CARTA XXIII

1405 Words
CARTA XXIII EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL Llegaba en mi última carta al punto en que regresé a la quinta, y vuelvo a tomar el hilo de mi cuento. No tuve tiempo sino para vestirme de prisa, y salí a la sala, en donde mi hermosa estaba bordando, mientras el cura del lugar leía la Gaceta a mi anciana tía. Fui a sentarme junto al bastidor. Unas miradas más dulces que de ordinario, y casi acariciadoras, me advirtieron muy luego que el criado había ya dado cuenta de su comisión. En efecto, mi amable curiosa no pudo guardar más tiempo el secreto; y sin temor de interrumpir al venerable sacerdote, cuyo tono parecía no obstante el de un sermón, exclamó: “Yo también tengo una noticia que dar”. Y en seguida contó mi aventura con una exactitud, que hacía honor a su historiador. Ya piensa usted como desenvolvería yo mi modestia; pero, ¿quién sería capaz de detener a una mujer que, sin sospecharlo, hace el elogio del que ama? Tomé, pues, el partido de dejarla hablar. Diríase que predicaba el panegírico de un santo. En el ínterin yo observaba, no sin esperanza, todo lo que mi amor podía prómeterse de su semblante animado, de sus movimientos ya más francos, y, sobre todo, del metal de su voz que, con su alteración sensible, descubría la emoción de su alma. Apenas acabó de hablar: “en, sobrino mío, ven que te abrace”, me dijo la señora de Rosemonde. Comprendí al instante que la linda predicadora no podría evitar el ser abrazada también; quiso escaparse, pero pronta se halló entre mis brazos; y lejos de tener fuerza para resistir, apenas le quedó la de sostenerse. Cuanto más observo a esta mujer tanto más apetecible me parece. Se dio prisa a volver a su bastidor, y afectó para todos reanudar su bordado; mas yo me percaté bien de que el temblor de su mano no le permitía seguir trabajando. Después de comer, las damas quisieron ir a ver a los desgraciados que yo había socorrido tan piadosamente y fui acompañándolas. Excuso a usted el fastidio de esta segunda escena de reconocimiento y elogios; mi corazón, impelido por un recuerdo delicioso, se apresura a referir el momento de la vuelta a la quinta. Ocupado enteramente de hallar los medios para aprovecharse del efecto producido por el suceso de aquel día yo continuaba guardando el mismo silencio. Sólo la señora de Rosemonde hablaba, pero no lograba de nosotros sino respuestas cortas y pocas. Debimos aburrirla: tal era mi fin y lo alcancé. Así es que, al bajar del coche, se entró en su cuarto y me dejó a solas con mi hermosa en un salón poco alumbrado, agradable oscuridad que da aliento al amor tímido. No tuve el trabajo de dirigir la conversación al punto que yo quería. El fervor de la amable predicadora me sirvió mejor que lo hubiera podido mi maña. “Cuando se tienen tantas disposiciones para hacer el bien, me dijo ella fijando en mí sus dulces ojos, ¿cómo puede pasarse la vida haciendo el mal?” “No merezco, le respondí, ni ese elogio ni esa censura, y no concibo que con tanto talento como usted tiene no me haya comprendido todavía.” “Aunque mi confianza pueda serme nociva con usted, la merece demasiado para que pueda negársela. Hallará usted el principio de mi conducta en un carácter demasiado fácil. Por desgracia, cercado de gentes sin costumbres, he copiado sus vicios y acaso he puesto cierto amor propio en aventajarlos. Del mismo modo seducido aquí por el ejemplo de las costumbres, sin la esperanza de igualar a usted, he ensayado, al menos, el imitarla. ¡Ah! tal vez la acción que tanto alaba hoy en mí le parecería sin mérito ninguno si supiese su verdadero motivo (vea, mi bella amiga, cuán cerca andaba de decir verdad). No deben a mí aquellos desgraciados el auxilio que han recibido. En lo que mira usted una acción loable, he buscado sólo un medio de agradar. No era yo en fin, puesto que he de decirlo, sino un débil agente de la divinidad a quien adoro (aquí intentó interrumpirme, pero no le di tiempo). En este mismo instante mi secreto se escapa sólo por debilidad mía. Me había propuesto firmemente callarlo, y