosa que no era— y cierto aire de hombre bien educado —cosa que tampoco era—. En realidad, era sólo un fanfarrón de aire desafiante; pero en este terreno, como en muchos otros, en medio mundo se acepta como prueba la afirmación de un bravucón. —Sea como fuere, fui del gusto de madame Barronneau; espero que eso no vaya a perjudicarme… En ese momento, su mirada se detuvo en Giovanni Baptista; el hombrecillo negó vivamente con la cabeza y repitió infinitas veces por lo bajo como si fuera un argumento: altro, altro, altro, altro…
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