Lord Hornblotton sonrió irónicamente.
—Arthur tiene un atractivo irresistible para el sexo opuesto —prosiguió diciendo—. ¡Y hay muchos maridos que han jurado meterle una bala en la cabeza si llegan a encontrarlo bajando la escalera de su casa! Sin embargo, ha sobrevivido, y cada día se cuentan de él más hazañas que añadir-a su diabólica reputación.
—¿Y, aparentemente, sigue jugando aún a las cartas con el Duque ?
—El Duque no viene a Londres con tanta frecuencia como antes, aunque no deja de acudir, una vez por semana, al Club White o a otros lugares que acostumbra frecuentar. Cuando ello ocurre, los espías de Thane le informan de inmediato sobre su llegada y, tan pronto como su señoría se sienta ante una mesa de juego, aparece el Marqués para retarlo a jugar.
—¿Y quién gana?
—No juegan por dinero. Apuestan sus propiedades. El Marqués había ganado calles enteras de residencias en Mayfair, Belgravia y Chelsea, pero tengo entendido que el Duque las está recuperando poco a poco.
—Esa es la historia más intrigante que yo he oído en toda mi vida— declaró el terrateniente—. Cuando se la cuente a mis amigos en el norte, no la creerán. Lléveme a ver con mis propios ojos a estos dos diablos.
—Le aseguro que todo lo que le he dicho es cierto— dijo Lord Hornblotton, poniéndose de pie con dificultad.
A continuación, condujo a su amigo por la escalera hasta la sala de juego, donde los dos diablos' estaban sentados en la mesa, uno frente a otro, aparentemente insensibles a la silenciosa audiencia que los rodeaba y que observaba fascinada todos sus movimientos. El viejo Duque era un hombre de aspecto casi cadavérico. Surcaban las comisuras de su boca dos profundas arrugas y había algo casi repulsivo en sus desdeñosos y delgados labios y en su arqueada nariz.
La piel, como de pergamino, y sus manos surcadas de venas azules, revelaban cada jugada con la avidez de los jugadores compulsivos.
El Marqués tendría unos veintiocho años, pero parecía mucho mayor.
De no haber sido por su cínica expresión y por las huellas que la vida disipada había dejado en su rostro, habría sido un hombre muy apuesto.
Era difícil concebir que supiera sonreír o que tuviera algún interés en la vida. Sólo quienes lo conocían bien sabían que, a pesar de su lánguida actitud de indiferencia, se encontraba alerta a todos los movimientos de su oponente.
Jugaban en silencio, hasta que el Marqués sacó un as. El viejo Duque no pareció alterarse al comprender que había perdido, y permaneció inmóvil hasta que un camarero le trajo un vaso de vino.
Lo bebió lentamente, mientras otro sirviente le llevaba un legajo de documentos al Marqués, quien seleccionó uno. Colocándolo sobre la mesa, el Marqués tomó el tintero y la larga pluma de ave que le llevaron, poniendo a continuación el documento frente al Duque, quien escribió su nombre en él y arrojó la pluma sobre la mesa.
El Marqués recogió el documento y, sin pronunciar palabra, se dirigió hacia la puerta. Los caballeros que los observaban jugar se hicieron a un lado para abrirle el paso.
—Buenas noches, Arthur— dijo Lord Hornblotton cuando el Marqués pasó junto a él.
—Buenas noches, milord.
La grave voz del Joven Diablo era fría y distante y, antes que Lord Hornblotton pudiera decir nada más, el Marqués descendió la escalera.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué se marcha?— preguntó el terrateniente en voz baja.
—El Marqués sólo juega dos horas cada vez. Sin importar que gane o pierda, se marcha cuando acaba la mano. Tal vez vuelvan a jugar esta noche; pero, con toda seguridad, se enfrentarán mañana, ya que el Duque está pasando unos días en Londres. Cuando concluye el tiempo que se ha fijado, Thane se levanta de la mesa.
—¿Y el Marqués ganó?
—Ganó esta vez— confirmó Lord Hornblotton.
El Marqués, mientras tanto, había bajado ya la escalera y un lacayo le ayudaba a ponerse su capa, cuando, a través de la puerta,que daba a la calle de Saint James, entró un hombre de anchos hombros que vestía el uniforme de los Dragones de la Reina. Al ver al Marqués, su rostro se iluminó.
—¿Tuviste suerte, Arthur?— preguntó.
—Recobré Chelsea, por tercera vez. Y también, por primera vez gané Lambeth.