hallaba mi delicia en tributar a las virtudes de usted, no menos que a su hermosura, un culto puro que hubiera usted ignorado siempre; pero incapaz de engañar cuan-do tengo a la vista el ejemplo del candor, no habré de echarme en cara un culpable disimulo. No crea que la ultrajo fundando esperanzas criminales. Seré desgraciado, lo sé; pero mis sufrimientos me serán agradables, y me probarán la violencia de mi amor; depondré a sus pies y en su seno mis quebrantos. Ahí tomaré fuerzas para sufrir de nuevo; en ellos hallaré la bondad más compasiva y me creeré consolado porque usted me habrá compadecido. ¡Oh belleza que adoro! escúcheme, tenga piedad de mí, socórrame. Al decir esto me había arrojado a sus pies y apretaba sus manos con las mías. Pero ella las retiró, y llevándolas a los ojos dijo con tono de una mujer afligidísima: “¡Ay desdichada!” y luego se deshizo en llanto. Por fortuna yo me había abandonado de tal modo que también lloraba, y volviendo a coger sus manos las bañé de lágrimas. Esta precaución era muy necesaria, porque ella estaba tan preocupada de su pena, que no se habría percatado de la mía si no hubiera yo empleado este medio de advertirla. Gané con esto, además de considerar a mi placer aquel rostro encantador, hermoseado con el poderoso atractivo de las lágrimas. Mi cabeza se exaltaba, y era ya tan poco dueño de mí mismo, que estuve tentado de aprovechar del momento. ¿Cuánta es, pues, nuestra debilidad? ¿Cuánto el imperio de las circunstancias; pues que yo mismo, olvidando mi proyecto, he arriesgado el perder por una victoria prematura el encanto de un largo combate y los pormenores deliciosos de una penosa conquista; seducido por el deseo de un joven sin experiencia, pensé exponer al vencedor de la señora de Tourvel a no recoger como fruto de su trabajo sino la insípida ventaja de haber logrado una mujer más? ¡Ah! ríndase enhorabuena, pero después de combatir; sin fuerzas para vencer, téngalas para resistir, saboree a placer la sensación de su debilidad y véase obligada a convenir en que ha sido rendida. Dejemos al cazador furtivo matar al ciervo por sorpresa, al noble cazador debe forzarle, rendirle. Mi plan es sublime, ¿verdad? Pues tal vez ahora estaría yo sintiendo el no haberlo seguido si el azar no hubiese ayudado a mi prudencia. Oímos ruido hacia el salón. La señora de Tourvel, asustada, se levantó precipitadamente, tomó un candelero y salió. Preciso era dejarla. Era sólo un criado. Entonces la seguí; pero apenas di unos pasos, sea que me reconociera, sea por un vago sentimiento de terror apresuró la marcha y se arrojó más que entró en sus habitaciones. Allá iba yo. Pero la llave estaba por dentro. Claro que no llamé. Hubiérale sido muy fácil resistir. Tuve, sí, la feliz idea de mirar por la cerradura y vi a esta mujer adorable arrodillada, bañada en lágrimas y orando con fervor. ¿A qué Dios osará invocar que algo pueda contra el amor? En vano busca ya extraño socorro; yo soy el dueño de su suerte. Creyendo haber hecho bastante en un día, me retiré a mi cuarto y me puse a escribir a usted. Creí volverla a ver a la hora de la cena, pero mandó a decir que estaba indispuesta y se acostaba. La señora de Rosemonde quiso subir a su aposento pero la maliciosa enferma pretextó una jaqueca que no le permitía ver a nadie. Bien supone usted que la velada fue corta y que yo tuve también mi jaqueca. Ya en mi habitación, le escribí una larga carta quejándome de su rigor y me acosté con el proyecto de dársela mañana. Dormí mal, como verá usted por la fecha de esta carta. Me levanté y volví a leer mi epístola. He visto que me descuidé un tanto y que muestro más entusiasmo que amor, más enfado que tristeza. Será preciso rehacerla, pero estando más tranquilo. Advierto el amanecer y espero que su frescura me hará conciliar el sueño. Voy a acostarme, y sea cual fuere el imperio de esta mujer sobre mí, le prometo no ocuparme tanto de ella que no me quede tiempo de pensar en usted. Adiós, mi hermosa amiga. En…, a 20 de agosto de 17…
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