—Eso es un triunfo. Últimamente, el Viejo Diablo había tenido la suerte de su homónimo. Quisiera haber llegado antes, pues me proporciona un inmenso placer ver perder a mi tío. Es lo único que lo hace sufrir como un ser humano, aunque parezca impasible.
—Hablaremos de eso más tarde— contestó el Marqués con tono aburrido—. Voy a casa a cambiarme. ¿Estarás en el Club en la noche?
—No puedo darme el lujo de ir a ninguna otra parte— replicó el Coronel Merrill.
—Entonces beberemos por la condenación del alma de su señoría— prometió el Marqués con voz indiferente, yendo hacia la puerta.
Descendió los escalones y esperó a que le trajeran su carruaje de alto asiento. Su faetón n***o y amarillo, tirado por dos soberbios caballos cas-taños, era tan conocido en las calles de Londres como los carruajes reales.
Cuando el Marqués, a la puerta del Club White tomó las riendas de los caballos para dirigirse a Piccadilly, los transeúntes lo observaron admirados.
Sin duda, se veía muy apuesto con su sombrero de copa ligeramente ladeado y la punta de su fusta en la mano derecha. Como si estuvieran orgullosos de ser conducidos por un Corintio, Jos caballos arquearon el cuello y sacudieron las largas crines. Al chasquido de la fusta, partieron a una velocidad que dejó fascinados a los que observaban.
Muchas mujeres contemplaron al Marqués cuando conducía su faetón por la calle Berkeley. Emanaba de él un encanto que cautivaba la imaginación, pues cuando conducía su carruaje, o cabalgaba, se suavizaba un poco su acostumbrado aire de cinismo.
Los caballos trotaban a buena velocidad cuando dieron la vuelta para entrar en la plaza Berkeley. De pronto, en la esquina de la calle Charles, una mujer cruzó corriendo el camino.
Todo ocurrió en un segundo. No se dio cuenta del peligro hasta que estuvo a pocos pasos de los caballos. Tratando de evadirlos resbaló sobre el pavimento, lodoso por una reciente llovizna, y cayó de bruces.
La increíble destreza del Marqués evitó que las ruedas del faetón le pasaran encima. Detuvo de golpe los caballos y le entregó las riendas al lacayo.
Cuando llegó al sitio donde estaba la mujer, observó que un caballero la ayudaba a ponerse de pie.
El Marqués reconoció a sir Roger Crowley, un ocioso petimetre por quien sentía antipatía. La mujer que era muy joven, no parecía lastimada, pero sí atontada por el golpe.
Llevaba un chal de lana sobre un sencillo vestido de muselina, sucio ahora del fango de la calle. Se le había torcido el humilde sombrero de paja, que adornaban cintas azules, por lo que trató de enderezárselo con las temblorosas manos enguantadas.
—¿Se ha lastimado, señorita?— inquirió el Marqués.
—Sólo está aturdida— intervino sir Roger—. No se preocupe, milord; yo me encargaré de ella.
—Gracias, pero no es necesario que nadie se preocupe por mí —dijo la joven con voz llena de dulzura.
—Un vaso de vino le caerá bien— dijo sir Roger—. Tome mi brazo. El Marqués se volvió, pero escuchó a la joven responder con voz asustada:
—Por favor… déjeme sola. Fue culpa suya, señor, que yo me viera obligada a atravesar la calle de un modo tan… imprudente.
—Discutiremos eso en otra parte donde podamos estar más cómodos— dijo sir Roger, presionando el brazo de la joven.
—¡No iré con usted!— protestó ella en tono desafiante librándose de las manos de sir Roger—. Sólo deseo encontrar la Casa Thane. El Marqués la miró estupefacto.
—¿Dijo usted la Casa Thane?
—Sí, por favor— contestó ella ansiosa—. ¿Puede decirme dónde queda? Eso es todo lo que le pedí a este caballero, pero parece que no me entendió.
—Tal vez no quiso entender— replicó el Marqués en tono insultante.
—Permítame decidir lo mejor para la señorita— replicó sir Roger molesto.
Sir Roger era un hombre de mediana edad y rostro rubicundo. Su vasta fortuna provenía de sus molinos en Yorkshire, que nunca se cuidaba de visitar.
—La dama lo ha expresado con toda claridad— contestó el Marqués—. Quiere que alguien le señale el camino a la Casa Thane, y creo que yo soy la persona más indicada para ello.
Los ojos de los dos hombres se encontraron. Entonces, Lord Roger, con desmedida furia, le contestó airado:
—Esta es la segunda vez que interfiere en mis asuntos, milord. No cabe duda de que hace honor a su apodo.
El Marqués, haciendo una burlona reverencia, le ofreció su brazo a la joven, que los miraba a ambos desconcertada.
—Si me permite, señorita, la acompañaré a la Casa Thane. Sólo está a unas cuantas puertas de aquí, en este lado de la plaza.
—Gracias, muchas gracias— dijo la joven casi sin aliento—, pero no hay necesidad de que me acompañe. Puedo encontrar sola el camino.
Comenzó a caminar rápidamente por la acera y el Marqués, sin volverse a mirar al desconcertado sir Roger, caminó junto a ella. La chica era tan menuda que, para acoplarse a su paso, que intentaba ser rápido, él tuvo que avanzar con lentitud.
—Lo único que quiero… es encontrar… la Casa Thane— dijo ella nerviosa, como si su presencia la abrumara.
—¿Desea ver a alguien en especial?
—Sí. Busco al Marqués de Thane.
El Marqués arqueó las cejas. Cuando llegaron a pie a la puerta de su casa, el faetón ya había llegado y los lacayos de librea dorada habían extendido la roja alfombra. La puerta, abierta, dejaba ver a varios sirvientes que esperaban el regreso de su amo.
La joven vaciló un momento y después, levantando la cabeza en un gesto arrogante, se dirigió al lacayo que se encontraba a la entrada:
—¿Podría hacerme el favor de informarle al Marqués de Thane que traigo un mensaje para su señoría?
El hombre pareció sorprendido al ver a su amo junto a la joven; pero, antes que pudiera contestar, el Marqués dijo:
—Yo soy el Marqués de Thane.
La joven se volvió para mirarlo. Por primera vez, él se fijó en su rostro, de forma de corazón, y en sus enormes ojos. Entonces, ella exclamó:
—¡Usted es el Marqués ! ¡Debía sospecharlo!
El Marqués la miró y, por un momento, su habitual expresión de aburrimiento se desvaneció..
—¿No desea pasar? Estoy seguro que podrá comunicarme mejor en privado lo que tiene que decirme.
—Sí… sí, por supuesto.
El Marqués le entregó su capa y sombrero a un lacayo y condujo a la joven a la biblioteca, que quedaba a un extremo de la casa. Las ventanas daban a un patio en el que el agua de una fuente de piedra, caía sobre un estanque de peces de colores.
----Trae un refrigerio— le ordenó al mayordomo.
—Muy bien, milord.
La puerta se cerró tras él y la joven miró al Marqués con los ojos muy abiertos.
—¡Oh, estoy tan contenta de haberlo encontrado, milord! ¡Tenía tanto miedo de que no estuviera en casa! Y, cuando le pregunté sus señas a ese caballero, me contestó de un modo extraño. Debe estar loco, aunque, de todos modos, no debía haber huido de él. Fue una cobardía y Gilly se hubiera avergonzado de mí.
—¿Gilly?— preguntó el Marqués, frunciendo el ceño.
—Señorita Gillingham. ¿No la recuerda? Fue ella quien me envió a Ted.
—Señorita Gillingham. ¡Gilly! ¡Por supuesto que la recuerdo. Pero no he sabido de ella en muchos años.
—Ella no quería molestarlo. Consideró que estaría muy ocupado con su activa y alegre vida social para interesarse en las cartas de su antigua institutriz. Pero lo quiso mucho; lo quiso entrañablemente hasta el momento en que murió.
La voz de la joven se quebró al pronunciar las últimas palabras.
—Y, ¿cuándo ocurrió su deceso?
—La semana pasada.
Los ojos que lo miraban relucieron con la humedad de las lágrimas y de pronto el Marqués recordó sus buenos modales.
—¿No quiere sentarse, por favor? Creo que he sido muy negligente con relación a la señorita Gillingham. Debía haber preguntado por ella desde hace mucho tiempo.
—Era feliz y nunca atravesó por estrecheces económicas.
La joven se sentó en el borde de un sillón forrado de brocado junto a la chimenea y el Marqués lo hizo enfrente. El observó que vestía con muy poca elegancia y que era muy menuda, pero, a pesar de ello, tenía un as-pecto poco común. Su pequeño rostro, su barbilla puntiaguda, sus grandes ojos, le recordaban a alguien, pero no podía precisar a quién.